Todos los miedos que no sé nombrar
Estábamos en algún lugar del Sur y éramos muchos. Bariloche, quizás, por el ánimo general. Estábamos todos, hasta los más amargos, hasta los mayores de cincuenta. Me costaba entender la situación, había algo hippie y de otra época. Bajábamos del micro y empezábamos a sacar todas nuestras cosas de forma caótica. Estaban todos eufóricos menos yo. Había una especie de hotel de madera y había carpas. Todos estaban haciendo algo al mismo tiempo, yo miraba sin decirme a hacer nada. Recuerdo a Fabio ocupado en desarmar su mochila en medio de un pastizal con algo de barro. Iván, con un tono de voz que imitaba al de un cabeza, decía algo así como ¿Y si nos ponemos felices y prendemos uno?
Luego estábamos en el hotel de madera. El caos no se había detenido. La gente iba y venía, todos parecían demasiado ocupados como para estar de vacaciones, pero de excelente humor. Yo llegaba a mi habitación. César, en musculosa y calzoncillos, armaba su cama sin decir una palabra; estaba solo, su mujer no había venido. Nadie había venido con pareja, de hecho. Lili, que nunca me habla, se acercaba a mí y me decía que tenía que preocuparme más por mi imagen en la tabla. Yo le decía que me chupa un huevo la tabla. Ella decía nooo, ¿Cómo te va a chupar un huevo la tabla? Seguíamos caminando.
Algo estaba mal. Yo no me sentía cómodo aquí. No me sentía cómodo de campamento, no me sentía cómodo con tanto revuelo y tanto preparativo, no me sentía cómodo con el aire de libertinaje organizado que cubría todo, no me sentía cómodo con estar en la Argentina.
Entonces miraba hacia el cielo y veía el tótem. Una escultura gigante, con una base de piedra en forma de escalones ascendentes, y una figura enorme en la cima, parecido a un muñeco de papel maché pintado de todos colores por la mano torpe de un niño. Yo empecé a subir, creo que al lado mío subía Maribé, pero yo no la miraba. Ella me decía algo, yo solo pensaba en subir, en subir, en subir lejos de todo. Al aproximarme a la cima, notaba que los escalones se acababan, pero seguía subiendo. Maribé se quedaba atrás. Entonces llegué a la cima, a la cara del tótem, un borrón deforme de muchos colores, con pedazos de madera arrancados de cajones de fruta. No tenía ningún interés. Me aferré a sus costados. Miré para abajo. Estaba demasiado alto, apenas aferrado a un muñeco endeble, sin forma de bajar. Entraba en pánico. Escuchaba la voz de Diego desde abajo, hablando por un altoparlante: Quedáte donde estás, no te muevas, ahora vamos a mandar a alguien que te baje.
¿Quién?, pensaba yo, ¿Un helicóptero?, al tiempo que pensaba ay, la Argentina, ay...
No me había lavado los dientes y por la manaña desperté con manchas de café y con frio en los pies.
Luego fui de compras a Lacoste con Facu y Ceci. Ellos me entregaban una bolsa antes de entrar, llena de productos de Lacoste. Esas chombas y esos pulóveres finos y demás accesorios. Yo no entendía la dinámica. ¿Entramos con productos a la tienda, luego elegimos allí dentro qué queremos y devolvemos lo otro? No teníamos plata. ¿Qué hacíamos entonces? Al vendedor, alto, rubio, de impecable traje negro, no parecía importarle, era de lo más servicial. Los tres mirábamos prendas, nos mostrábamos las más salientes, hacíamos cara de me gusta, creo que esto me lo puedo llevar. Pasaba el tiempo. A mí en realidad no me gustaba nada. El vendedor me decía creo que tenemos algo que le puede interesar. Ibamos a una pared negra con algunos ladrillos salidos. El tocaba un ladrillo, luego otro, se abría una puerta secreta. Yo pensaba mirá Lacoste, puertas secretas y todo.
Del otro lado creo que había un museo, una casa de madera blanca que daba a un lago. La casa no era nada especial, pero creo que había pertenecido a un pintor. Yo no prestaba atención a sus cuadros, creo que ni entraba a la casa porque pensaba en el amor y en el pasado. Había unas mujeres, creo que eran japonesas. El cielo se oscurecía sobre el lago, se ponía negro, el paisaje era imponente. Sacábamos fotos, las japonesas y yo, pero sus cámaras eran mejores. Mi cámara no captaba los matices del momento, pero yo sacaba la foto igual. La memoria va a suplir lo que la cámara no capte, pensaba yo. El guardia de seguridad, silencioso y gentil, tenía aspecto de haber trabajado de eso más de veinticinco años de su vida. Sabía hacer ese trabajo bien. Se acercaba y todos entendíamos que teníamos que irnos. Eran casi las seis de la tarde y pronto empezaría a llover.
Tardé varios segundos en recordar dónde estaba. La habitación era demasiado neutra y la luz aún era opaca.
Cuando le dije a Gonzalo que quería filmar en la catedral que quedaba dentro del cementerio, él me dijo que la conocía perfectamente. Me contó su historia. Su familia la conocía bien. Me dijo que había sido utilizada por los militares durante la dictadura para esconder cadáveres debajo. Sus palabras me hicieron viajar en el tiempo. Unos hombres uniformados enormes con bigotes espesos y granos sólidos en la cara, todos de la misma altura, todos prepotentes y con voz de fumar Parissienes. Gonzalo hablaba como si él hubiese vivido la época. Era todo muy vívido. De vuelta en el presente, yo intentaba entrar. Pero ya era tarde, eran después de las seis y era prácticamente de noche. El cura estaba en camiseta, iba a comer arroz al aire libre, era una noche de verano pero con una brisa leve. Ahora el piso era cuadriculado y no había rastros de los militares. Tampoco había olor a muerte. Pero algo estaba mal. No me sentí capaz de preguntar si me dejarían filmar ahí. Me limité a mirar a las mujeres de limpieza entrar y salir, entrar y salir. Después de todo, eso era un cementerio.
Después llegó la mañana.
Luego estábamos en el hotel de madera. El caos no se había detenido. La gente iba y venía, todos parecían demasiado ocupados como para estar de vacaciones, pero de excelente humor. Yo llegaba a mi habitación. César, en musculosa y calzoncillos, armaba su cama sin decir una palabra; estaba solo, su mujer no había venido. Nadie había venido con pareja, de hecho. Lili, que nunca me habla, se acercaba a mí y me decía que tenía que preocuparme más por mi imagen en la tabla. Yo le decía que me chupa un huevo la tabla. Ella decía nooo, ¿Cómo te va a chupar un huevo la tabla? Seguíamos caminando.
Algo estaba mal. Yo no me sentía cómodo aquí. No me sentía cómodo de campamento, no me sentía cómodo con tanto revuelo y tanto preparativo, no me sentía cómodo con el aire de libertinaje organizado que cubría todo, no me sentía cómodo con estar en la Argentina.
Entonces miraba hacia el cielo y veía el tótem. Una escultura gigante, con una base de piedra en forma de escalones ascendentes, y una figura enorme en la cima, parecido a un muñeco de papel maché pintado de todos colores por la mano torpe de un niño. Yo empecé a subir, creo que al lado mío subía Maribé, pero yo no la miraba. Ella me decía algo, yo solo pensaba en subir, en subir, en subir lejos de todo. Al aproximarme a la cima, notaba que los escalones se acababan, pero seguía subiendo. Maribé se quedaba atrás. Entonces llegué a la cima, a la cara del tótem, un borrón deforme de muchos colores, con pedazos de madera arrancados de cajones de fruta. No tenía ningún interés. Me aferré a sus costados. Miré para abajo. Estaba demasiado alto, apenas aferrado a un muñeco endeble, sin forma de bajar. Entraba en pánico. Escuchaba la voz de Diego desde abajo, hablando por un altoparlante: Quedáte donde estás, no te muevas, ahora vamos a mandar a alguien que te baje.
¿Quién?, pensaba yo, ¿Un helicóptero?, al tiempo que pensaba ay, la Argentina, ay...
No me había lavado los dientes y por la manaña desperté con manchas de café y con frio en los pies.
Luego fui de compras a Lacoste con Facu y Ceci. Ellos me entregaban una bolsa antes de entrar, llena de productos de Lacoste. Esas chombas y esos pulóveres finos y demás accesorios. Yo no entendía la dinámica. ¿Entramos con productos a la tienda, luego elegimos allí dentro qué queremos y devolvemos lo otro? No teníamos plata. ¿Qué hacíamos entonces? Al vendedor, alto, rubio, de impecable traje negro, no parecía importarle, era de lo más servicial. Los tres mirábamos prendas, nos mostrábamos las más salientes, hacíamos cara de me gusta, creo que esto me lo puedo llevar. Pasaba el tiempo. A mí en realidad no me gustaba nada. El vendedor me decía creo que tenemos algo que le puede interesar. Ibamos a una pared negra con algunos ladrillos salidos. El tocaba un ladrillo, luego otro, se abría una puerta secreta. Yo pensaba mirá Lacoste, puertas secretas y todo.
Del otro lado creo que había un museo, una casa de madera blanca que daba a un lago. La casa no era nada especial, pero creo que había pertenecido a un pintor. Yo no prestaba atención a sus cuadros, creo que ni entraba a la casa porque pensaba en el amor y en el pasado. Había unas mujeres, creo que eran japonesas. El cielo se oscurecía sobre el lago, se ponía negro, el paisaje era imponente. Sacábamos fotos, las japonesas y yo, pero sus cámaras eran mejores. Mi cámara no captaba los matices del momento, pero yo sacaba la foto igual. La memoria va a suplir lo que la cámara no capte, pensaba yo. El guardia de seguridad, silencioso y gentil, tenía aspecto de haber trabajado de eso más de veinticinco años de su vida. Sabía hacer ese trabajo bien. Se acercaba y todos entendíamos que teníamos que irnos. Eran casi las seis de la tarde y pronto empezaría a llover.
Tardé varios segundos en recordar dónde estaba. La habitación era demasiado neutra y la luz aún era opaca.
Cuando le dije a Gonzalo que quería filmar en la catedral que quedaba dentro del cementerio, él me dijo que la conocía perfectamente. Me contó su historia. Su familia la conocía bien. Me dijo que había sido utilizada por los militares durante la dictadura para esconder cadáveres debajo. Sus palabras me hicieron viajar en el tiempo. Unos hombres uniformados enormes con bigotes espesos y granos sólidos en la cara, todos de la misma altura, todos prepotentes y con voz de fumar Parissienes. Gonzalo hablaba como si él hubiese vivido la época. Era todo muy vívido. De vuelta en el presente, yo intentaba entrar. Pero ya era tarde, eran después de las seis y era prácticamente de noche. El cura estaba en camiseta, iba a comer arroz al aire libre, era una noche de verano pero con una brisa leve. Ahora el piso era cuadriculado y no había rastros de los militares. Tampoco había olor a muerte. Pero algo estaba mal. No me sentí capaz de preguntar si me dejarían filmar ahí. Me limité a mirar a las mujeres de limpieza entrar y salir, entrar y salir. Después de todo, eso era un cementerio.
Después llegó la mañana.
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