Camas
Entonces, me desperté. Y, con el extrañamiento típico del despertar, intenté descifrar dónde estaba y cómo había llegado allí. Una habitación tibia y cálida de un contrastado tono verde, el verde manzana de las esquinas norte y sur, el verde petróleo de las esquinas oeste y este. Una cama de dos plazas, muy espaciosa, muy solitaria, bordeada por un televisor montado sobre un mueble de los mismos tonos de verde que la habitación y por un enorme placard gris, de tres cuerpos, del mismo tono que el techo. Por una de las dos ventanas de la habitación entraba una luz amarilla y caliente, no lo suficiente como para ser veraniega ni lo suficientemente fría como para ser invernal. La otra ventana estaba a medio cerrar, pero sólo proyectaba sombra. El caos de cosas echadas en el piso no me decía nada, como tampoco lo hacía el revuelto de relojes antiguos, tecnología de tamaño reducido y papeles que invadía el escritorio montado sobre uno de los vértices de la habitación cuadrangular. La respuesta pareció provenir de algún lugar remoto del cerebro, lejana, distorcionada.
Casa.
"No", dije, "no creo".
"Olivos", dijo.
"Ah", dije.
"Sí", concluyó.
Entonces volví a dormir, pues el reloj de muñeca aún dictaba las siete y media de la mañana.
Volví a despertar invadido por el mismo extrañamiento, pero ésta vez era diferente.
Una cama de una pieza, pegada a la pared, en una habitación más pequeña, más barrocamente recargada, con un único ventanal penetrado por la potente luz estival, entrando desde la avenida Balmes, donde los autos descargaban todo el ruido que estaba a su alcance, camino a Diagonal.
"Eh", pensé.
Casa.
"Ah", dije.
"En efecto", dijo.
No fue la última vez que ocurrió.
Una habitación espaciosa, con una inmensa biblioteca, en un piso blanco, gigante y de techos altos, cerca del Zoo de Berlín.
Una cama matrimonial montada en la mitad de un living de estilo oriental, iluminada por el sol de otoño en un departamento de Manhattan, sobre la sesenta y algo, a pasos de Lexington avenue.
El Vondel Park, en una tarde fría y gris, rodeado de gente haciendo picnic o jugando al fútbol, frente al Museo del Cine de Amsterdam.
Un hotel de medio pelo en los alrededores de Bayswater, Londres; un sofa cama en una casa de pareja, frente a una pintoresca plaza parisina; una cama doble para compartir frente a un balcón que desembocaba en la calle Monteverde, en Roma...
Me dí cuenta de que no podría parar.
Que no era más que un proceso interminable de prueba y error, basado en la curiosidad y en el interés por la variedad.
Asumí que eventualmente volvería al inicio.
A casa.
Pero todas eran casa.
Al menos para la voz.
Entonces seguí, no me detuve.
Y aún sigo.
Probando en cada cama, en cada nuevo sitio.
Durmiendo.
Soñando.
No me despierten.
Casa.
"No", dije, "no creo".
"Olivos", dijo.
"Ah", dije.
"Sí", concluyó.
Entonces volví a dormir, pues el reloj de muñeca aún dictaba las siete y media de la mañana.
Volví a despertar invadido por el mismo extrañamiento, pero ésta vez era diferente.
Una cama de una pieza, pegada a la pared, en una habitación más pequeña, más barrocamente recargada, con un único ventanal penetrado por la potente luz estival, entrando desde la avenida Balmes, donde los autos descargaban todo el ruido que estaba a su alcance, camino a Diagonal.
"Eh", pensé.
Casa.
"Ah", dije.
"En efecto", dijo.
No fue la última vez que ocurrió.
Una habitación espaciosa, con una inmensa biblioteca, en un piso blanco, gigante y de techos altos, cerca del Zoo de Berlín.
Una cama matrimonial montada en la mitad de un living de estilo oriental, iluminada por el sol de otoño en un departamento de Manhattan, sobre la sesenta y algo, a pasos de Lexington avenue.
El Vondel Park, en una tarde fría y gris, rodeado de gente haciendo picnic o jugando al fútbol, frente al Museo del Cine de Amsterdam.
Un hotel de medio pelo en los alrededores de Bayswater, Londres; un sofa cama en una casa de pareja, frente a una pintoresca plaza parisina; una cama doble para compartir frente a un balcón que desembocaba en la calle Monteverde, en Roma...
Me dí cuenta de que no podría parar.
Que no era más que un proceso interminable de prueba y error, basado en la curiosidad y en el interés por la variedad.
Asumí que eventualmente volvería al inicio.
A casa.
Pero todas eran casa.
Al menos para la voz.
Entonces seguí, no me detuve.
Y aún sigo.
Probando en cada cama, en cada nuevo sitio.
Durmiendo.
Soñando.
No me despierten.
5 Comments:
No puedo resistirme...
Como me gusta lo que escribes!
Como lo escribes...
Pues gracias. Merci. Estás invitada a seguir leyendo, si te apetece.
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A ti que te pasa cara de patata? Me escribes un e-mail conmovedor, te respondo desde mis entrañas y en lugar de seguir el flujo de energías, te me das a la ausencia. No sé nada de ti y eso, en mi caso, es algo grave. Me doy cuenta de que te necesito más de lo que imaginaba.
Ganas de darte un abrazo... Brrr
Está bien saber que duermes en una habitación de color verde.
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