Tuesday, March 03, 2009

El instante crepuscular

Impulso y reacción, camarada. La respiración va hacia abajo - así, desde el vientre - y sube en chistidos álgidos. La pose de Buda, las piernas abiertas, un solo hilo desde la zona genital hasta la tráquea. Si vas a decir, no pienses; no vaya a ser que la lengua quede trabada por adelantarte a las consecuencias. Ella en la penumbra es irreal y eterna; es también una mujer, como tu madre, pero su intensidad es deífica. Una luz marrón le ilumina los pómulos de tierra, la huesuda silueta de un axioma lunar.
Tu taburete, tu carnoso taburete de ramas de algarrobo, donde se aposenta tu luchador de sumo interior. Cada sílaba y su recuerdo, sonido de campanas en el precipicio de tus labios, para no decir, para apenas entonar un canto cíclico, reiterativo, de poesía material. Ella mira, escucha, asiente, aprueba. Ella sabe. Y ese saber viene del vientre, es un intelecto parco, tal vez inmanente. Ella leyó pero aún antes de leer aprendió a conectar.
Los ojos a la cortina, a sus espaldas, donde un viento urbano hace aguas de tela. En los pliegues, te dice, los ojos en los pliegues, la lengua contra los dientes, el silbido de tus entrañas y el del soplido del mundo, unificados por la música de las esferas celestes. En el centro, un sol de membrillo, una luna de chocolate. Polvo de amores perdidos en bibliotecas prestadas, en trompetas desafinadas, en vestidos regionales.
Te haces pequeño y ella se hace grande. Le cantas unas gracias moderadas y te arranca una carcajada de efluvios rojos, sin parches, sin memoria ni futuro. Juntos se ríen de la tragedia silenciosa, juntos descubren que el velorio era falso: lo que había muerto era el desamparo.
Eres real y también lo es el árbol gris de hojas sucias. También lo es el asfalto, aunque se derrita bajo las llamas; también es real el niño que se atraganta con pastillas cuando la madre no mira, y su sonrisa desdentada y balbuceante, festiva, que anuncia la gloria de su fatal aventura. Lo único que no es real, en tanto que no es tangible ni obsequiable, es el intercambio.
En el éter ha quedado, en el intersticio y en la punta de la falange, el fruto de las horas. Las palabras, los sonidos, los instantes, la penumbra, todo ha quedado guardado en tu mente y en la suya, cofres únicos, irrepetibles.
Tu eres real. ¿También lo es ella?

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