Una bata nueva y una media rota
Me levanté cagado de miedo de que esto sea simplemente todo.
El sol mediterráneo invade mi habitación blanca, blanquísima, y balbuceo algo sobre planes de salir... ¿Adónde? ¿Al parque Güell? ¿A hacer qué? Hay que protegerse en la seguidilla de rutinas matinales, esas que nos mantienen alejados de las verdaderas cosas, las que hacen que la vida sea algo más que una composición amorfa de rutinas.
Hoy será un sábado como cualquier otro sábado. Hay que pasar el tiempo, que la rueda siga girando.
Tendría que comprarme una bata, vivir en bata. Rendirme. Pero me sigo comprando corbatas, que los vagabundos elogian por la calle, a lunares. "Chula, tu corbata" dice uno de pelos revueltos. "Usas corbata porque está de moda", dice una chica de León en un antro de gays y se deja besar por mis labios desamparados. Una de vestido celeste a lunares rojos y blancos incluso tiene el atrevimiento - aunque ella también está cagada de miedo - de frotarse contra mí, mientras se aferra a mi corbata. Lunares blancos sobre fondo negro. Nunca sabrán que sólo costó dos euros.
Entonces todo se desarrolla en interiores, una película de estudio. Leer en la biblioteca, perderse en la Historia de la literatura entre esos estantes oxidados y caustrofóbicos, donde ya nadie más va. Horas y horas de soledad entre los libros, esa supuesta felicidad carcelaria. Allí también soy un conservador, que nadie se atreva a decir lo contrario. Mis manos se pasean desde Laurence Sterne hasta Wilde, de Wilde a Swift, de Swift a Voltaire. Grito de angustia. Soy incapaz de llegar al siglo veinte, menos aún al veintiuno. Tengo pesadillas de noche en las que leo un libro de un contemporáneo... Nunca, nunca, nunca, leeré un libro que no haya sido testeado antes. Llego finalmente a Anthony Burguess, luego de merodear unos instantes en Robbe-Grillet, Woodehouse, Pérec y Vonnegut. Tomo un ejemplar y vuelvo a la sala de proyecciones.
DVD (deuvedé, dirán ellos), cortado (tallat, dirán ellos), camino a casa por el Eixample, escribir más (guió, personatge, etc.)
Un buen momento de relax, un tinto, jamón crudo, fuet y queso, La edad de la inocencia me hace llorar. De belleza; pero belleza técnica, no temática. Una lágrima suscitada por la precisión del plano, no por la desdicha de la condesa Olenska. "Inexplicable", dirán algunos. "Revelador", digo yo.
Pasear al Bobby después de ese momento de catarsis individual y de hablar con mis padres bajo esa influencia a kilómetros de distancia resulta refrescante. El Bobby no caga hoy, no ha comido suficiente. Las bolsas han sido innecesarias, no hará falta que levante la mierda húmeda y fresca del can, aún si debo confesar que anhelaba ese momento con un poco de morbo.
Perdido por perdido, desemboco en el bar de la vuelta, ese antro (sí, otro antro) fetichista del rock and roll, y me bebo una Volt Damm con la foto autografiada de un motoquero catalán, y con el joven rostro de Dylan y con los primeros singles de los Stones. El público presente ronda los cuarenta pero yo no desentono. Las mujeres no son atractivas, pero seguro que tienen cojones, seguro que les gusta el rocanrol. Termino mi cerveza con dificultad de mantenerme en pie y, tambaleando, me cruzo con una morocha con ganas de bamboleo, pero está escoltada por dos rubias que deben jugar al basquet, y yo estoy un tanto fóbico, con pocos ánimos de que me toque una mano ajena.
Termino la noche escribiendo un psuedo ensayo sobre el cine y el amor y la crítica y lo intrascendente.
Tarareo la música que suena en el metro y me voy a dormir.
El sol mediterráneo invade mi habitación blanca, blanquísima, y balbuceo algo sobre planes de salir... ¿Adónde? ¿Al parque Güell? ¿A hacer qué? Hay que protegerse en la seguidilla de rutinas matinales, esas que nos mantienen alejados de las verdaderas cosas, las que hacen que la vida sea algo más que una composición amorfa de rutinas.
Hoy será un sábado como cualquier otro sábado. Hay que pasar el tiempo, que la rueda siga girando.
Tendría que comprarme una bata, vivir en bata. Rendirme. Pero me sigo comprando corbatas, que los vagabundos elogian por la calle, a lunares. "Chula, tu corbata" dice uno de pelos revueltos. "Usas corbata porque está de moda", dice una chica de León en un antro de gays y se deja besar por mis labios desamparados. Una de vestido celeste a lunares rojos y blancos incluso tiene el atrevimiento - aunque ella también está cagada de miedo - de frotarse contra mí, mientras se aferra a mi corbata. Lunares blancos sobre fondo negro. Nunca sabrán que sólo costó dos euros.
Entonces todo se desarrolla en interiores, una película de estudio. Leer en la biblioteca, perderse en la Historia de la literatura entre esos estantes oxidados y caustrofóbicos, donde ya nadie más va. Horas y horas de soledad entre los libros, esa supuesta felicidad carcelaria. Allí también soy un conservador, que nadie se atreva a decir lo contrario. Mis manos se pasean desde Laurence Sterne hasta Wilde, de Wilde a Swift, de Swift a Voltaire. Grito de angustia. Soy incapaz de llegar al siglo veinte, menos aún al veintiuno. Tengo pesadillas de noche en las que leo un libro de un contemporáneo... Nunca, nunca, nunca, leeré un libro que no haya sido testeado antes. Llego finalmente a Anthony Burguess, luego de merodear unos instantes en Robbe-Grillet, Woodehouse, Pérec y Vonnegut. Tomo un ejemplar y vuelvo a la sala de proyecciones.
DVD (deuvedé, dirán ellos), cortado (tallat, dirán ellos), camino a casa por el Eixample, escribir más (guió, personatge, etc.)
Un buen momento de relax, un tinto, jamón crudo, fuet y queso, La edad de la inocencia me hace llorar. De belleza; pero belleza técnica, no temática. Una lágrima suscitada por la precisión del plano, no por la desdicha de la condesa Olenska. "Inexplicable", dirán algunos. "Revelador", digo yo.
Pasear al Bobby después de ese momento de catarsis individual y de hablar con mis padres bajo esa influencia a kilómetros de distancia resulta refrescante. El Bobby no caga hoy, no ha comido suficiente. Las bolsas han sido innecesarias, no hará falta que levante la mierda húmeda y fresca del can, aún si debo confesar que anhelaba ese momento con un poco de morbo.
Perdido por perdido, desemboco en el bar de la vuelta, ese antro (sí, otro antro) fetichista del rock and roll, y me bebo una Volt Damm con la foto autografiada de un motoquero catalán, y con el joven rostro de Dylan y con los primeros singles de los Stones. El público presente ronda los cuarenta pero yo no desentono. Las mujeres no son atractivas, pero seguro que tienen cojones, seguro que les gusta el rocanrol. Termino mi cerveza con dificultad de mantenerme en pie y, tambaleando, me cruzo con una morocha con ganas de bamboleo, pero está escoltada por dos rubias que deben jugar al basquet, y yo estoy un tanto fóbico, con pocos ánimos de que me toque una mano ajena.
Termino la noche escribiendo un psuedo ensayo sobre el cine y el amor y la crítica y lo intrascendente.
Tarareo la música que suena en el metro y me voy a dormir.
3 Comments:
nene
seguí deleitándonos...
Lectura de cabecera este blog. Bravo Guido!!!! Bikerfulconcincha!!! ;)
saludos de baires
fermín (a veces)
¡Enhorabuena, Fermín! Bienvenido a este humilde espacio. Se agradecen las participaciones.
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