Saturday, August 22, 2009

Castillo en la campiña inglesa, años sesenta

Es tarde y tengo ganas de enmendar las cosas. Quiero poder enfocar y verlo claro, sin esperar la aprobación. Quiero desarticular el aparato, los nexos que dan sentido, quiero romperlo todo a pedazos y que me ayuden a enmendarlo, nuevo, sano, en una sola pieza. Si tan solo pudiera distinguir. Y lo vas callando por dentro, y tenés el gesto adusto, siempre postergando, siempre postergando, una careta descascarada, una mascarada. Será para otro, que otro se lo lleve. ¿Y si algo está muerto?
Deshojar la margarita hasta llegar al tallo, y ahí parar.
Es este frío en las extremidades que me nubla la vista. Está opaco, hay que hacer un esfuerzo enorme por ver qué hay del otro lado. Apenas una sombra, los restos de un idilio primerizo, de golpe y machete. Un deseo contenido, tragado a puñetazos, de dejarse ser y contaminar, de dejarse invadir y no quejarse. Un funeral de excusas muy leves, condescendientes, forzadas hasta hacer ceder la tanza. Pedacitos de uno mismo, esparcidos, más pegados, una miseria de ofrenda. Quedarse corto, tensar el antebrazo, no lanzar con plenitud. Línea de cal.
Hubiese elegido otra cosa, cualquiera antes que esto. Un mar de petróleo, denso, que te chupa en cada sonrisa. Levantar una ceja, luego torcer a noventa grados la pestaña derecha y lanzarse de cabeza a la boca del lobo. A ver si ahí hay fondo, si se puede hacer pie. Limbo, colores en espiral y tubos de caramelo. Masa virgen que un día está seca.
Un teléfono suena y se corta, suena y se corta, no hay ni un comienzo florido.
La lluvia no tiene sonido. Los tambores vienen de muy lejos, son de fiesta ajena.
Una distancia sideral, el grito viene de adentro, oprimido: ¡Silencien a esa voz!

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