Saturday, December 31, 2005

No direction home

Uno mira a Robert Zinnemann a simple vista y no nota nada particular. Sus ojos saltones, tal vez; su pelo enrulado. Uno no imagina, así, a simple vista, que de esa cabeza emegieron los himnos de una generación o que de esos labios brotó la poesía que marcó al siglo XX. Robert Zinnemann, más conocido como Bod Dylan, es un misterio inexplicable y maravilloso, al igual que David Jones, luego conocido como David Bowie.
Hombre magnéticos, geniales, desaforados. Su aparición es necesaria y radical. Nunca antes hubo gente como ellos y basta con verlos para saberlo. Si existiese un Dios, él es el responsable de marcarlos con una maldición que no pueden controlar y que es la fuente de su sabiduría, de su equilibrio, de su simpleza. En la economía de palabras de Dylan y en la crudeza de Bowie parece haber verdad. Como dice Ginsberg, en otras palabras, ellos producen una composición subjetiva que inmediatamente se hace objetiva para el resto de la gente.
Uno no puede ser Bowie y Dylan y saber vivir con eso. Sólo ellos pueden. Sólo ellos toleran la inmensa responsabilidad que recae sobre ellos y viven para contarlo. Incluso prolongan su dominio a través del cambio constante, de la mutación, del experimento. Del rock al blues al folk. No hay géneros para ellos, las fronteras son para los de afuera. Los límites los ponen otros, los oscurecidos, los que salen a comprar los discos, o a hacer las críticas, o morirse de envidia a escondidas.
Todos nos morimos de envidia. Soñamos con ser ellos. Pero...¿Podríamos ser ellos? Jamás. Hay que estar contento que existen.
No está mal alabarlos y amarlos y venerarlos. Son dioses, a su manera. Por eso las mujeres no dudarían en ofrecer sus cuerpos, las multitudes cantan alocadamente cada estrofa que pronuncian, las entradas y los discos desaparecen. La gente quiere escuchar qué tienen para decir, ellos siempre tienen un mensaje que vale la pena oír. Nosotros apenas vislumbramos lo que ellos ya ven sobre mañana.
Su maldición es nuestra bendición. Fueron elegidos como oradores, como intermediarios, como voceros de un deseo que estaba en el aire, que flotaba, que rogaba ser expresado con corrección y belleza.
Ellos cuando nosotros sólo sabemos callar.
Tenían que ser jóvenes al momento de producir sus piezas cumbres. La juventud es el estado de explosión, de enojo, de energía violenta y desatada. La juventud es el momento para amar, para probar, para gritar sin callarse nada.
Jóvenes, energéticos, potentes, inmensos, divinos.
¿Hermosos? No por sí solos, no por los cánones. Sí por su propia magnificiencia, por su brillo, por su desfachatez.
Hermosos por su majestuosidad, por su elegancia, por su ingenio.
Tenían que rodear los 20 para ya ser épicos.
Nuestros padres lo sabían, nosotros lo sabemos. Nosotros que vivimos un tiempo de vacas flacas donde las bandas vienen y se van con la marea, mintiéndonos como si fueran marsicos frescos que se pudren al día siguiente.
Ninguno hará historia, ni The Strokes, ni Franz Ferdinand ni Scissor Sisters. No hay lugar para tan poca cosa junto a tanto gigante.
Serán admitidos Eric Clapton, Mick Jagger, Elvis Costello, Tom Waits, Neil Young.
Pero no nos engañemos.
No basta con la esperanza o con el entusiasmo juvenil para encontrar a un nuevo Dylan.
Estaba donde tenía que estar, para decir lo que todos necesitaban oír, para invertir el orden de todo lo que no debía ser, de todo lo que estaba estancándose, para decir que había otra manera y era simple, y hermosa y verdadera.
Como Cristo.
Hay que estar orgulloso de ser su contemporáneo.
Es cuestión de abrir los ojos nomás.

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