Saturday, October 18, 2008

Un vestido negro con flores rojas

Apenas segundos después de hundir las salchichas en el agua, tal vez ni siquiera un segundo después, una milésima o dos, pensó que su vida era una línea extensa segmentada en trozos de tiempo que él, o quizás ni siquiera él sino otros, dividía infinitamente. Una existencia fragmentaria pero geométrica. Algunos medirían en puñados, otros lo medirían en cigarrilos fumados mientras llevaban a cabo cierta actividad, pero no él. El medía el tiempo en tiempo, en unidades convencionales, en instantes que llevaba llegar de esto a aquello, una larga sucesión de instancias preparatorias para algo que - a esta altura de su vida - dudaba que llegaría. Los diez minutos de cocción de las papas y las cebollas podían consumirse más rápidamente escuchando a Chet Baker o leyendo sobre el incipiente amor de Henry y Charlotte, un amor tormentoso, amor brusco de gente pobre pero de tripa fuerte, abrupto, inexplicable, hermoso dentro de la gama de lo mórbido. No vivir, sino pasar el tiempo, el tiempo que logro consumir pasando de una cosa a la otra y, en el medio, la salchicha en el agua, las papas están hechas, las cebollas crujen y el arroz apenas si se pega; una cerveza, otra cerveza y la vida que se esfuma.
La ducha cálida borró los cimientos de una borrachera que empezaba a dibujarse y, mirándose en el espejo empañado enfrentado a él vio la línea divisoria de pelo que lentamente se había formado en el medio de su cráneo sin que él tuviera la menor intervención.Su cara joven y curtida, el bigote prolijamente tallado, para que aprecie nadie, por el bien del relato, un bigote de antaño para asombrar a alguna madre madura, a alguna abuelita memoriosa de los actores caídos, galanes nobles de buen corazón. Robó unas gotas de enjuague del vecino anónimo, se sirvió de los utensilios que encontró sobre el estante, enjuagó el piso y salió a la calle. Lo impactó un frío amable, una brisa otoñal sencilla, como el café de la mañana, como el pan oscuro recién tostado, como las miradas en los trenes entre desconocidos que ansían amor.
Eligió pasar por el lugar acordado horas antes con un conocido Polaco. Había dicho que iría convencido de que no era conveniente cumplir su palabra. Pero la soledad es un mal moderno. Los pies lo habían llevado, lo habían depositado donde sabía que encontraría rostros conocidos, gente que supiera su nombre, personas con las que no había que empezar de cero, hablar del lugar de procedencia, mezclar lenguas, reproducir gestos, hacer esfuerzos titánicos por evitar el silencio, siempre atroz pero más aún entre desconocidos. Se asomó al ventanal arbitrariamente, como verificando algo irrelevante; fue el Polaco el que lo divisó primero, luego ella y luego... las reglas de cortesía o el afán pequeño pero real de hablar con alguien, de tener cierta intimidad... entró. Ella vino a recibirlo sin ánimo de disimular su deseo de verlo. Se saludaron torpemente, una mano en la cintura, un intento de abrazo, una mirada esquiva a corta distancia. El vestido holgado, de flores rojas diminutas sembradas en un campo negro y amplio, no era insinuante. Era sincero, sobrio, una prenda directa y tímida, como ella, que no jugaba al juego de todos: ella decía todo sin decir nada y él no estaba acostumbrado a eso. Tal vez por eso, más allá del profundo descontento que le surcaba la cara, ella le seguía despertando interés. El intentaba ser cínico, pero ella imponía su inmediatez.
Las palabras cruzadas en bares, las frases que buscan ocultar y los cuerpos que todo delatan. El Polaco estaba derrotado, el amor lo había pasado por encima y nada podía hacer para disimularlo. Habían adquirido cierta familiaridad en el transcurso de la semana, frecuentando siempre el mismo café, los mismos horarios, la misma rutina. El Polaco se permitió ser cruel, sarcástico y vulgar. El encontró esta actitud noble, apenas un gesto de confianza. El Polaco era un tipo gris y comun, pero tenía momentos en los que, desde el fondo opaco de sí mismo, era querible. "Yo sé que no soy gran cosa, que soy un tipo limitado", solía decir el Polaco mientras sonreía trágicamente pero sin exagerar. Ella lo cuidaba, tenía un miedo excesivo a que el Polaco se matara, hacía de madre y de hermana, vigilaba la cantidad de vasos en la cuenta, la cantidad de píldoras para dormir, la cantidad de mujeres que le habían roto el corazón. Incluso aceptaba todas las mentiras que el Polaco podía decir por minuto, porque sabía que detrás de ese velo había algo más. Ella sabía querer, pero no a todo el mundo.
El miraba la escena, a ella y al Polaco, pensaba en el triste rol que le tocaba jugar en esa historia, el bufón extranjero y entrometido, el tercero en discordia, el que negocia con el Hombre para quedarse con la Mujer. No había deseado verla esta noche y sin embargo ella estaba ahí y era lo más cercano al amor a millas a la distancia. Sintió el impulso súbito de tocarle la mejilla, de sentir su temperatura, de decirle que todo iba a estar bien, que el mundo no lograría derrotarla esta vez. No lo hizo. Había aprendido muy bien a ocultar lo que sentía, a no decir las verdades, a vender un pescado más perfumado que el rancio que guardaba. Ella le regaló una cerveza, él no atinó a rechazar el regalo.
La intimidad se quebró por una sucesión de gritos y estridencias, una caravana de vasos rotos y tacos rítmicos, alaridos de triunfo y embriaguez. Oyó su nombre correctamente pronunciado y giró la cabeza. La Italiana, rodeada de su séquito de anglosajones, había hecho su entrada como una diva envuelta en flashes, promocionando una nueva línea de jabón. La Italiana hacía honor a su origen, sus cabellos oscuros, sus pómulos carnosos, sus capas y capas de ropa declamativa, sus anuncios a viva voz y esa sensación perpetua de estar dando órdenes, de estar combatiendo, de desear dominar a todos como una aristócrata del Lazio. Apenas se habían visto una vez, pero la Italiana estaba particularmente ebria y las cortesías entre desconocidos habían sido abolidas. La Italiana posó sus ojos en él, detuvo a la caravana y anunció, sin pudor ni reparos, que deseaba que él se uniera a su grupo. Era sabrosa, la Italiana, pero él era allí el verdadero aristócrata, el que actuaba solo por principio propio, el que cumplía sus propias órdenes. Sonrió amablemente, bebió un trago de su cerveza, alzó su vaso en signo de correspondencia y volvió a posar sus ojos en el vestido negro con flores rojas.
Cuando, minutos más tarde, se encontró de pie junto a la Italiana, acariciando su cintura suave y ondulante, remarcada por unos pantalones prácticamente unidos a la piel, hablándole a centímetros de la cara de idioteces de lo más intrascendentes, se preguntó si estaba realmente en control de sus acciones. Le hubiera gustado tener una segunda voz, un amigo cercano al cual preguntarle si hacía lo correcto, si era inevitable acabar siempre con la misma mujer, con la madre postiza que sabe enmendar las dolencias y que sabe curar las heridas que la amante fugaz jamás sabrá atender. Pero ya era tarde, el curso de las cosas estaba tomado, las mentiras estaban expuestas y las promesas a futuro estaban servidas. Se acercó una vez más a ella, alta, rubia, ojos vidriosos de una profundidad infinita, curvados cuando esas pestañas se elevaban para expresar desconcierto o sorpresa o desilusión o alivio. La miró como para despedirse, ella lo tomó de la mano y lo arrastró hasta un sillón; él pretendió sencillez, jugó la partida con cartas prestadas y organizó una salida conjunta para la noche siguiente, afirmando sin decir que esta noche no acabarían juntos. Ella fue comprensiva, o simuló serlo. Entonces él entendió que ella sabía los planes de él y los aceptaba y lo invadió una mezcla poderosa de admiración, piedad y gratitud: él jamás sería capaz de permitirlo si la situación fuera a la inversa. Aún así mintió, dijo que se iría a casa a descansar y ella prefirió ignorar el comentario.
Mientras se alejaba por las calles húmedas, escuchando a la Italiana reír a carcajadas salvajes, pensó en la discresión, en los instantes fugaces en los que el teatro de la vida da sus mejores frutos, en la inmensidad de una mirada y en la vacuidad de una palabra. Entendió que elegir también es invertir tiempo, unidades de tiempo, salchichas, papas y cebollas de tiempo, mujeres de tiempo, noches y cervezas y desencuentros de tiempo. Vio la vida pasar en su infinita fugacidad y entendió que de esos errores y de esos aprendizajes crueles está hecha la existencia.
Tomó una última cerveza en un bar portuario y se fue cantando por lo bajo, cabizbajo y en soledad, la única manera de poder detenerse y pensar en la belleza de lo efímero.

1 Comments:

Anonymous Anonymous said...

a ver, cadmo digame: el autor de esta maravilla es ud?

porque no puedo creerlo...

6:56 AM  

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