Saturday, September 16, 2006

La indiferencia del mar

Es jueves, dice el calendario, pero eso al mar le da igual. Y a él también, porque lo recrea y es un sábado más, se siente como sábado. Esa extraña sensación de que el día fluye, de que las horas están amalgamadas en un fluído viscoso y único no puede ser de lunes, mucho menos de miércoles. Es de sábado, aún si el viernes aún no ha llegado.
El atuendo debe ser veraniego, según la omnipresente mirada del calendario, y hay que honrar al termómetro. Nadie discute la elección de un traje de baño en tonos de naranja y marrón, estilo militar, camiseta naranja haciendo juego, con una estrella roja, anaranjada por los reiterados lavados de una prenda que ya ha cumplido sus cinco años de uso. Calzado abierto, nada de medias, anteojos oscuros hasta que caiga el sol (e incluso un rato más tarde) y luego mirar el atardecer, sin ninguna capa de vidrio que lo separe del astro ardiente.
No está solo. Las horas no corren cuando uno está solo, se derriten lentamente. Pero hoy (ése jueves), se apresuran, se amontonan unas sobre otras, dejan obsoleto al reloj. Cada palabra equivale a una medida tiempo, pero las palabras son tantas y tan bonitas que nadie piensa en segundos, ni en minutos, ni en horas. Y se hace de noche. Habría que pasar por el hogar a acicalarse, a saltar a la modalidad de atuendo nocturno. Pero el tiempo se fugó y no es hora de reproches.
Suena el teléfono y es atendido, tanto por la inercia impune de ser cortés como por la curiosidad latente en descubrir qué surgirá desde el otro lado, o por el encanto inevitable de ser solicitado por otro ser humano. El siente la tentación y no duda dos veces en deslizar su mano por la diminuta falda amarilla, que poco oculta en ese paisaje arenoso. Hay una breve resistencia, pero es muy difícil mantener una conversación civilizada y ocuparse de evitar provocaciones erógenas en la entrepierna. Todo acaba en risas, como el resto de la velada.
El espacio es abandonado cuando una leve brisa marina comienza a invadir al calor y cuando la hora de cenar empieza a ceder paso a la hora de los cócteles para los más atrevidos o la hora de dormir para los resignados. La arena en el pelo, el atuendo informal y despojado, los ojos cansados; poco importa, son sólo el ego y la coquetería quienes salen dañados.
Más tarde, junto a la plaza, ya es jueves otra vez y el calendario está contento. Las calles se abarrotan de manadas de gafas y vestidos, luces y sonidos, camisas y peinados de temporada; movimiento de jueves, recuerdo de jueves. Pero a él le da igual, una vez más, pues sólo los calculadores y los nostálgicos llevan cuenta del tiempo.
Ennumerar es fácil, es la forma más inmediata del recuerdo. Es ordenar y clasificar, una incursión de la prosa en el terreno más emocional de la poesía. Hoy es sábado, piensa él, y sólo puedo ennumerar como un idiota. La playa, la arena, el mar, la falda amarilla, el traje de baño naranja, la camiseta naranja con la estrella roja, el teléfono, la mano en la falda, la noche, la plaza, los margaritas, el travesti, el bar. No hay poesía en esa sucesión, sólo miedo al olvido. Y flashes de sensaciones y sonrisas que se filtran entre las rendijas del recuerdo, momentos para los que no hay palabras, para los que los demás están excluídos. Detrás de la enumeración hay una profunda negación a lo solitario que es el acto de hacer memoria.
La tarde, el jueves, el sábado. Varias vueltas al calendario pero el mismo sabor. De él depende que todo sea hermoso, producir algo hermoso, expresar algo hermoso, conservar en secreto algo hermoso, sentir algo hermoso, olvidar algo hermoso, regalar algo hermoso. Que la palabra "hermoso" invada todas las cosas del mundo.
Pero eso al mar le da lo mismo.

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