Tuesday, December 27, 2005

El clero y yo

Mis sueños suelen no tener sentido.
Cada tanto construyen un relato coherente, aunque suele ser una excepción.
El de ayer no sólo fue coherente. Fue polémico.
Me encontraba yo en una iglesia de proporciones inmensas. En el interior de una catedral gótica, para ser más preciso.
Frente a mí se encontraba el señor Horacio Sanguinetti, rector del honorabilísimo Colegio Nacional de Buenos Aires, al cual atendí en mi mocedad. El señor Sanganga, vestido en sus más finos atavíos, se dirigía a la multitud allí reunida, todos ex alumnos. Nos decía, en tono solemne y seremonioso:
"Chicos, ustedes como ex alumnos de esta institución tienen que honrar a la Santa Iglesia Católica en estas festividades."
"¿Eh?" me decía a mí mismo yo, anonadado. ¿Desde cuándo un colegio universitario es pro cristianismo?
Nos aleccionaba, nos daba catecismo para principiantes. Pero nosotros no comprábamos. Jóvenes pensantes, críticos, combativos. ¿Cómo vamos a aceptar ese discurso sin miramientos?
Ellos lo notaban, Sanganga y sus amigos los curas. Uno de ellos, muy medieval él, con su toga y su corte de pelo y sus colgantes, nos decía: "Sabemos que traen consigo excesos. Entréguenlos ahora y serán perdonados."
La juventud, un tanto resentidamente, se acercaba al religioso y lentamente comenzaba a formarse una pila de porros armados, tucas, pipas de agua, encendedores, sedas y piedras sin picar. No había drogas pesadas, ni alcohol, ni medicamentos. Sólo marihuana en todas sus variedades posibles. Es decir, la intelectualidad excediéndose; siempre con moderación.
Luego nos repartían en mesas, a cada una destinado un hombre de fe para aleccionarnos. Me tocaba una mesa con otros seis "rebeldes" y se acercaba un cura joven, de unos 30 años, semi calvo. Nos sonreía, pero no había amor en su mirada.
"Es importante que ustedes profesen la fe", expicaba. "Dios está en todas las cosas y fíjense qué rápido que es, que hasta está en las computadoras. El Señor aprendió a viajar por las redes informáticas para estar más cerca de nosotros. Dios es amor a toda velocidad."
Yo rápidamente me posicionaba como el líder negativo del grupo. ¿Cómo tolerar esa perorata absurda?
"Tengo una pregunta", anunciaba yo.
Miedo en sus ojos. La religión no quiere preguntas, sólo dar respuestas.
"¿Por qué son siempre tan solemnes? ¿No existe el humor para ustedes? ¿Cristo no se reía nunca?"
Odio, ojos encendidos, la ceja encorvada. El cura joven quería crucificarme ya, prenderme fuego y enviarme al infierno junto a Satán.
"Hijo mío, no hay lugar en nuestra comunidad para gente con ese pensamiento. No es esa la forma de hablar de Nuestro Señor Jesucristo."
Y justo cuando iba a venir la represalia feroz y despiadada me desperté.
Y no fue con alivio, sino con molestia. Quería seguir ahí dentro. Quería tolerar ese castigo con una sonrisa, para decirles el asco que me dan y la gran mentira que representan. No dejarse controlar, ni vigilar, soportar el castigo alegremente; esas son señas del hombre fuerte, del hombre autónomo, del Súperhombre nieszcheano.
Una vez cada tanto los sueños tienen sentido. Y cuánto. No sólo en las películas o en el psicoanálisis barato los sueños esconden grandes verdades. Muy de vez en cuando, un pensamiento lúcido se filtra y nos deja vagando, perdidos en la luz intermitente de la mañana.

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