Monday, January 26, 2009

El camino elegido

Iban a ser las dos de la mañana. Para ser un sábado era bastante tarde. Llegamos a mi casa y yo fui a cambiarme la camisa: la beige era demasiado discreta para un sábado a la noche. Si yo no estoy en mi plenitud, pensé, que al menos mi camisa lo esté.
Le pregunté a Mati si quería armar un porro. Le pasé la bolsita ziploc con la piedra, las sedas y algunos filtros.
- Mirá que los filtros retienen al porro, queda todo ahí.
Le expliqué que los filtros eran un recuerdo de cuando fumaba tabaco armado. No tenía intención de filtrar nada.
Mati armó el porro sobre la mesa de vidrio opaco. Yo arrastraba mis pupilas por el espacio del cuarto.
- Tomá, dále unos besitos.
- No sé si quiero.
- Unos besitos nada más. Yo tampoco quiero estar quebrado.
Atravesamos el pasillo a tientas, uno detrás del otro. Sus ojotas hacían un chasqueo agudo sobre el suelo de baldosas. Mis alpargatas apenas sonaban, producían un bajo continuo neutro, de filamentos de paja entrecruzados. Subimos al auto y doblé por Teodoro García.
- ¿Adónde vas?
- Agarro Alvarez Thomas. Después se convierte en Niceto Vega.
- Ah, claro. Y de ahí...
- Sigo derecho y doblo en Juan B. Justo. De ahí a Libertador y...
- No hace falta ir hasta Libertador, man.
- Bueno, doble en Santa Fe.
Fuimos bastante rápido. Al llegar a la barrera de Niceto bajé la velocidad y tomé la curva de Juan B. Justo en ángulo cerrado. Me encanta esa curva, tiene encanto y peligro, tiene algo de la Buenos Aires que ya no existe.
Veníamos por Juan B. Justo, faltaban una o dos cuadras de Santa Fe; creo que estábamos a la altura de Paraguay. Giré la cabeza para mirar por el espejo retrovisor a mi izquierda y lo ví: algo, un volumen rígido sobre el pavimento. Una bolsa, pensé, o un cadaver. Uno siempre piensa que es el cuerpo inerte de algo vivo y acaba siendo una bolsa, o algo que se cayó de un camión, el residuo de un cargamento o un objeto arrastrado por el viento hasta la avenida.
Quise correr la vista pero no lo hice. Esperé en suspenso mientras la distancia se acortaba. Creí ver un charco de sangre cuando un auto avanzó a mayor velocidad por el carril de al lado y lo impactó de forma inclemente.
No fue la imagen lo que me quedó grabado, sino el sonido: un golpe seco, firme, un eco burlón e inhumano, el neumático autoritario sobre los órganos esparcidos del perro, sus tripas desmembradas sobre las líneas amarillas del carril central.
Apenas llegué a verlo, no divisé el color del pelaje ni los rasgos del animal, la forma de su trompa o la sagacidad de su mirada, su modo de andar o de llevar su indigencia. Estaba muerto, y aún así no era la muerte lo que me dejó mudo, sino la falta de dignidad. El morir nos llega a todos, pero al menos tenemos el resguardo de la sepultura. Al menos los que nos quieren pueden visitar nuestro cuerpo estático con la memoria tranquila, desde la calma distancia de una lápida.
Morir en la calle, a la vista de todos, que pasen y corran la mirada, para no tener que ver, la tortura del desmembramiento, un cuerpo despojado de toda grandeza y de toda esencia.
Mati también lo había visto. Teníamos el estómago revuelto. Pero nos fuimos de fiesta. Sabiendo que la muerte está a la vuelta de la esquina, ¿Qué podíamos hacer sino ir de fiesta?

1 Comments:

Anonymous Anonymous said...

volve!!

9:35 AM  

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