Como un vampiro cuya sangre, al ser inyectada, resulta alucinogena y, por eso, es vampirizado por humanos
Te levantás en calzoncillos, pegado al colchón por el sudor frío, y abrís los ojos los suficiente como para saber que en realidad en ningún momento estuviste dormido. Son las doce y no sentís deseo por nada, ni fiesta, ni mujeres, ni alcohol. No hay razón aparente para salir pero tu cuerpo se ve guiado por una fuerza invisible hacia la noche. Mirás en Internet y, de la oferta variada y extravagante, elegís una fiesta. El Antisónar. En el Borne, el barrio cool. Te vestís y salís solo, la modalidad más extrema para encarar la noche: o morís en el aburrimiento de la soledad o te ves envuelto en situaciones exóticas.
Llegás al Borne, hay un movimiento agradable de gente. Vas, venís, caminás, pasás por la fiesta. Está muerta. Decidís rendirte justo en el momento previo en el que te forzás a quedarte. Elegís no tomar nada, no entrar a un bar, no hacer la obvia. Desafiás a las reglas de la noche: no ir a lo obvio, no nublarse con alcohol, no dejarse llevar. Elegís elegir. Te sentás en un banco a esperar que algo pase. Sin prestar atención al reloj, empezás a estudiar el flujo de gente, sus costumbres, los grupos que se arman y desarman, las nacionalidades, los excesos, los gritos y las miradas. A tu lado van cambiando los acompañantes: amigos que comen pizza, amantes que hacen un parate en su rutina, otros voyeurs que se detienen a admirar el paisaje urbano. Tu faceta contemplativa llega a su fin cuando viene el regador de la calle, enfundado en su traje amarillo fosforescente, y moja a todos. Las chicas norteamericanas gritan y las suecas tocan la manguera. Los italianos cantan “llegaron los bomberos” y sacan fotos.
Volvés a la fiesta. Ya son las dos y se supone que tomó vuelo. Entrás, das una vuelta y nada parece lo suficientemente interesante. Justo antes de atravesar la puerta de salida notás que hay un sótano. Bajás sin pensarlo dos veces. Es un espacio lúgubre y virado al rojo, la iluminación es súper concreta y hay cajas de cerveza esparcidas por todas partes. Entre el humo espeso hay individuos tirados en sillones de cuero y de terciopelo. Fuman y hablan, miran y asienten. En el cuarto de al lado hay un DJ pinchando. Entrás y te sentás en uno de los sillones, a escuchar y a mirar. Las luces rojas y verdes te encandilan y te dejan la mente en blanco. El DJ es bueno, la música fluye por tus venas y pronto te ves hipnotizado. El groove es tan bueno que te erectás. Comenzás a agitar la cabeza al ritmo de los beats y notás que el efecto es narcótico. Sonreís ante la ironía de estar colocado sin haber consumido nada en toda la noche. Te despertás por segunda vez en la noche sin haber dormido, pero sin saber tampoco cuánto tiempo ha pasado desde el comienzo del transe. Entra un paki vendiendo rosas, bailando al ritmo de la música, su aparición resulta mágica e hilarante.
Estás un poco cansado. Te levantás y, atravesando cuartos llenos de hombres, salís a la calle. Tu anterior zona de estudio, la rambla del Borne, está casi vacía. Quedan los rezagados y los borrachos. Estás energético, cruzás del Borne hacia Via Laietana cantando, sonriente. Pensás en visitar la casa tomada que frecuentabas en los primeros tiempos en la ciudad, donde suelen haber fiestas brutales. Te lo cuestionás seriamente y elegís ir hacia la catedral. Avanzás por calles medievales y oscuras, un viaje místico por el tiempo y la mente. Te dejás llevar por los pasadizos ondulantes pero pronto descubrís que sabés exactamente dónde estás y hacia dónde vas. La ciudad ya no tiene secretos a tus ojos. Desde Avinyó hasta la plaza George Orwell o Plaza del Trippy, centro neurálgico de rastafaris, drogodependientes, travestis y policías.
Llegás a territorios ya conocidos y hacés el clásico tour por las puertas de lugares que supiste frecuentar: la Macarena, el Moog, el Fellini, la Concha, el Cangrejo, el Pastis e incluso considerás pasar por la Bata de Boitiné, pero de poco vale si tenés decidido no tomar alcohol. No entrás a nigún lugar, solo mirás y mirás, ves a la gente pasar. Comprás una lata de Coca-Cola en un puesto de diarios y los pakis dejan de ofrecerte “cerveza, beer” porque creen que tu coca es una birra. Una prostituta africana te llama “dear” pero le decís “no, yo soy de aquí” y responde “pues sigue tu camino, entonces”. Un guiri alto y barbudo te pide una moneda en un castellano timorato y, vaya ironía, el sudaca le da al gringo (5 céntimos) para que compre alcohol. Sonríe y le palmeás el hombro, condescendientemente. Pasás por la puerta de un cabaret de mala muerte y pensás en entrar, pero ni siquiera preguntás el precio.
Ves la cercanía a Plaza Catalunya y sabés que ahí se acaba la noche. Te planteás acercarte a hablar con alguna chica de un país exótico pero todavía estás resentido con el género femenino y no disimulás la irreparable distancia que te separa de la gente. Aparece una rubia vestida de capitán de barco y una quince amigas vestidas de marineritas, todas a rayas. Típica despedida de soltera decadente y falsamente osada. Unos borrachos se trepan a la fuente de Canaletas y cantan a los gritos “Vizca el Barça” o “Lo, lo, lo, lo, lo, lo, Fútbol Club Barcelona”, obligando a unos inmigrantes africanos a que repitan con ellos.
Camino a casa, ves a una chica rubia con rastas repartir de un frasquito pastillas a todo un grupo que la rodea y tentás a agarra, pero te das cuenta que no es gratis. Es una dealer trabajando a plena luz. Su amigo, otro dealer, te ve mirando con curiosidad y se acerca amigablemente. Apenas si se mantiene en pie y los poros de su cara están cubiertos, su piel no respira de tanto sintético que lleva adosada. Te pregunta si consumes “farlopa” y respondes que puede ser, aún si es mentira, sólo para ver qué responde. Te ofrece cocaína y MDMA, mientras caminan por Rambla de Catalunya, iluminados por los faroles azulados de la calle. Le decís que no te interesa, que tal vez otro día. El dealer insiste, quiere hacer negocio, te dice que desea firmemente ser tu dealer de confianza y que no dudes de él. Le sonreís y explicás que la noche ya terminó y que pierde su tiempo, que tal vez mañana. “Compra hoy y lo consumes mañana”, retruca y agrega “hoy me voy a Tarragona y vuelvo por aquí recién el Martes”. Le decís que lo ves el Martes, entonces, mintiendo con inocencia. El alega, inexplicablemente y sin que nadie le pregunte, que se va a estudiar a Bélgica y que te hace precio. Un mili por treinta, dice, o algo así, te cuesta entenderle cuando habla. Cruzan una obra en construcción y se golpea contra una viga, grita de dolor. Le decís finalmente que no vas a comprar y se pierde en el camino. Te preguntás si no fuiste demasiado cauto, si no hubiese sido buen negocio comprar un poco de MDMA, te cuestionás si la vida es más o menos intensa de lo que debería ser. Sos consciente de que siempre decís que no a todo antes de aceptarlo, pero también sabés que ya te remarcaron este defecto antes.
Llegás a tu casa, te sacás la ropa, abrís la ventana y dejás que el viento fresco te libere un poco del agobio del calor y la humedad. Necesitás tener sexo más que nunca antes en tu vida, pero sabés que no lo vas a obtener. Ni hoy ni mañana ni pasado. Evidentemente, hay un problema.
Te vas a dormir una vez más, en calzoncillos, sin cubrirte con nada. Mañana vas a despertar y, una vez que te percates de lo poco que dormiste, te vas a comer una taza grande de cereales y todo va a volver a empezar, fatal e indefectiblemente.
Llegás al Borne, hay un movimiento agradable de gente. Vas, venís, caminás, pasás por la fiesta. Está muerta. Decidís rendirte justo en el momento previo en el que te forzás a quedarte. Elegís no tomar nada, no entrar a un bar, no hacer la obvia. Desafiás a las reglas de la noche: no ir a lo obvio, no nublarse con alcohol, no dejarse llevar. Elegís elegir. Te sentás en un banco a esperar que algo pase. Sin prestar atención al reloj, empezás a estudiar el flujo de gente, sus costumbres, los grupos que se arman y desarman, las nacionalidades, los excesos, los gritos y las miradas. A tu lado van cambiando los acompañantes: amigos que comen pizza, amantes que hacen un parate en su rutina, otros voyeurs que se detienen a admirar el paisaje urbano. Tu faceta contemplativa llega a su fin cuando viene el regador de la calle, enfundado en su traje amarillo fosforescente, y moja a todos. Las chicas norteamericanas gritan y las suecas tocan la manguera. Los italianos cantan “llegaron los bomberos” y sacan fotos.
Volvés a la fiesta. Ya son las dos y se supone que tomó vuelo. Entrás, das una vuelta y nada parece lo suficientemente interesante. Justo antes de atravesar la puerta de salida notás que hay un sótano. Bajás sin pensarlo dos veces. Es un espacio lúgubre y virado al rojo, la iluminación es súper concreta y hay cajas de cerveza esparcidas por todas partes. Entre el humo espeso hay individuos tirados en sillones de cuero y de terciopelo. Fuman y hablan, miran y asienten. En el cuarto de al lado hay un DJ pinchando. Entrás y te sentás en uno de los sillones, a escuchar y a mirar. Las luces rojas y verdes te encandilan y te dejan la mente en blanco. El DJ es bueno, la música fluye por tus venas y pronto te ves hipnotizado. El groove es tan bueno que te erectás. Comenzás a agitar la cabeza al ritmo de los beats y notás que el efecto es narcótico. Sonreís ante la ironía de estar colocado sin haber consumido nada en toda la noche. Te despertás por segunda vez en la noche sin haber dormido, pero sin saber tampoco cuánto tiempo ha pasado desde el comienzo del transe. Entra un paki vendiendo rosas, bailando al ritmo de la música, su aparición resulta mágica e hilarante.
Estás un poco cansado. Te levantás y, atravesando cuartos llenos de hombres, salís a la calle. Tu anterior zona de estudio, la rambla del Borne, está casi vacía. Quedan los rezagados y los borrachos. Estás energético, cruzás del Borne hacia Via Laietana cantando, sonriente. Pensás en visitar la casa tomada que frecuentabas en los primeros tiempos en la ciudad, donde suelen haber fiestas brutales. Te lo cuestionás seriamente y elegís ir hacia la catedral. Avanzás por calles medievales y oscuras, un viaje místico por el tiempo y la mente. Te dejás llevar por los pasadizos ondulantes pero pronto descubrís que sabés exactamente dónde estás y hacia dónde vas. La ciudad ya no tiene secretos a tus ojos. Desde Avinyó hasta la plaza George Orwell o Plaza del Trippy, centro neurálgico de rastafaris, drogodependientes, travestis y policías.
Llegás a territorios ya conocidos y hacés el clásico tour por las puertas de lugares que supiste frecuentar: la Macarena, el Moog, el Fellini, la Concha, el Cangrejo, el Pastis e incluso considerás pasar por la Bata de Boitiné, pero de poco vale si tenés decidido no tomar alcohol. No entrás a nigún lugar, solo mirás y mirás, ves a la gente pasar. Comprás una lata de Coca-Cola en un puesto de diarios y los pakis dejan de ofrecerte “cerveza, beer” porque creen que tu coca es una birra. Una prostituta africana te llama “dear” pero le decís “no, yo soy de aquí” y responde “pues sigue tu camino, entonces”. Un guiri alto y barbudo te pide una moneda en un castellano timorato y, vaya ironía, el sudaca le da al gringo (5 céntimos) para que compre alcohol. Sonríe y le palmeás el hombro, condescendientemente. Pasás por la puerta de un cabaret de mala muerte y pensás en entrar, pero ni siquiera preguntás el precio.
Ves la cercanía a Plaza Catalunya y sabés que ahí se acaba la noche. Te planteás acercarte a hablar con alguna chica de un país exótico pero todavía estás resentido con el género femenino y no disimulás la irreparable distancia que te separa de la gente. Aparece una rubia vestida de capitán de barco y una quince amigas vestidas de marineritas, todas a rayas. Típica despedida de soltera decadente y falsamente osada. Unos borrachos se trepan a la fuente de Canaletas y cantan a los gritos “Vizca el Barça” o “Lo, lo, lo, lo, lo, lo, Fútbol Club Barcelona”, obligando a unos inmigrantes africanos a que repitan con ellos.
Camino a casa, ves a una chica rubia con rastas repartir de un frasquito pastillas a todo un grupo que la rodea y tentás a agarra, pero te das cuenta que no es gratis. Es una dealer trabajando a plena luz. Su amigo, otro dealer, te ve mirando con curiosidad y se acerca amigablemente. Apenas si se mantiene en pie y los poros de su cara están cubiertos, su piel no respira de tanto sintético que lleva adosada. Te pregunta si consumes “farlopa” y respondes que puede ser, aún si es mentira, sólo para ver qué responde. Te ofrece cocaína y MDMA, mientras caminan por Rambla de Catalunya, iluminados por los faroles azulados de la calle. Le decís que no te interesa, que tal vez otro día. El dealer insiste, quiere hacer negocio, te dice que desea firmemente ser tu dealer de confianza y que no dudes de él. Le sonreís y explicás que la noche ya terminó y que pierde su tiempo, que tal vez mañana. “Compra hoy y lo consumes mañana”, retruca y agrega “hoy me voy a Tarragona y vuelvo por aquí recién el Martes”. Le decís que lo ves el Martes, entonces, mintiendo con inocencia. El alega, inexplicablemente y sin que nadie le pregunte, que se va a estudiar a Bélgica y que te hace precio. Un mili por treinta, dice, o algo así, te cuesta entenderle cuando habla. Cruzan una obra en construcción y se golpea contra una viga, grita de dolor. Le decís finalmente que no vas a comprar y se pierde en el camino. Te preguntás si no fuiste demasiado cauto, si no hubiese sido buen negocio comprar un poco de MDMA, te cuestionás si la vida es más o menos intensa de lo que debería ser. Sos consciente de que siempre decís que no a todo antes de aceptarlo, pero también sabés que ya te remarcaron este defecto antes.
Llegás a tu casa, te sacás la ropa, abrís la ventana y dejás que el viento fresco te libere un poco del agobio del calor y la humedad. Necesitás tener sexo más que nunca antes en tu vida, pero sabés que no lo vas a obtener. Ni hoy ni mañana ni pasado. Evidentemente, hay un problema.
Te vas a dormir una vez más, en calzoncillos, sin cubrirte con nada. Mañana vas a despertar y, una vez que te percates de lo poco que dormiste, te vas a comer una taza grande de cereales y todo va a volver a empezar, fatal e indefectiblemente.
7 Comments:
Me siento tan cerca de ti cuando leo tus palabras teñidas de tanta corrupción...
enfant terrible! sigue así tentando a la muerte, tentando al deseo, y tentandote a ti mismo... me gusta saber que aún queda un club de corrompidos en esta barcelona tan esteta y de postureo.
beso
si, me gusta más club de corrompidos que de corruptos...
fus fus, el viernes que viene nos daremos una buena fiesta de san juan... (la noche más corta del año... y donde uno quema todos lo smales...) ya t explicaremos
mua mua de mamayola
¿Corrompido yo? ¡Ya me gustaría! Si en toda la noche no hice más que beber una lata de coca-cola... Lo que me mata es el deseo...
Por cierto, Mamayola, nos vemos hoy en Calamaro, eh...
guido con bermudas floreadas estudiando en biblioteca: la noche del 23 al 24 es probablemente la última fiesta con todos vosotros, secta pompeu people... unámonos todos para guarrear en la playa o en donde sea.
ésas noches tuyas tan raras...
Adri: error, no es la última noche.
Sin dudas vamos a rockear Sant Joan (¿está bien escrito?) en la playa, pero no te olvides que el 30, cuando terminen las clases, rompemos la noche en el Apolo... ya con María definimos y va a haber de todo y para todos...
Sigo estudiando, ahora en casa, pero no me privo de decir...
¡Salúd!
vale venga la penúltima...
t pondrás el vestidito de volandas?
yo sí!
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