Metonimias
Un vestido color crema con círculos marrones, verdes y naranjas atravesados por rayas que los vacían.
Una pila de ropa sucia con predominancia de colores cálidos y restos de sudores pasados; un buzo rojo furioso, unas medias que supieron ser más naranjas, una camisa del marrón de la tierra, negros interpuestos.
Un paquete de Marlboros a medio fumar, retorcido por la crueldad de los bolsillos y los paseos nocturnos.
Una vela encerrada en un frasco de vidrio, adherida a él, superpuestos, derretida por el uso y el calor.
Bolsas y más bolsas, plásticas y color madera, ascendentes y plegadas, ocupando el espacio mutuo.
Un libro de sonetos de Shakespeare, amarillo chillón, de Anagrama, escondido tras un folleto de un grupo de teatro callejero.
Películas apiladas que dialogan con libros apilados sobre temas que yo dicto. Tres veces Hitchcock, crédito para Cukor, un Faulkner indiscreto y varios académicos pensando qué hacer con todo esto. Verdes claros, rojos entre negros, un gris medio pastoso y más naranjas, más blancos, un azúl solitario, tan triste que parece petróleo.
Un reloj despertador chino, demasiado chino en su inmediatez, parado por su propia voluntad, discreto en su digitalidad, reposando a gusto sobre unas hojas manuscritas, nada de poesía, puras instrucciones para ser leídas en público, en plan didáctico.
Una valija tan grande como para meter a un muerto, varias botas en gamas de marrón otoñal, camisas para todos los gustos pero no para todos los talles y una biblioteca de madera de estatura mediana, sobrepasada de papeles y sobres, una cámara Yashica Súper 8 y souvenirs de todo tipo. Más películas. Libretas. Más libros. Discos. Recuerdos por ser encontrados. Basura.
Y un cono de señalización naranja con una franja amarilla de por medio, embarrado y distraído, ocultando sin saberlo a un recipiente lavanda, útil tanto para orinar como para limpiarse las heridas.
Por la ventana entra el sol y proyecta sombras transversales de árboles ya pelados por los azotes del viento. Una o dos hojas heróicas, aferrándose a las últimas ilusiones del verano. Cortinas, persianas y puertas cerradas, guantes, gorros y bufandas, llaves, luces que se apagan y frazadas espesas. Besos a escondidas, mañanas húmedas y la rutina del café, el almuerzo tempranero, los encuentros y desencuentros que abarcan un día y que le dan color.
Un pie, luego el otro, luego el césped y las piedritas y el asfalto y las estufas y los chocolates calientes y los sobrecitos de azúcar. El pan con canela, a veces, el arroz se adhiere al fondo de la cacerola, siempre, y la cerveza, la eterna cerveza de media tarde, de media noche, de desvelo continuo. El humo del cigarrillo, el humo de las fábricas, el humo de las bocas que inunda la noche y todo se hace humo hasta que llega la mañana y el humo del café, una vez más, el bendito humo del café.
Pasa una cabeza, un niño, una esperanza. Un devenir, una sucesión y la elipsis, el silencio y la palabra.
Una pila de ropa sucia con predominancia de colores cálidos y restos de sudores pasados; un buzo rojo furioso, unas medias que supieron ser más naranjas, una camisa del marrón de la tierra, negros interpuestos.
Un paquete de Marlboros a medio fumar, retorcido por la crueldad de los bolsillos y los paseos nocturnos.
Una vela encerrada en un frasco de vidrio, adherida a él, superpuestos, derretida por el uso y el calor.
Bolsas y más bolsas, plásticas y color madera, ascendentes y plegadas, ocupando el espacio mutuo.
Un libro de sonetos de Shakespeare, amarillo chillón, de Anagrama, escondido tras un folleto de un grupo de teatro callejero.
Películas apiladas que dialogan con libros apilados sobre temas que yo dicto. Tres veces Hitchcock, crédito para Cukor, un Faulkner indiscreto y varios académicos pensando qué hacer con todo esto. Verdes claros, rojos entre negros, un gris medio pastoso y más naranjas, más blancos, un azúl solitario, tan triste que parece petróleo.
Un reloj despertador chino, demasiado chino en su inmediatez, parado por su propia voluntad, discreto en su digitalidad, reposando a gusto sobre unas hojas manuscritas, nada de poesía, puras instrucciones para ser leídas en público, en plan didáctico.
Una valija tan grande como para meter a un muerto, varias botas en gamas de marrón otoñal, camisas para todos los gustos pero no para todos los talles y una biblioteca de madera de estatura mediana, sobrepasada de papeles y sobres, una cámara Yashica Súper 8 y souvenirs de todo tipo. Más películas. Libretas. Más libros. Discos. Recuerdos por ser encontrados. Basura.
Y un cono de señalización naranja con una franja amarilla de por medio, embarrado y distraído, ocultando sin saberlo a un recipiente lavanda, útil tanto para orinar como para limpiarse las heridas.
Por la ventana entra el sol y proyecta sombras transversales de árboles ya pelados por los azotes del viento. Una o dos hojas heróicas, aferrándose a las últimas ilusiones del verano. Cortinas, persianas y puertas cerradas, guantes, gorros y bufandas, llaves, luces que se apagan y frazadas espesas. Besos a escondidas, mañanas húmedas y la rutina del café, el almuerzo tempranero, los encuentros y desencuentros que abarcan un día y que le dan color.
Un pie, luego el otro, luego el césped y las piedritas y el asfalto y las estufas y los chocolates calientes y los sobrecitos de azúcar. El pan con canela, a veces, el arroz se adhiere al fondo de la cacerola, siempre, y la cerveza, la eterna cerveza de media tarde, de media noche, de desvelo continuo. El humo del cigarrillo, el humo de las fábricas, el humo de las bocas que inunda la noche y todo se hace humo hasta que llega la mañana y el humo del café, una vez más, el bendito humo del café.
Pasa una cabeza, un niño, una esperanza. Un devenir, una sucesión y la elipsis, el silencio y la palabra.
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