Sunday, October 26, 2008

A contracorriente

Otro extraño despertar en el mundo de la completa extrañeza. Abro los ojos súbitamente, como si pendiera sobre mí la más atroz de las amenazas. El desagüe de mi baño sigue sin parar su concierto diabólico. Elijo, una vez más, no hacer nada al respecto, acostumbrarme a la adversidad y vivir como se puede. Mi reloj marca las 9:45 pero la computadora dice que es una hora menos. Me pregunto si será el constante manoseo de los husos horarios o si fui yo quien, en un rapto de borrachera, cambié alguno de los relojes. Otra mañana de violencia climática, otro día gris y de cielo encapotado en esta aislada ciudad industrial donde la verdadera vida parece fluir puertas adentro.
Levanto la guitarra y repaso mis A-B-C. Johhny Cash, Dylan, Elvis. Arriesgo un Cat Stevens, The Wind. Sé que es demasiado para mi nivel de aprendiz, pero corro el riesgo. La guitarra está desafinada y lo que suena cuando sigo las notas que componen la canción me es ajeno, ni siquiera melódico. Me pregunto si soy yo quien está fallando o si es el mundo. Una vez más. Abandono la guitarra y me voy a preparar café. Mientras elijo un disco desconocido de la colección de Andrea para ampliar mi mundo musical, encuentro a un par de rubios durmiendo despatarrados en la sala de estar. Comparten la colcha peluda con estampado vacuno y uno de ellos parece demasiado magro como para existir. El otro es robusto, bien nórdico, su barba crece por parches en medio de una indudable cara de niño rubietón. Camino con sigilo para no interrumpir su sueño de ovejitas y decido estrenar mi paquete de Segafredo. Si la mañana es fea, mejor combatirla con Jazz y café espresso italiano.
Un intenso dolor en el omóplato izquierdo me hace rememorar la noche. Otra noche de soledad y aventuras en el mundo de lo ajeno. Todo comienza con Proust. Yo había intentado leer a Proust en inglés, junto al Pacífico, entre Guatemala y Costa Rica, a mis dieciocho años. Lo pienso retrospectivamente y suena pedante, pero lo cierto es que lo había abandonado promediando el primer volumen, Por el camino de Swann. El inglés no era muy útil para leer a un autor francés - y no cualquier autor, sino un degustador del lenguaje, como Proust - y yo no tenía paciencia para entrar en el mundo de nostalgia, enfermedad y perennidad de Marcel. Creo que aún no la tengo, pero por un breve instante volví a él para estudiar cómo comenzaba su titánica obra. Porque, me dije, si voy a empezar a escribir una novela, idea que vengo delineando hace días y días mientras llueve y llueve, es sabio copiar a quienes admiro hasta encontrar mi propia forma. O que la copia devenga en forma.
Pero mi atención, que es dispersa como bien dije, voló desde Proust a la colección de revistas soviéticas de teatro y de allí a la pequeña notita color salmón pegada en la pared que, con letras garabateadas y juguetonas, dice en tinta azúl "los días extraños", lo cual era cierto, estos son los días extraños. Y de allí me fui al pasado, a revivir mis propias nostalgias y recuerdos borrosos de tiempos felices y, en vez de leer a Proust, comencé a vivir a Proust desde mi propia historia, método inconsciente que creo que a Marcel le hubiese agradado como forma de aproximarse a su obra.
Me calcé los pantalones a rayas negras y grises, esos que son tan ajustados y que reservo para ocasiones especiales. Me tomé un par de cervezas Karhu sin ningún placer y, con ánimo de emborracharme a la manera de los finlandeses - hasta caerse muerto o hasta vomitar en un charco hecho por uno mismo -, comencé con el whisky. Fumando y tomando whisky atravesé Tampere, camino a Telakka. Telakka es una especie de centro cultural/restaurant/ lugar de encuentro de bohemios, artistas, desocupados y delirantes de todo tipo. Es un lugar enteramente de madera, lo cual lo hace acogedor pero inflamable, y de las paredes cuelgan todo tipo de cosas, desde cuadros de pésimo gusto hasta abrigos. El dueño, Markku, parece ser un hombre de mundo, relajado y conversador, poco apegado al dinero, pero nada de esto me consta; entre el personal se cuenta a la mujer de Markku, una señora rubia que debe haber sido asombrosamente hermosa en su juventud, y un camarero cuarentón de pelo largo y un ojo entrecerrado, una especie de pirata malhumorado que siempre usa chaleco abierto y que se presenta como concejal en las próximas elecciones por el partido verde. (Cuando le pregunté por qué habría de votarlo, respondió "¿Y por qué no?"). Andrea ama a Telakka y allí es donde solemos trabajar durante la semana, porque el ambiente es relajado y porque hay conexión a Internet gratis y porque podemos tomar café gratis, aunque de forma no oficial. Pero a mí me da mala vibra, no me siento del todo cómodo ahí. A pesar de eso, ayer tocaban las Cleaning Women, un trío de señores ya mayorcitos que se visten de mucamos, con unos ajustadísimos delantales negros, y tocan con instrumentos hechos a base de elementos de limpieza. Entré a Telakka con ímpetu y evité así pagar la entrada. Reinvertí los 8 euros que debía haber pagado en vasos de Jim Beam. La incipiente borrachera se convirtió en ebriedad confirmada. Instalado en el centro de la pista, salté como venía deseado hacerlo toda la semana.
La caminata hasta Vastavirta llevó algo más de media hora. La noche estaba despejada y todos - absolutamente todos - estábamos asquerosamente borrachos. Al fin comienzo a entender a esta gente, pensé. Mantuve una serie de conversaciones breves en un inglés balbuceado con diferentes personajes para nada recordables. Canté una serie de canciones en castellano, un poco para amenizar la caminata y otro poco para reafirmar la identidad. En un puesto del camino me comí un hot dog, que para mi sorpresa era doble. Una pareja bastante poco equilibrada se reía plácidamente y no comprendí si de mí o de ellos mismos o de nada en particular. Entré a VastaVirta tambaleando, pero en este país no le niegan a uno la entrada por estar tomado. Un pelado enorme de lo más civilizado me pidió amablemente que abonara la entrada y accedí. La primera impresión que me produjo el recinto, un antro mítico en la vida de Tampere por ser el lugar de rejunte de metaleros y punks - de ahí su nombre, "a contracorriente" -, fue una sensación de intimidad y de seguridad. Lo había imaginado varias veces más grande, más oscuro y más violento. Resultó que todos los rincones estaban iluminados y que un gran porcentaje del público eran niños de pecho vestidos de marginales. Mientras sonaba una banda heavy con más pose que enojo, jugué un partido de metegol con algunos de los seres del lugar. La escasa o nula comunicación entre mi compañero - un hombrecillo escuálido y tatuado de pies a cabeza, los ojos delineados y la pintura facial corrida, piercings hasta en las zonas donde no hay piel y una sonrisa de perdición, descoordinada con los ojos y con el pelo y con la vida - y yo no impidió que ganáramos varias partidas al hilo. El partido acabó y estrechamos las manos de nuestros oponentes. Luego fuimos a la pista a hacer pogo y, después de pegarme amistosamente con gordos, flacos, chicas, pelados y peludos, me senté en un sillón a recuperar las fuerzas.
Ya camino a casa el whisky empezó a jugarme una mala pasada. Genial, pensé, lo único que me falta para integrarme totalmente a esta sociedad es vomitar al costado de la ruta. Una mujer de rasgos inciertos pasó a mi lado, pero apenas le presté atención. Luego, a los pocos metros, la escuché decir unas palabras y giré por mera intuición. Resultó que me hablaba a mí. Le grité que no entendía el finlandés, ella respondió y finalmente nos acercamos a hablar. Tenía unos cincuenta y tantos y una mirada triste pero optimista. Sus ojos eran celestes e intensos, pero no era bella. Debía haber sido una mujer interesante, pero la vida parecía haberla maltratado y sus derrotas habían trazado surcos por una cara que debía haber brillado en fiestas de juventud, en tiempos donde las relaciones eran más horizontales, menos tensas.
Me preguntó qué mierda hacía en Finlandia. Esta rutina está presente en todas las conversaciones. No hay finlandés que no piense que su país una basura, un agujero infame donde van a parar los que perdieron el tren. El autoestima nacional es nulo, en parte producto de los agravios de rusos y suecos y en parte resultado de un sistema educativo que invita a apreciar la cultura del mundo antes que la propia. Todos parecen asumirse como hombres de los bosques, incapaces de reconocer su alto grado de civilidad, de gentileza, su notable tendencia a agasajar al otro.
Kirsimarja, tal el nombre de la mujer, me invitó a acompañarla. Sus amigos estaban arruinados de alcohol y de angustia, pero me despertaron cierta ternura. Un pelado cincuentón que tocaba tangos con una corneta me empezó a hablar de Gardel; yo hablé de Olavi Virta, para devolver la gentileza. Una señora de cabello rubio decolorado me pidió que cantara algo. Yo canté Adios Muchachos con la tonada más tanguera que pude y todos aplaudieron extasiados. Kirsimarja develó ser una actriz, actualmente parte del elenco de la versión finlandesa de Cabaret, y me presentó a una joven pareja, dos jovenes entusiastas y sonrientes pero opacados por la algarabía decadente de los quincuagenarios. El aire de alcohol y fracaso comenzó a deprimirme y cuando intuí el ansia de compañía y de amor de Kirsimarja, huí como un cobarde. La expectativa de amor del otro siempre me dio un miedo abismal, especialmente cuando no correspondo con ese sentimiento. Alegué cansancio y deseo de volver a casa. Mi anfitriona bajó las cejas, en señal de frustración. Nos despedimos con un abrazo sentido y, cuando nuestros ojos se encontraron, le dí un beso amable, carente de cualquier sensualidad. Le prometí que la iría a ver al teatro, ella fingió creerme, y nos despedimos.
Cuando regresé batí dos huevos crudos y me los tomé. Dormí profundamente, pero poco, y desperté hoy, aquí, otra vez, otro comenzar. Otro extraño despertar en el mundo de la completa extrañeza...
La vida sigue. Adelante.

1 Comments:

Anonymous Anonymous said...

tentador preguntarte
que hace un chico como tu
en un sitio como ése.

pero como te doy sobresaliente
no lo voy a hacer.

venga a por el libro!

6:20 PM  

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