Necrosodia
El pasado irremediablemente vuelve. Vuelve en la forma de un recuerdo o de una mujer, se apodera de uno como un tentáculo y uno no tiene más opción que dejarse arrastrar. Adónde vamos con todo esto, qué nos quiere decir el destino cuando nos pone delante un cuerpo, un cuerpo palpitante que espera de uno una caricia, un regalo sencillo, el contacto mínimo entre dos formas. No sabemos, no tenemos ni una sola respuesta. Nos quedamos callados y reímos, tal vez cínicamente, tal vez de impotencia. Entre los dos media un silencio de cavernas rocosas, de estalactitas.
Por el cielo tropical que navega en el fondo de mi conciencia navega un tucán, picocorto, que ni me mira, que no quiere decirme nada. Porque solamente flota, esa es su función, cubrir el espacio que separa mis pensamientos de mis acciones. No llego a apreciarlo, considero que los colores del cielo estallado que lo secundan son horribles, y, sin embargo, ¿Quién soy yo para juzgar? Son arranques de euforia, de expresión desencajada de una verdad oculta. No duran, nunca duran, se dejan comer por un pensamiento que viene a desdibujarlos, a quitarles ese reborde de sueños que tienen tan por naturaleza. Somos otros debajo de la piel, somos nosotros mismos hechos dioses. Pero esa es la ley del movimiento: no hay plato fuerte, solo hay entremeses.
Veo palmeras, veo imágenes que la memoria fragmenta. Son pedazos de algo. Son esfinges. Son misceláneas que creo poder conectar pero que también descifro a tientas, sin nunca tener una confirmación. Una intuición, apenas vaga, montada para otros, ofrecida como un sacrificio de uno mismo. Ni un ápice de individualidad en el diluvio universal. Todos perecen bajo la presión del agua, todos confiesan. Yo también lo he padecido, gritan, yo también callé cuando las flechas se alineaban. Una distancia de kilómetros áridos, un fulgor que nunca llega a hacerse carne. Un deseo que muere en eso, en ser deseo, en eludir las canciones de cantautores de gargantas secas.
Esta es la mañana y yo soy otra vez un visitante del alba, siempre robando tiempo valioso a otros para perpetrar mis nimiedades. Te pido una pizca de vos misma, un milímetro de tu mentira ordeñada. Robemos ese banco, cortemos todos los sobres hasta que no quepa en ellos ni una carta, ni una palabra del largo discurso que no conviene decir nunca, jamás. Estructuramos el sentido y lo dejamos ahí, muerto, abierto de par en par para que los galenos le abran las venas, le extraigan la sangre, lo entierren en la fosa comunal donde todo es tierra, hollín, crepúsculo.
Quiero decir aire y digo fuego, quiero decir apenas y digo demasiado. Nunca alcanza en este panteón que nos forjamos, somos rayos catódicos de una novela que nunca empezó, que nunca va a terminar, que nunca podrá decir lo que sentimos, lo que elegimos callar, lo que querríamos decirnos si realmente nos pasara. Es todo penumbra, es todo sol ardiente, somos títeres de un cabaret sin frenos.
Queremos gritar, pedir por los difuntos, masacrar esta pena ajena.
Ya se desintegró el hilo que mantenía a todo en pie.
Por el cielo tropical que navega en el fondo de mi conciencia navega un tucán, picocorto, que ni me mira, que no quiere decirme nada. Porque solamente flota, esa es su función, cubrir el espacio que separa mis pensamientos de mis acciones. No llego a apreciarlo, considero que los colores del cielo estallado que lo secundan son horribles, y, sin embargo, ¿Quién soy yo para juzgar? Son arranques de euforia, de expresión desencajada de una verdad oculta. No duran, nunca duran, se dejan comer por un pensamiento que viene a desdibujarlos, a quitarles ese reborde de sueños que tienen tan por naturaleza. Somos otros debajo de la piel, somos nosotros mismos hechos dioses. Pero esa es la ley del movimiento: no hay plato fuerte, solo hay entremeses.
Veo palmeras, veo imágenes que la memoria fragmenta. Son pedazos de algo. Son esfinges. Son misceláneas que creo poder conectar pero que también descifro a tientas, sin nunca tener una confirmación. Una intuición, apenas vaga, montada para otros, ofrecida como un sacrificio de uno mismo. Ni un ápice de individualidad en el diluvio universal. Todos perecen bajo la presión del agua, todos confiesan. Yo también lo he padecido, gritan, yo también callé cuando las flechas se alineaban. Una distancia de kilómetros áridos, un fulgor que nunca llega a hacerse carne. Un deseo que muere en eso, en ser deseo, en eludir las canciones de cantautores de gargantas secas.
Esta es la mañana y yo soy otra vez un visitante del alba, siempre robando tiempo valioso a otros para perpetrar mis nimiedades. Te pido una pizca de vos misma, un milímetro de tu mentira ordeñada. Robemos ese banco, cortemos todos los sobres hasta que no quepa en ellos ni una carta, ni una palabra del largo discurso que no conviene decir nunca, jamás. Estructuramos el sentido y lo dejamos ahí, muerto, abierto de par en par para que los galenos le abran las venas, le extraigan la sangre, lo entierren en la fosa comunal donde todo es tierra, hollín, crepúsculo.
Quiero decir aire y digo fuego, quiero decir apenas y digo demasiado. Nunca alcanza en este panteón que nos forjamos, somos rayos catódicos de una novela que nunca empezó, que nunca va a terminar, que nunca podrá decir lo que sentimos, lo que elegimos callar, lo que querríamos decirnos si realmente nos pasara. Es todo penumbra, es todo sol ardiente, somos títeres de un cabaret sin frenos.
Queremos gritar, pedir por los difuntos, masacrar esta pena ajena.
Ya se desintegró el hilo que mantenía a todo en pie.
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