Monday, February 06, 2006

Mi pequeña muerte y lo que queda del dia

No es verdad lo que dicen. No hay nada místico, ni religioso, ni reflexivo al respecto. No pasa toda tu vida delante de los ojos, no decides empezar a rezar, ni siquiera te entregas a la resignación universal. Aprendimos a vivir de las ficciones, pero no hay nada fantástico en relación a la cercanía con la muerte.
El milagro. El bendito milagro, el que despierta la fe interior que todos – supuestamente – llevamos dentro. La glorificación de lo improbable, el despertar luego de vislumbrar el final del camino, el repentino deseo de vivir. Nos dicen que las tragedias despiertan todo eso. Patrañas. No hay nada de eso. Lo digo yo, que he estado allí. Se pueden ponderar las posibilidades – podríamos haber impactado contra algo, podríamos haber caído en ese río congelado, no hubiese sido extraño que colisinonáramos contra otro bólido, el techo del auto podría haberse hundido sorbe nuestras cabezas –, pero después sólo hay vacío. Un vacío gigante para el que no hay palabras. Se toma distancia del caos de metal retorcido y vidrios esparcidos y se sale adelante, como se puede. Todos improvisamos cuando nos enfrentamos a lo impensado.
¿Qué papel me toca jugar en este juego, quién soy yo en este relato? No soy el protagonista. Presenciar los hechos no me da derecho a llamarlos propios. Me siento más cómodo con el mote de acompañante. El Acompañante.
M, con sus manos ensangrentadas y sus gritos bíblicos de culpa, es quien merece protagonizar mi historia. Yo fui los ojos que ven, incapaces de asumir el dolor que la experiencia exige. No se protagoniza un violento accidente sin sentir emociones fuertes. Eso mismo me condena a un lugar secundario.
Lo primero que choca es el silencio. La gente habla, hace preguntas, hay movimiento. Pero reina el silencio, como si la realidad se distanciara de una imagen tan absurda. Pues no hay palabra más precisa que absurdo para describir a un monstruo retorcido contra el hielo, sus ojos de vidrio destrozados y repartidos por el pavimento, sus brazos de acero hundidos e inmóviles, su espalda de lata deformada y entumecida. Como en un funeral lúgubre y modesto para tamaña bestia, el silencio es absoluto. Nada que se pueda decir logrará borrarlo.
Luego viene la humanidad. Esa fuerza heterogénea que se manifiesta de manera diferente en cada uno de nosotros. Para M fue el dolor, la culpa, la multiplicidad de emociones, el llanto y la risa. Para mí, fue la quietud, fue el control, fue el orden. El deseo de ordenar, de restituir el estado de las cosas, sin por eso negar lo acontecido. El deseo genuino y personal de encontrar los objetos personales (esos que configuran quién soy yo para los demás) y de colocarlos en su sitio, de confirmar la continuidad de mi existencia.
M era la imagen de la fragilidad, yo era la imagen de la unidad. El era la luz, yo era la sombra; él era la exhuberancia, yo era la monotonía.
Como acto de los Destinos, los roles se reparten y uno siente la necesidad de cumplir con ellos. Mientras la ambulancia desaparecía en la distancia con M dentro, me vi rodeado de una corte extravagante de bomberos españoles, bomberos franceses, policías franceses, gendarmes, médicos, conductores de grúas, un surreal ejército de muñecos articulables, representantes de las más variadas autoridades y jurisprudencias. Mi rol resultó burocrático y no había sentido negarlo; el seguro del automóvil, el transporte a Puigcerdà, el traslado al hospital, la llamada a los padres de M, el diálogo constante y trivial con la turba francesa, hombres recios y pueblerinos, bigotes y pelo vigoroso, músculos y panzas prominentes, camiseta de mangas cortas en pleno invierno nevado.
Las palabras brotaban de mis labios mientras estos hombres desempeñaban su rol con la frivolidad de una modelo publicitaria. ¿Qué tipo de juego era este? La van comenzó a avanzar, dos gendarmes junto a mí en el viaje hasta Puigcerdà, donde M había sido trasladado al hospital, vidrios atravesando sus manos, sangre volcada sobre su ropa, la conciencia sucia y perturbada.
Silencio, siempre silencio. No tenía nada que decirle a nadie sobre nada. Las cosas, simplemente, eran.
- Dejaremos el auto en Osseja, que es un excelente lugar para hacer surf. ¿Tú hacés surf o ski? ¿Ski? Tienen excelentes pistas allí – fue lo que me explicó, inexplicablemente dadas las circunstancias, el gendarme a mi derecha, mientras sus dedos deambulaban sobre el teclado de un teléfono portátil que emitía sonidos chillones a cada nuevo contacto que recibía.
Cruzamos la frontera hacia España, dejamos atrás Madame Bourg para entrar en Puigcerdà, otro pueblito más perdido en el mar de pueblitos, rescatado del olvido solamente por su azarosa cercanía al borde francés y por sus apetitosas pistas en la temporada de ski. Los gendarmes, servicialmente, me depositaron en el hospital de guardia del pueblo y desaparecieron, sin pedir nada a cambio y sin siquiera sonreir.
Allí estaba M, sus dedos vendados, sentado en una silla de ruedas, un poco más calmo.
- Soy el amigo del joven que ingresó por un accidente en Francia – dije a la enfermera en recepción.
- Sí, pasa por favor, está un un poco histérico – escuché de boca de una catalana rubia, de cabello enrulado, demasiado atareada y ojerosa como para ser atractiva a los ojos, pero gentil, tanto como para dejarme pasar a la guardia por delante de la multitud apabullante de piernas fracturadas, brazos doblados, cortes profundos y problemas estomacales, el resabio oscuro y tenso de la temporada de ski invernal.
M era la encarnación de la catarsis. De pie, sentado, móvil en mano, en carne viva. Dialogamos, intercambiamos visiones, nos hicimos entrar en razón mutuamente. Nos dejamos revisar y auscultar, entregamos nuestros cuerpos a la medicina.
Alrededor de las 23 horas salimos del hospital. Eramos la imagen misma del desamparo, dos sombras avanzando en medio de una noche oscura y poco festiva. Puicerdà no es el mejor lugar del mundo para estar herido, confundido y repleto de bultos en pleno invierno. Yo no podía moverme, mi pierna me estaba matando. Esa maldita rodilla que sufrió su punto de agresión en las pistas de ski, luego de impactar contra la nieve sólida desde una altura de 3 metros. Arrastrando mi pierna, frunciendo el ceño, cargando con el peso de nuestras cosas y de la situación, seguí adelante, al igual que M. Estábamos juntos en esto y ni la falta de disponibilidad en los hoteles ni la ausencia de restaurantes abiertos podían cambiar eso.
Estábamos sucios, hambrientos y cubiertos de sangre. Sin lugar adónde caernos muertos, sin la gentileza de los extraños, solos en un pueblo emocionalmente mediocre y turísticamente gélido. Sentados, en un banco de plaza, esperando a que el tiempo pase, como vagabundos que no han elegido su destino - ¿Qué vagabundo elige ese destino, a fin de cuentas, más allá del que tiene cosas que olvidar? -. No había absolutamente nada que pudiésemos hacer.
En esos momentos recordé a Kerouac, a su budismo festivo y alegre de Los vagabundos del Dharma. Recordé al I Ching, al aislamiento autoimpuesto de Thoreau en Walden y a la descripción de la guerra en Hemingway; recordé a todas esas obras que me hicieron pensar que el desamparo no era algo tan malo. Pensé en lo productivo que puede ser aprender a lidiar con el dolor, saborée el dolor de tener frío, de sentir angustia, de tener hambre y de enfrentarme a la indiferencia ajena. La vida no te la dan, me dije, hay que salir a buscarla. Y si no se deja atrapar, que así sea. Porque luego de mirar a la muerte a la cara, no hay gran molestia en poner el pecho al frío, al malestar o incluso a la estupidez, tal vez el mayor mal de la historia de la humanidad.
Deambulamos por la ciudad semi desierta y así nos hicimos hombres. A la fuerza, así se vuelven los músculos de roca y la mente de plata. Caminamos las calles en silencio – otra vez el silencio, una virtud para todo aquél que sepa ejercerlo – y no dejamos de confiar en la bondad de los extraños, aún si esta se hacía esquiva. La encontramos en uno de los restaurantes más tradicionales del pueblo.
El bar y restaurant Kennedy queda justo frente a la plaza central de Puigcerdà y parece ser el lugar de reunión de jóvenes y ancianos por igual. Lo pueblan bebedores cincuentones que se reúnen a discutir el último desempeño del Barça tanto como jovencitos en motocicletas ansiosos por buscar la noche; lo frecuentan prostitutas brasileñas tanto como misteriosos transeúntes orientales que hablan el castellano con corrección. No extraña ver algún que otro marroquí de extensa barba, ni cuarentonas caderotas que se alimentan de piropos pasajeros y de copas de vino. El Kennedy mezcla lo tradicional y lo extravagante, reunido todo ello en la presencia de su dueño, cuyo nombre nunca sabré pero cuyo rostro permanece imborrable.
Ese hombre nos tendió una mano cuando ya nadie quería escucharnos. Lo llamaría bondad cristiana, si no fuera que yo soy un escéptico y que él parecía alérgico a las cruces. Le contamos lo que aconteció, caóticamente y mezclando las palabras, reencarnando el evento. No hizo falta, rogarle, el hombre parecía sensato.
- ¿Qué quereis? ¿Dos platos spaghetti? Venga hombre, sentaos. La cocina está cerrada, pero eso se puede hacer.
Comimos. Como animales, desesperadamente, como si fuera el fin del mundo. Llenamos nuestras tripas, en silencio, para no perder la coherencia. Y bebimos, y tomamos café, y nos cambiamos la ropa, allí, en medio del bar, frente a todos. Montamos un espectáculo imprevisto pero sincero, que ni las putas ni sus proxenetas, ni las solteronas ni los borrachos se dignaron a cuestionar. Estábamos en casa, aún si estábamos muy lejos de casa.
Un par de llamados bastaron para conseguir transporte gratuito hasta Barcelona. Toda la satisfacción del mundo se consumía en ese deseo, el de volver, el de recluirse en una cama caliente pero propia, bajo el abrigo del lugar conocido, del acoso de lo ajeno e impersonal. El deseo verdadero y maravilloso de dormir, de no pensar más, de ser otra cosa, al menos en sueños.
Enterrado en la más profunda somnolencia, hundido en un manto de sueños y alucinaciones oníricas, soñé con fiestas de gala y noches de placer y encanto, con gente joven y hermosa, dionisíacos seres despreocupados y aventureros, alejados antagónicamente del vidrio roto y del sucio metal, de las autoridades y de las obligaciones, de la sangre y del dolor. Fiesta, color, alegría; un método fácil y efectivo de negar la muerte, tarea que debemos enfrentar todos los días y que cada vez nos resulta más costosa, más difícil, simple y llanamente inútil.

4 Comments:

Anonymous Anonymous said...

hola guidoka, espero que estes bien. te mando un abrazo vagabundo---- abrazooooooooo

7:47 PM  
Anonymous Anonymous said...

Hola G.
De acuerdo, no existen los milagros ni las devociones, ni los rezos desesperados al dios que nos nombraron tantas veces. Hay malestar, impotencia y el desamparo que decís....Solo queres ser cómplice de esa realidad cruel que se transformo en un instante; el silencio se hace vida.
Solo espero que estés bien ahora. Lo que ocurrio es parte del azar, ciertas cosas solo suceden y son inevitables. Cuidat nene

6:35 AM  
Anonymous Anonymous said...

nah, posta eso paso..¿?¿?¿?

6:06 PM  
Blogger Cadmo von Marble said...

Lo embellecí para que tenga un tratamiento estético, pero los hechos narrados son todos reales. Así pasó, en ese orden, en esos lugares y con esa gente (así me hablaron los gendarmes, en serio). Molt fort, como dicen los catalanes.

1:59 PM  

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