Tres en un auto, parte 2: al norte de la frontera
El destino fijado era Niza, aunque más a la manera de un límite matemático al que nunca se alcanza que como una obligación autoimpuesta. El auto rodaba por las autopistas de Catalunya, siempre pobladas cada vez que se da un fin de semana largo. David conducía, yo daba indicaciones con el mapa y Andrea comentaba sobre los paisajes, o sobre la música.
Cruzamos la frontera a Francia con total normalidad y emprendimos el camino hacia la Costa Azul. Pero estábamos ávidos de posibilidades y empezamos a dejarnos llevar por las atracciones que ofrecían los carteles.
"¡Arles!", dijo alguno.
"Lyon", propuso otro.
Finalmente, fue Marsella. Dada la unanimidad, tomamos la salida correspondiente y, hacia la media tarde, llegamos a la famosa ciudad portuaria, donde los marineros y las prostitutas supieron decorar las oscuras calles. Pero había pleno sol y, luego de pasear en auto por sus calles y de mirar hacia el mar desde curvas elevadas, decidimos detenernos y caminar. Mi teléfono sonó, era mi madre.
"¿Dónde estás?", preguntó.
"En Marsella".
"¿Qué hacés en Marbella?", se interesó. Expliqué.
La búsqueda de una zona de playa con arena fue en vano, pero eso no impidió que nos dejáramos llevar por un pasaje angosto que, escaleras abajo, nos derivó en un pequeño atracadero, rodeado por casas blancas y muy mediterráneas. Una melodía comenzó a sonar desde una de las casas, un piano solitario. Los tres nos acercamos sigilosamente a la ventana y nos detuvimos a escuchar. Andrea intuyó que se trataba de Chopin. Seguimos camino hacia las rocas de la bahía, mientras la música se disipaba en el aire.
Visitamos sin suerte una típica panadería francesa y, una vez que el hambre se había asentado, recorrimos la extensión de la costa, buscando un camino que desembocara en la autopista hacia Niza. Mientras el sol caía y la temperatura descendía progresivamente, notamos que no habíamos elegido el camino correcto. Y, por otra parte, el hambre nos estaba haciendo perder la cabeza. Decidimos cenar en un pequeño restaurant junto al mar, iluminados por velas y por la luz tenue y naranja del atardecer. Si bien yo venía insistiendo en que no podíamos retornar a España sin beber vino rosado francés, el presupuesto nos llevó a beber coca-cola y resultó un adecuado acompañamiento para las pizzas.
Nuevamente camino a Niza, hacia las once de la noche, tomamos la autopista principal. Había sido un día largo y extenuante y los ánimos no estaban como para conducir las tres horas y media que faltaban para llegar al balneario. Propuse, para no perder ese aire de película francesa de los años sesenta, que durmiésemos dentro del auto, en un descanso. Eso hicimos: compramos unos snacks en una estación de servicio, fantaseamos mirando el mapa ("estamos muy cerca de San Remo... y desde allí se puede ir a Torino... y, si seguimos...") y, finalmente, al compás de la guitarra de Andrea y de su interpretación de Villalobos, nos echamos a dormir.
El intenso frío, la incomodidad y la luz de la mañana nos tenía a todos despiertos a las siete. Desayunamos sopas calientes y galletas de viajero en la estación de servicio y, luego de que Andrea desapareciera misteriosamente durante una hora (había subido al monte, a una estación más lejana), volvimos al asfalto. El sol salió, nos iluminó y mi iPod musicalizó uno a uno los momentos. Rumbo a Niza íbamos, pero finalmente se apareció el cartel verde anunciando la cercanía de Cannes y la curiosidad pudo más. Al unísono se decidió conocer a la cumbre del glamour, donde año a año se juntan las luminarias del cine para autocelebrarse. Faltaban aún dos semanas para el comienzo del festival y resultaba tentador ver cómo avanzaba la organización, si la alfombra roja estaba ya lista, si las playas y los yates y los hoteles y los restaurantes habían comenzado a pulir su color, a lustrar sus rostros y a sacar a relucir su mejor perfil para recibir a la flor y nata del mundillo audiovisual.
Estacionamos sin preocuparnos por si estábamos en infracción. Nos quitamos los pantalones, nos colocamos los trajes de baño, nos calzamos las gafas de sol y enfilamos hacia la playa.
Echados en la arena, como si no hubiese nada mejor que hacer, nos dejamos calentar por el sol mediterráneo y, en medio de una siesta fugaz, soñamos que volvíamos a estos lares, a bajar por la alfombra roja, a pasear por cócteles varios y a recibir saludos de gente que nunca antes habíamos visto en nuestra vida.
Cruzamos la frontera a Francia con total normalidad y emprendimos el camino hacia la Costa Azul. Pero estábamos ávidos de posibilidades y empezamos a dejarnos llevar por las atracciones que ofrecían los carteles.
"¡Arles!", dijo alguno.
"Lyon", propuso otro.
Finalmente, fue Marsella. Dada la unanimidad, tomamos la salida correspondiente y, hacia la media tarde, llegamos a la famosa ciudad portuaria, donde los marineros y las prostitutas supieron decorar las oscuras calles. Pero había pleno sol y, luego de pasear en auto por sus calles y de mirar hacia el mar desde curvas elevadas, decidimos detenernos y caminar. Mi teléfono sonó, era mi madre.
"¿Dónde estás?", preguntó.
"En Marsella".
"¿Qué hacés en Marbella?", se interesó. Expliqué.
La búsqueda de una zona de playa con arena fue en vano, pero eso no impidió que nos dejáramos llevar por un pasaje angosto que, escaleras abajo, nos derivó en un pequeño atracadero, rodeado por casas blancas y muy mediterráneas. Una melodía comenzó a sonar desde una de las casas, un piano solitario. Los tres nos acercamos sigilosamente a la ventana y nos detuvimos a escuchar. Andrea intuyó que se trataba de Chopin. Seguimos camino hacia las rocas de la bahía, mientras la música se disipaba en el aire.
Visitamos sin suerte una típica panadería francesa y, una vez que el hambre se había asentado, recorrimos la extensión de la costa, buscando un camino que desembocara en la autopista hacia Niza. Mientras el sol caía y la temperatura descendía progresivamente, notamos que no habíamos elegido el camino correcto. Y, por otra parte, el hambre nos estaba haciendo perder la cabeza. Decidimos cenar en un pequeño restaurant junto al mar, iluminados por velas y por la luz tenue y naranja del atardecer. Si bien yo venía insistiendo en que no podíamos retornar a España sin beber vino rosado francés, el presupuesto nos llevó a beber coca-cola y resultó un adecuado acompañamiento para las pizzas.
Nuevamente camino a Niza, hacia las once de la noche, tomamos la autopista principal. Había sido un día largo y extenuante y los ánimos no estaban como para conducir las tres horas y media que faltaban para llegar al balneario. Propuse, para no perder ese aire de película francesa de los años sesenta, que durmiésemos dentro del auto, en un descanso. Eso hicimos: compramos unos snacks en una estación de servicio, fantaseamos mirando el mapa ("estamos muy cerca de San Remo... y desde allí se puede ir a Torino... y, si seguimos...") y, finalmente, al compás de la guitarra de Andrea y de su interpretación de Villalobos, nos echamos a dormir.
El intenso frío, la incomodidad y la luz de la mañana nos tenía a todos despiertos a las siete. Desayunamos sopas calientes y galletas de viajero en la estación de servicio y, luego de que Andrea desapareciera misteriosamente durante una hora (había subido al monte, a una estación más lejana), volvimos al asfalto. El sol salió, nos iluminó y mi iPod musicalizó uno a uno los momentos. Rumbo a Niza íbamos, pero finalmente se apareció el cartel verde anunciando la cercanía de Cannes y la curiosidad pudo más. Al unísono se decidió conocer a la cumbre del glamour, donde año a año se juntan las luminarias del cine para autocelebrarse. Faltaban aún dos semanas para el comienzo del festival y resultaba tentador ver cómo avanzaba la organización, si la alfombra roja estaba ya lista, si las playas y los yates y los hoteles y los restaurantes habían comenzado a pulir su color, a lustrar sus rostros y a sacar a relucir su mejor perfil para recibir a la flor y nata del mundillo audiovisual.
Estacionamos sin preocuparnos por si estábamos en infracción. Nos quitamos los pantalones, nos colocamos los trajes de baño, nos calzamos las gafas de sol y enfilamos hacia la playa.
Echados en la arena, como si no hubiese nada mejor que hacer, nos dejamos calentar por el sol mediterráneo y, en medio de una siesta fugaz, soñamos que volvíamos a estos lares, a bajar por la alfombra roja, a pasear por cócteles varios y a recibir saludos de gente que nunca antes habíamos visto en nuestra vida.
5 Comments:
Me parece mentira que fuera tal cual lo cuentas y quizá sea porque deseo volver a vivirlo sabiendo que nunca pasará de nuevo. ¿Te das cuenta de que no hizimos ninguna foto? Creo que eso lo envuelve en un mayor misticismo, porque morirá en nuestra memoria sin dejar ningún testimonio gráfico.
Lo que cuentan no son las fotos, amigo, sino los recuerdos. No importa si son fieles o no, sino la sensación que evocan. Y este relato, espero, ayudará a recordarlo.
Supongo que acá se aplica el:
Una palabra vale más que mil fotos...
Que lindo, me lo imagino un poco como Il sorpasso..blanco y negro definitivamente será por la remera a rayas,,
Sí, en blanco y negro, sin duda.
Menos el rojo de la alfombra del sueño.
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