Saturday, September 30, 2006

Gante

Eran las dos de la tarde pero la luz que emanaba el cielo hacía pensar que eran las siete. Luz gris y opaca, invernal. Tiene un efecto en nuestra psiquis mucho más intenso de lo que estamos dispuestos a aceptar. Eran apenas las dos de la tarde y ya se sentía inmensamente agobiado por fuerzas ocultas que venían desde el fondo de su mente. Voces. Y la luz no era un factor menor en su ataque de temor, de soledad, de importencia.
Asumió que esa debía ser la plaza central. Y no sólo porque la larga peregrinación de turistas que provenían de la estación de tren se había detenido allí, sino porque inmensas torres góticas bordeaban al área, piedras antiguas y gritos del pasado, ahogados entre esas paredes. A la derecha, a lo lejos, castillos e iglesias. A la izquierda, lejanas, más iglesias, más castillos, más gárgolas. Todo gris, la piedra, el cielo, la gente, monumentalmente gris.
Un mapa. Siempre todo comienza con un mapa, real o imaginario. Hay un gran miedo en vagar a la deriva, en simplemente perderse por las calles. Y no se trata solamente del miedo superficial y vacuo de perderse cosas valiosas para ver, sino del miedo más profundo y real, el miedo a encontrar allí, donde nadie más va, secretos, llantos antiguos y males no curados. Y llevárselos, como una maldición, sobre los hombros.
Aquellos de nosotros que no somos europeos lo sabemos bien. No hay que fiarse de Europa. Tras sus muros de piedra y madera hay relatos que todos eligen olvidar. Hay magia negra en esas iglesias celestiales, en esos castillos poseídos, en esas calles donde corrió la sangre y el vino. Europa vive aún anclada a sus costumbres medievales y a sus dioses paganos, sus habitantes nacen con el don de obviar la historia secreta que corre por sus venas. Pero quienes estamos de paso sentimos esa fuerza anciana y siniestra que se esconde en cada ladrillo, en cada cara arrugada, en cada taberna centenaria. Como indígenas supersticiosos, aprendemos a temer y a venerar a Europa mucho antes de pisarla.
Comenzó el derrotero delineado con total pulcritud y responsabilidad, con la seriedad de un artesano y sin el menor vicio del turista. Evitó los cafés y los puestos de souvenirs, salteó los museos poco relevantes y no dejó iglesia sin pisar. Siguiendo a los caminos de flechas punteadas, atravesó los puentes y dobló en los callejones, estudió los balcones y retuvo en la memoria los ornamentos en techos y ventanas. No habló con nadie, no emitió palabra, no mantuvo contacto con otro ser vivo. Podría no haber estado allí, nadie lo hubiese notado. Su barba gris, sus prendas grises, su mirada gris y una melancolía fatal y feroz de la que nadie más sabía. Alguna lágrima corrió por sus mejillas grises, pero nadie jamás lo supo. Hacía tiempo ya que había aprendido a conservar sus emociones para sí mismo y que se había formado en la firme creencia de que toda muestra pública de dolor es exhibicionista.
Se sorprendió al toparse con El Bosco, en el sótano de una de las catedrales, pero sus gestos no denotaron esa sorpresa. Hizo una pausa en un banco de plaza verde, pero no descansó. Agotó todos los recorridos propuestos, memorizó los nombres de las calles más salientes y analizó con la mirada a la concurrida calle de tiendas. Al caer la tarde, negra como la noche más profunda y helada como el terreno más ártico, averiguó sobre un pequeño hostal y allí recayó con el silencio y la discreción de un criminal. Pagó la cuenta, cargó sus sábandas y se tomó una extensa siesta, tanto para reponer energías como para hacer pasar las horas. Habló en inglés con su compañero de cuarto italiano, a pesar de que sabía que podrían llegar a entenderse en sus lenguas nativas. Y se entregó al sueño.
Entrada la noche, se calzó nuevamente las botas y salió a la calle. Caía una lluvia corta y lascerante, pero no detuvo su marcha. Atravesó nuevamente los puentes y cruzó otra vez las plazas, espacios que ya conocía de memoria y de nombre. Comió un sandwich barato y poco apetitoso y siguió su ruta. A las afueras, pensó, adónde va la gente de verdad. Donde las mujeres desembocan cuando se sienten solas y donde los hombres ahogan sus penas en la mejor cerveza del mundo. Donde haya peleas, donde haya amor, donde haya vida.
Caminó por las calles de empedrados, custodiado por esos edificios vivos, por esas paredes inquietantes e inquisitivas. Caminó y, en la enésima iglesia, dobló. En un pequeño bar se había juntado un grupo de lugareños y, dispuesto a escapar del frío y la humedad, ingresó. La iluminación naranja y los rostros de papadas espesas calentaban el ambiente. Se sentó junto a la barra y le pidió a la inmaculada camarera rubia que le sirviera una cerveza tirada. Bebió la cerveza en silencio, mirando a los grupos de gente que se reunía a beber y a narrarse los eventos del día. Los miró a todos y pensó sus historias, pero no habló con ninguno. Al terminar su cerveza, pidió otra. Y luego otra. Terminada la tercera cerveza y con los ánimos más ligeros, decidió volver a la calle. Ebrio y perdido, vagó ahora sí, sin rumbo, por las calles periféricas de la ciudad. En el enésimo puente, se perdió y en el siguiente castillo recuperó el rumbo. Frente al sex shop sonrió y ante la tienda de curiosidades se detuvo a mirar. En el siguiente puente cruzó y desembocó en el hostel, mojado y borracho, solo y pensativo. A su derecha, los sauces eran figuras frágiles, arrastradas por la furia del viento nocturno. La luz de los faroles los obligaba a dibujar sus siluetas deformes, sombras legendarias y románticas. Caminó hasta los árboles, quiso escuchar sus gritos mudos y ver cómo sus hojas eran arrancadas y depositadas sobre el río, cuyo cauce rugía como una bestia en celo. No había otros sonidos más allá del vaivén de los árboles, del río en movimiento, de la noche en su máximo esplendor. La ciudad dormía, o vivía detrás de paredes, ciudadanos acostumbrados a noches oscuras y cargadas de angustias. No había más rastros de humanidad que su propio cuerpo, violentado por la naturaleza. Atravesó el puente con la valentía de los borrachos y se dejó llevar por una calle que no había notado antes. Se topó con un puente diferente a todos, más angosto, más estrecho, más endeble. Pensó el riesgo de caer a las aguas turbulentas, pero no temió. No se detuvo. Cruzó ese suelo pendiente de piedra fría y llegó al otro extremo. Frente a él, tibio y primaveral, un pequeño jardín italiano, compuesto de la más bella vegetación toscana. Y, sobre su cabeza, erguido y magnánimo, un dragón, amenazante, demoníaco, rígido. Sintió todo el peso de la historia, del pasado, de la fuerza ancestral enterrada en esa región del mundo. Sintió en esa cabeza enorme de dragón y en ese viento atemporal toda la furia latente de Europa. Y tuvo miedo, mucho miedo. Ese miedo primitivo e ingenuo que sólo puede tener quien no ha nacido allí, quien ve a todo con los ojos del extranjero y quien no se conecta tan visceralmente con las entrañas de la tierra.
Deshizo sus pasos con sigilo, para no despertar a la bestia. Dejó a sus espaldas a los árboles lagrimeantes y a los ejércitos quietos de iglesias y castillos. Pulsó el código secreto y la puerta del hostal se abrió. Unas adolescentes angloparlantes se disponían a salir. Norteamericanas. Ellas no ven el miedo, no lo sienten, pensó . La ignorancia puede ser una bendición.
El italiano dormía. No quiso despertarlo y evitó todo tipo de ruido. Fue, en un sentido absoluto, una sombra, un fanstama.
Un fantasma más en un mundo de fantasmas.
Mucho tiempo debió pasar antes de que pudiera descubrir la maravilla oculta en esa noche, el abismo de tinieblas al que se había enfrentado. Y, pensándolo una vez más, se sintió un personaje literario, como si alguien esa noche hubiese creado los acontecimientos, los hubiese colocado allí arbitrariamente y con alevosía.
Hay imágenes que es mejor olvidar y puertas que es mejor no abrir.

4 Comments:

Anonymous Anonymous said...

Caramba!
Que bonito viajar,y que bravo escribir así...

4:43 PM  
Anonymous Anonymous said...

Buenos Aires es Europa!
o nó?

4:46 PM  
Anonymous Anonymous said...

El titulo gante es gante de belgica?
Tengo alguna duda que me permito
comentar,sin que te sientas ofendido.
La luz emana de.
lacerante.
lacrimeante-no estoy seguro-

Pura envidia de escritor malisimo,
que es lo que soy.

Te admiro.

8:26 AM  
Blogger Cadmo von Marble said...

Los errores de redacción son cosas que pasan, los errores de ortografía son míos. Pero creo que es "lascerante", eh, aunque no lo verifiqué.
Gracias por las acotaciones. Y sí, es Bélgica.

10:41 AM  

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