Thursday, March 09, 2006

El efecto Hornby

BARCELONA v CHELSEA
8.3.06

Pocas veces como ahora tuve una racha de lectura tan positiva y estimulante como ahora. Finalmente, después de 22 años y monedas, logré saber con exactitud qué quiero leer y no fallo en la predicción: libro que mi voluntad persigue, libro que disfruto apasionadamente y que, de alguna manera u otra, marca mi existencia. Hace muy poco tiempo, aunque parece una eternidad en mi memoria, encontré en los estantes de una librería de shopping un libro que hacía rato rondaba mi mente pero que me resultaba esquivo. No es que no lo hubiese visto antes, pero poseo la manía de leer los libros en idioma original, siempre que se puede, y esperaba con ansias que el inglés medio cockney, un tanto callejero, en que este libro podía estar escrito me recompensaría por la postergación. Estaba equivocado con el tipo de lenguaje usado, pero no con el maravilloso resultado.
Fever Pitch (Fiebre en las gradas, en la edición original) es un estudio espléndido sobre el fútbol y todo lo que genera, pero también habla de la familia, de las relaciones amorosas, de hacerse adulto. Esto parece una trivialidad, pero no lo es; no se trata de hacer un libro sobre fútbol y de paso meter temas "serios" para que el libro sea más valorado. Al leerlo me dí cuenta de la clave de todo. El fútbol no es un mero espectáculo o un simple entretenimiento, ni siquiera es una forma de pasar el rato los domingos de lluvia. El fútbol es una parte clave de entender a la sociedad y al mundo, y un pilar fundamental para construir la relación con el padre. Maldigo a quienes digan que están felices de no haber tenido la presión del padre en relación al fútbol; se lo pierden, porque me atrevo a decir que mi excelente relación con mi papá se estructura en gran parte en torno al Club Atlético River Plate y que ir a la cancha junto a él, desde la más tierna edad, me enseñó no solamente valores propios y un modo de pararme ante la vida, sino también lo que implica el dolor y cómo lidiar con él, lo que implica el éxito y lo efímero que puede ser o lo que implica gritar de júbilo, cosa que ninguna película o libro o mujer me dieron con igual intensidad.
Para ponerlo en palabras de Hornby: "Me enamoré del fútbol como luego me enamoraría de las mujeres: súbitamente, inexplicablemente, sin actitud crítica, sin pensar en el dolor o la disrupción que traería con él."
Por eso no dudé en la ocasión de meterme de lleno en el desenfreno que producía el encuentro entre el Barça y el Chelsea por octavos de final de la Champions League; sin tener ni el menor interés por involucrarme (ninguno de los dos equipos me genera ni un tercio de lo que me genera River), sentí que era una buena oportunidad para revivir la pasión futbolera. El odio de los hinchas del Barça hacia José Mourinho, técnico del Chelsea, los hooligans ingleses borrachos por la calle a las cuatro de la tarde, toda la ciudad convulsionada y encima el Barcelona que había conseguido una victoria clave de visitante en Stamford Bridge. Con entradas agotadas dos meses antes, el partido se vivía de todas maneras en las calles, en los bares, en todas partes. Me dejé llevar por un grupo de catalanes de la universidad hasta un bar (una peña tradicional y amigable, poblada de ancianos y jóvenes fierreros, que gritaban "Vamos, neng") y me dispuse a ver el triunfo del Barça.
Pero algo ocurrió. La lesión y pronta salida del campon de Messi no ayudó; el hecho de que Crespo no jugara de inicio tampoco. Sin argentinos en el terreno de juego, poco me importaba el resultado. Podrían haber estado jugando el campeón de Irán contra el de Marruecos, el resultado me era indiferente. Allí comprendí dos cosas: a) Uno no reemplaza al club de sus amores, simplemente se busca una tenue simpatía para distraerse; b) Se puede mirar al fútbol como goce estético, pero es difícil disfrutarlo como se lo hace cuando uno está involucrado emocionalmente.
El quiebre se dio. La entrada de Crespo ayudó, sin duda. Me vi alentando por el Chelsea, rodeado de fanáticos del Barcelona. A pesar de su técnico odioso, de sus hooligans primitivos y desagradables, me vi pidiendo la hazaña, rogando porque Crespo silenciara a ese estadio colmado. Me identifiqué, en pocas palabras, con el equipo que menos posibildades tenía de ganar y, cuando llegó el fatal gol de Ronaldinho, a solo cinco minutos del final, el que selló la eliminación del Chelsea, comprendí todo.
A esto me acostumbró River, a sufrir y a ilusionarme para caer en instancias decisivas, para tener que esperar al año siguiente. No podía identificarme con el equipo vistoso, con el ganador, con el equipo que da seguridad. Año a año, River me enseñó a soñar con los pies en la tierra, sabiendo que el final estaba a la vuelta de la esquina y antes de lo previsto. Pero no me quejo, porque si algo comparto con Hornby y su frustrado amor por el Arsenal, es que uno no abandona a su equipo porque juegue mal o porque pase desapercibido en el balance anual. El amor verdadero es duro y deja cicatrices y no termina con darle la espalda. ¿Cuántas veces prometí dejar de ir a la cancha, harto de frustraciones y allí estoy de vuelta, la temporada siguiente? ¿Cuánto daría ahora, a la distancia, por ver un empate amargo con el último de la tabla, mucho antes que ver el glamoroso Chelsea - Barça, donde el resultado me deja indiferente?
"Un empate cero a cero, contra un equipo nulo, en un partido intrascendente, frente a una multitud quedada, ocasionalmente enojada pero durante la mayor parte del juego desgastadamente tolerante, en medio del gélido frío invernal...", describe Hornby para hablar del típico partido del Arsenal, esa clase de tardes que River también suele dar. Eso es lo que yo extraño, ese guiso pobre, y no esta langosa mal cocinada.

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