Sunday, March 15, 2009

Pasillos en sombra

Debía tener unos sesenta y cinco años, tal vez menos pero muy mal llevados. Había llegado a trabajar a la casa en los albores de la década del noventa y se había asentado como una imagen recurrente dentro de los inmensos salones. Se mimetizaba con el mobiliario y, cuando tomaba mate, quieta y firme sobre un taburete, se intuía su presencia por el sonido de la radio, para siempre eternizada en alguna estación AM.
Alguna vez había usado delantal, pero hacía varios años que trabajaba en ropa de calle, algún jogging viejo o descartes que la dueña de casa le daba. Las remeras que recibía y que habían llegado a su estadío terminal eran prontamente convertidas en trapos. Se teñía el pelo de un tono borravino apagado; la tintura no era buena, el color no era uniforme, apenas si cubría las canas y regalaba unos mechones negros. A veces llevaba anteojos de marco amplio y circular, otras no llevaba nada. Daba besos en la mejilla con sonido agudo pero sin saliva.
Una de las hijas decía quererla. Cuando la joven viajó a Estados Unidos para continuar sus estudios y llamaba a la casa para hablar con sus padres, ella solía atenderla y hablaban un rato antes de que la chica pidiera hablar con su madre. La charla era informal, de poca consistencia. Algunas bromas menores, la inevitable referencia a la añoranza de la casa familiar y el elogio, nunca ausente, a la tortilla de cebolla que la mujer cocinaba con una destreza que le era propia.
El café con leche le salía exquisito. No era una mera suma de ingredientes, sino una síntesis perfecta. El hijo menor de la familia era el principal beneficiario. Lo requería infatigablemente cuando volvía del colegio, entre las cuatro y las cinco de la tarde. Marcaba el interno de la cocina desde su habitación en la planta alta y ella atendía. El solicitaba el café con dos tostadas y ella prontamente lo preparaba. Luego lo subía hasta la habitación del chico, preparado en una bandeja verde o en una blanca y más amplia, con diseños de animales marinos.
De día, cuando nadie más habitaba la casa, llevaba a cabo sus rituales de limpieza y cocina. Cuando acababa, se encerraba en el cuarto del fondo, el que está alejado de la casa, y miraba televisión por varias horas, en la penumbra. Cuando era llamada abandonaba su retiro y acudía como un soldado, sin quejarse, sin siquiera emitir palabra. Parecía haber asumido completamente la posición de sumisión que el trabajo le demandaba y se contentaba con eso. Estaba preocupada por su hijo, que aparentemente había estado en la cárcel y tenía el hábito, una vez cada tanto, de dejar embarazadas a chicas por las cuales no sentía ningún interés. Con la ayuda de la señora de la casa, el chico había logrado encaminar un poco su vida y había podido dejar su puesto de cajero en un supermercado para trabajar en una panadería, horneando el pan. Ella se mostraba agradecida hacia la señora y cada tanto cocinaba algún plato especial sin que se lo pidieran u ofrecía una atención que los miembros de la familia recibían con una sonrisa y con cierta frialdad.
Otras mujeres habían trabajado en la casa y con todas había convivido pacíficamente. No le gustaban los problemas, no los buscaba ni los fomentaba. Debía coexistir con ellas y lo hacía. No era extraño verlas a ella y a la otra, quienquiera que fuese, sentadas juntas, almorzando. Comían arroz, tal vez ravioles, muy pocas veces carne. Las gaseosas le caían mal y el alcohol no le gustaba. Luis, su marido, o ex marido - nadie en la familia lo sabía bien - era alcohólico. No había tenido suerte en el amor, aunque sí varios hijos, y el amor que desplegaba era más bien maternal, incluso con los hijos de la familia, quienes le mostraban un afecto parco, como el que se tiene con una mascota o como el que, dado el caso, se puede fingir. Podían compartir el espacio o comer los mismos alimentos, pero no dejaba de ser la mucama, aún si nadie jamás en la casa usara ese apelativo.
Una vez encontró un test de embarazo en un cajón de las chicas e incluso tuvo el infortunio de entrar a una habitación y de encontrar al hijo menor masturbándose. El disimuló, tapándose torpemente, emitiendo un grito seco de humillación. Ella pretendió no haber visto, procuró no emitir sonido y nunca mencionó nada del asunto, ni siquiera a su propia familia.
Siempre había sido frágil y se mostraba escéptica ante el poder de la medicina. Tomaba sus medicamentos religiosamente, pero no confiaba en la cura. Cargaba su cruz con resignación. La noticia de la operación no le causó ninguna gracia. Perdió el sueño durante varios días e, incluso, lloró. En una actitud que luego juzgó estúpida y excesiva, le comentó al joven dueño de casa que debía someterse al bisturí. Hubo un silencio, el chico murmuró que eso era una mala noticia y fingió una cierta empatía. Luego la incitó al optimismo y se alejó hacia el cuarto de la computadora. Con las hijas no cometió el mismo error. Con los padres, la cuestión fue más bien profesional: informó su parte médico y sus empleadores tuvieron el gesto de pagar por los medicamentos y por la operación, aunque, por lo bajo, se lamentaban de tener que cargar con una mujer mayor que lentamente perdería su eficiencia.
La operación trajo una leve mejoría y sendas recaídas. En la casa comenzó a trabajar Gracia, que era peruana y muy silenciosa, tímida hasta la exasperación. Gracia era maquinalmente eficiente, no revelaba nada de sí misma por fuera de sus tareas. Cuando ella intentó entablar una charla sincera con Gracia, se sintió cortésmente rechazada. A los pocos días, tuvo que ausentarse del trabajo con mayor frecuencia, luego comenzó a trabajar apenas dos días a la semana y finalmente dejó de venir. Nadie preguntó qué había pasado.
Un día, la madre, sentada con sus hijos en la mesa del comedor, les comunicó la noticia.
- Norma está entubada. Parece que es terminal. Se va a morir.
En los rostros de todos se dibujó una mueca infame. No era pena lo que sentían, o tristeza, sino más bien desagrado. No por ella, que tan servicial había sido, sino por la sensación de que se había estropeado el desayuno, que las tostadas no tenían un buen sabor o que el café - café que había preparado una máquina, no ella, y, por lo tanto, infinitamente inferior - estaba agrio. Una de las hijas se tomó la cara y se volvió pálida, la otra miró hacia la ventana y el hijo apenás si murmuró algo, luego buscó la sección deportiva del diario y hojeó desganadamente los resultados de los partidos jugados en Europa.
A continuación, la madre le mostró a sus hijas la última cartera que una amiga le había traido de Hong Kong y el hijo subió a su habitación.
- También la trajo en rojo y en azúl, dijo la madre, con una sonrisa grotesca y bastante forzada.

1 Comments:

Anonymous Anonymous said...

No se como llegué a este blog pero buenísimo el texto. y muy duro también.

9:46 PM  

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