El umbral
"No eres tú, juro que no eres tú. De serlo, créeme, te hubiese avisado con antelación"
John William Garrison, La balada de Mary Sue y Doctor Forster
Desde el borde de la puerta, antes de llegar al patio - como hesitando, como si dudara de abandonar el ámbito donde estaba con ella - terminó el cigarrillo. Apagó la colilla contra el cenicerito de cerámica quebrado, sobre la mesita prestada de madera pulida, y se giró sin modificar la rectitud de su pecho.
Ella dormía, o estaba inmóvil. Juraría que estaba a gusto, pero las mujeres, como los gatos, son virtuosas en el arte del engaño. Estaba explayada sobre las sábanas, un pie al descubierto, el otro apenas insinuado (brutalmente insinuado) detrás de una frazada ocre. La única luz: una lámpara mal ubicada, condenada a la soledad impúdica de un rincón.
Cuando ella volteó sobre su eje, a modo de acomodar el cuerpo, de entregarse al placer pleno de la comodidad radicalizada, él pensó que se despertaría. ¿Qué le diría, en caso de que amaneciera y caminara hacia él, con su aliento de sueños absurdos, de atroces pesadillas donde él era otro, o ni siquiera aparecía, donde ella se trenzaba en aventuras orgiásticas con seres atroces, seres que no eran él? Su mano trepidó. Necesitó con imperativo un cigarrillo. Se encontró inestable desde el abismo de la puerta mariposa, la puerta de madera que daba al patio, otro ámbito donde lo que pesaba - porque pesa, juro que pesa - era la soledad, fragmentada en muebles, derramada en plantas marrones que nunca ven la luz.
La deseaba con un dolor ciego. La había tenido, y la tendría muchas veces más, pero difícilmente se puede llamar a eso saciarse. El rey de las conquistas discursivas hablando solo, convenciéndose a sí mismo - una vez más - de que... ¿De qué? ¿De que estaba preparado para las tormentas, de que lo mismo daba decir sí o decir no?
No se atrevió a llamarse cobarde. Prefirió la palabra prudente. Para aliviar la tensión con la lluvia de polvo del patio, para mirar de afuera al teatro de las personas, donde un nombre se vuelve carne y la carne afecto, y los afectos goce, y algo de penumbra, y todas esas cosas que aburre nominar.
Las ficciones de correspondencia cósmica mienten. Nadie llega en simultáneo al punto de encuentro; quien no niega, esconde; quien no dice, calla; quien elige... corre el riesgo de perder.
Una serie de pasos indistintos, meticulosamente silenciosos, lo depositó en el rincón, donde la lámpara temblaba de angustia y estallaba contra las grietas de humedad. La apagó, tropezó una y más veces con las prendas desparramadas sobre la pinotea y se acostó en los milímetros de espacio que encontró.
Después dudó, eligió irse, se quedó, lo postergo para el día siguiente y se durmió, al lado de ella, escuchando el ritmo dulce de su respiración.
John William Garrison, La balada de Mary Sue y Doctor Forster
Desde el borde de la puerta, antes de llegar al patio - como hesitando, como si dudara de abandonar el ámbito donde estaba con ella - terminó el cigarrillo. Apagó la colilla contra el cenicerito de cerámica quebrado, sobre la mesita prestada de madera pulida, y se giró sin modificar la rectitud de su pecho.
Ella dormía, o estaba inmóvil. Juraría que estaba a gusto, pero las mujeres, como los gatos, son virtuosas en el arte del engaño. Estaba explayada sobre las sábanas, un pie al descubierto, el otro apenas insinuado (brutalmente insinuado) detrás de una frazada ocre. La única luz: una lámpara mal ubicada, condenada a la soledad impúdica de un rincón.
Cuando ella volteó sobre su eje, a modo de acomodar el cuerpo, de entregarse al placer pleno de la comodidad radicalizada, él pensó que se despertaría. ¿Qué le diría, en caso de que amaneciera y caminara hacia él, con su aliento de sueños absurdos, de atroces pesadillas donde él era otro, o ni siquiera aparecía, donde ella se trenzaba en aventuras orgiásticas con seres atroces, seres que no eran él? Su mano trepidó. Necesitó con imperativo un cigarrillo. Se encontró inestable desde el abismo de la puerta mariposa, la puerta de madera que daba al patio, otro ámbito donde lo que pesaba - porque pesa, juro que pesa - era la soledad, fragmentada en muebles, derramada en plantas marrones que nunca ven la luz.
La deseaba con un dolor ciego. La había tenido, y la tendría muchas veces más, pero difícilmente se puede llamar a eso saciarse. El rey de las conquistas discursivas hablando solo, convenciéndose a sí mismo - una vez más - de que... ¿De qué? ¿De que estaba preparado para las tormentas, de que lo mismo daba decir sí o decir no?
No se atrevió a llamarse cobarde. Prefirió la palabra prudente. Para aliviar la tensión con la lluvia de polvo del patio, para mirar de afuera al teatro de las personas, donde un nombre se vuelve carne y la carne afecto, y los afectos goce, y algo de penumbra, y todas esas cosas que aburre nominar.
Las ficciones de correspondencia cósmica mienten. Nadie llega en simultáneo al punto de encuentro; quien no niega, esconde; quien no dice, calla; quien elige... corre el riesgo de perder.
Una serie de pasos indistintos, meticulosamente silenciosos, lo depositó en el rincón, donde la lámpara temblaba de angustia y estallaba contra las grietas de humedad. La apagó, tropezó una y más veces con las prendas desparramadas sobre la pinotea y se acostó en los milímetros de espacio que encontró.
Después dudó, eligió irse, se quedó, lo postergo para el día siguiente y se durmió, al lado de ella, escuchando el ritmo dulce de su respiración.
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