Tres veces loco
Miré hacia arriba, en dirección al techo entreabierto. Constaté dos cosas: que el día estaba hermoso y que la vecinita me iba a hacer imposible la permanencia en mi casa, cantando a los gritos mientras miraba una película a todo volumen. Todo indicaba que tenía que salir del encierro cavernoso de mi casa.
Afuera constaté que el cielo relucía en un celeste impoluto y que la temperatura había amainado en relación a días anteriores. Se olía el domingo en el aire. El vagabundo que tiene pelos en la nariz dormía en su colchón de siempre, delante de la empresa de catering. Noté que el tipo tenía un sistema muy preciso para acomodar todas sus pertenencias móviles y que incluso había diseñado una cuerda fácil de extraer para colgar a secar sus prendas.
Domingo, nada que hacer, resabios lejanos de dos noches seguidas de borracheras. Una sensación perpetua de no tener adónde ir, de tener los designios del destino en las propias manos y de pecar de indiferencia.
Caminé hacia la estación Colegiales. Hacia el Norte, apenas una idea de qué hacer. Hasta Bartolomé Mitre, después vemos. Tal vez engancho y sigo viaje hasta el Tigre, buscando pastizales, agua de algún color, torsos desnudos.
Me puse a leer a Kipling en el andén. El tren llegó demasiado rápido según el estándar habitual, me subí sin mirar insignias, me senté. Retomé la lectura en el capítulo 2 de Kim, por la parte en que el niño deja al lama en la casa de una mujer y sale a notificar al caballero inglés que el caballo blanco que le envió Mahbub Ali tiene pedigree.
Un par de estaciones adelante levanté la cabeza y me fallaron las coordenadas. Leí un cartel azulado con el nombre de la calle pero no pude hacerme la imagen mental en el catastro. Calles de tierra, niños jugando al fútbol descalzos, fábricas ultramodernas cercadas y bordeadas con extensiones de un verde calculado, enfrentadas a villas miserias monstruosas, de suelos barrosos, de caños oxidados, de latón.
¿Qué era ese lugar? Hice memoria. No puedo decir que conozca a la línea Mitre de memoria, hay varias estaciones en el medio que se me vienen a la memoria opacas, desdibujadas. Sin embargo, de tener que definir, diría que es un ramal más bien clase media, con algunas paradas de estrato aún más alto (la eterna beldad de Belgrano R, la revalorización de Coghlan, la ecuestre dignidad de Florida o la parca sobriedad de Saavedra); lo que mis ojos se encontraban delante era otro panorama: desolación, fraccionamiento, otredad. Ni un solo cartel dentro del vagón o allá afuera. En una estación, logré vislumbrar unas letras de beige, de perfil gótico y sucio: Malaver. ¿Malaver? Esa calle me suena, ¿Pero la estación? ¿Dónde estaba?
Empecé a sentirme como en un capítulo de la Dimensión Desconocida. A stop at Willoughby, pero al revés. Me dejé llevar. Es domingo, repetí, ¿Qué tengo que hacer mejor que descubrir lugares nuevos?
Llegamos a una estación. Todos empezaron a bajar. Quedé solo en mi asiento, ni siquiera un guarda o un borracho rezagado. Subieron cuatro señoras de rasgos exactamente idénticos, sus cabelleras rigurosamente delineadas en una copa de rizos naranja opaco, anteojos de ver con tinte marrón, remeras con marca o con la cara de algún dibujo animado de los setenta. Las acompañaban unas niñas de cabellos azabaches, sus sucesoras en el proyecto de comunidad que cada día debían construir para protejerse de los embistes de la vida capitalina. Atiné a hablarles.
- Discúlpenme, ¿Cómo voy de acá a Mitre?
- ¿Adónde?
- A la estación Mitre, donde termina la línea.
- Ah, no, ni idea.
- Por acá no es.
- ¿Mitre? ¿Mitre? No me suena, eh...
En medio del debate colegiado subió un tipo y, de todo el vagón vacío, vino a sentarse enfrente mío. Era retacón y de rasgo adusto, cara de pocos amigos y más de un tajo alrededor de los ojos. Me sorprendió la planicie de sus orejas y las manchas grises dispersas en su pelo uniformemente negro. A las señoras ni las miró, me habló directamente a mí, emanando un vaho sudoroso de vino tinto con gusto a mugre de estante.
- ¿Usted adónde va?
- A Mitre.
- ¿Mitre y qué?
- Estación Mitre
- A ver, sea más específico. ¿Mitre y qué?
- Estación Mitre, donde termina la línea, en Vicente López.
- ¿Vicente López y qué? Hable claro. Si quiere que lo ayude, diga las cosas como son.
- Más claro no lo puedo decir, acabé diciendo, algo enervado, empezando a creer que se estaba burlando de mí.
Un chico un tanto tímido con aros en las cejas se reía por lo bajo y captó mi atención.
- Quedáte en este tren y bajáte en Belgrano, ahí enganchás el otro tren y listo, dijo, susurrando.
- Ah, a Bartolomé Mitre vas vos, me dijo el borrachín, como si le hubiesen arruinado el chiste. Entonces bajáte en Retiro y tomáte el que va a Tigre. Te bajás en Vicente López. Eso sí, te vas a comer como cuarenta y cinco minutos, mínimo. ¿Y todo por qué? Por pelotudo, por venir pelotudeando.
Me sentí invitado a la insolencia. No parecía más que un borracho inofensivo y yo no andaba con ánimo de ser paseado. Estaba encendido, y cuando me enciendo no pienso. Hablo. Y ataco.
- Estaba leyendo, no miré. ¿Qué quiere que haga?
- ¿Te hacés el gracioso? ¿Sabés qué es esto? Esto es José León Suárez. No viniste nunca acá, ¿no?
Tenía razón, nunca había pisado ese lugar y se me notaba a la legua que estaba tan desencajado en ese lugar como un camello en el Polo. El repentino tono informal era casi una marca territorial. Hay cosas que no se pueden disimular.
- Tenés suerte de que es domingo y está tranquilo, sino acá a vos no te dejan nada, te sacan hasta los documentos.
- Y... voy a intentar de que no me saquen nada, dije, intentado ser gracioso y fallando miserablemente.
- ¿Intentar? No hay que intentar nada. Hay que hacer las cosas bien, pero la gente se caga en eso. Yo sí, yo hago las cosas bien, yo soy un tipo legal.
Me echó una mirada de arriba abajo, para confirmar lo que decía y para medir que sus dichos me habían impactado en el centro de mi bienestar social.
- ¿Qué edad tenés, pibe? - preguntó, apelándome súbitamente. El chico tímido se había encerrado en su música, las señoras habían decidido ignorar a ese hombre insoportable. El único que seguía atado a su elusiva línea de diálogo era yo. Extrañamente, no sentí con él ninguna incomodidad. Me entregué mansamente a sus desvaríos.
- Veinticinco, dije, con la voz entrecortada.
- ¿Qué dijiste? ¡Mentís! ¡Quien susurra en vez de hablar en voz alta miente!
- No, juro que no miento.
- ¿Sabes cuántos tengo yo? Sesenta y uno. ¿Cuántos decís que tengo?
- Me lo acabás de decir: sesenta y uno.
- No, quiero decir cuánto me das.
- No sé, pero seguro que menos de eso.
- Y claro, mirá, mirá mi documento.
Extrajo un fajo de papeles y de entre ellos me alcanzó su DNI. Verifiqué sin interés la fecha: 1948. Se lo entregué de vuelta.
- Yo soy militar de carrera. Mi mujer también es militar. Pero mis hijos no quiero que sean militares.
- ¿Y ellos quieren?, le pregunté, tratando de ser corajudo.
- Sí, pero yo no quiero. Es una vida de mierda. Imagináte: yo pelée en Malvinas. Yo maté gente.
No era un mero borracho, el perfil que me hice de él se modificó. Había algo más. Buscaba impresionarme, tal vez asustarme, pero no me dejé amedrentar. No sentí miedo, sino interés. Le dí a entender que estaba atento a cada palabra. Supe que estaba fuera de riesgo.
- Pero ahora no llevo más arma. ¿Y sabés qué? Sin arma soy mucho más peligroso. A mí me llaman El 66. No el 22, sino el 66, ¿Entendés? Tres veces loco. A mis hijos no les gusta que me digan así, pero ellos no saben nada de esa época. ¿Sabés quiénes me llaman así? Los oficiales, los que tienen más tiras acá en el brazo. Esos estuvieron conmigo allá abajo y saben.
Me reí, con un gesto de aprobación. El 66 río conmigo. Nada dije, esperé. Se desabrochó un botón más de la camisa hasta dejarla abierta hasta la mitad y prosiguió.
- Yo fui al Sur, viejo. Y los tipos que fueron conmigo al Sur no son mis amigos, son mis hermanos. Cuando te jugás la vida juntos, pasás a ser hermanos. Ahora andan metidos en quilombo, pero igual los quiero. Por eso, aunque no estaba de acuerdo, igual fui y firmé en el Ministerio.
- ¿Qué hicieron?
- No, nada... dejá. Pero fui y firmé por ellos, ahí, en el Ministerio de Defensa. Ahora están adentro, y yo los puedo ir a sacar, pero elegí dejarlos un mes más adentro. Para que aprendan. Dentro de un mes, cuando sea mi cumpleaños, el mismo día de mi cumpleaños, voy a ir y los voy a sacar. Con una patada en el culo los voy a sacar, para que aprendan.
Dudé si insistir con la pregunta, temí generar una tensión desmedida. Las imágenes en mi cabeza eran fugaces, flashes visuales apenas. ¿Qué habían hecho, habían matado, habían robado, era la guerra la causa de lo que sea que hubiesen hecho? Quise mencionarle el libro de Fogwill, Los Pichiciegos. Después pensé que era una muestra absurda de mi pertenencia de clase, una ostentación burda de quien nada sabe ni sabrá jamás de un conflicto armado. El 66 volvió a arrancar solito, sin que le diera cuerda.
- Ahora trabajo en seguridad. El arma la llevo porque la tengo que tener, pero yo nunca le disparo a nadie. ¿Sabés qué es lo que uso?
Hice un ademán de no saber, dándole el entre para que me dijera. Pero no fueron palabras lo que me ofreció. Apenas cortó el aire con un movimiento transversal del brazo derecho y se lo llevó al cuello.
- Juanita, Juanita es el amor de mi vida. Mirála, mirála y decíme.
Del bolsillo del pantalón sacó un sevillana de mango de madera envuelta en un estuche verde. No tenía ni una mancha, ni un raspón.
- Abríla. Tocále el filo, sentí que dulce que es Juanita, sentí qué gentil que es.
Apreté el botón, sentí el filo de la cuchilla. No pude evitar admirar con ingenuidad la belleza del arma. El 66 sonreía orgulloso.
- Yo no te mato, te corto con esa donde quiero y te dejo vivo. Te hago un tajo en el estómago y te dejo sufriendo. También tengo a la hermana de Juanita, que es igual de linda. Y si quiero te disparo al milímetro con la 22 o con un calibre largo y te mato - hizo una pausa, esperó ver el horror en mis ojos, pero solo le ofrecí un silencio respetuoso, no carente de divertimento -. Yo soy un tipo legal. ¿Sabés qué quiere decir? Que lo que digo lo hago. Por eso nadie jode conmigo. Uno de los muchachos que vino a Malvinas conmigo, un guacho alto, lindo, se me hizo el guapo. ¿Sabés qué le dije? Le dije: vení que te parto la boca de un beso, puto, vení que te muerdo los labios. Y lo hago, eh. Yo lo hacía. Te juro por mis hijos que lo hacía.
De esta última parte no supe qué pensar. ¿Me estaba confesando algo, se me estaba insinuando, o era una cuestión de códigos que yo no manejaba? Una vez más callé, lo dejé seguir.
- Con todos los faloperos que andan de noche, y toda la gente pesada que da vueltas. ¿Vos te creés que alguien jode conmigo? No, porque saben que no salen. El otro vino un falopero y se me hizo el loco. Le dije: te hacés el loco, te muerdo la boca y te mato, ¿Entendés? Y lo hice, le encajé un beso y le grité puto de mierda. No volvió más.
El 66 miró con resignación hacia la ventana. Estaba sentado erguido, patriarcal, pero había en sus ojos un dejo de tristeza, incluso de soledad.
- Yo nunca traicioné a nadie. Ni siquiera a la bandera, ni siquiera a la Patria. Fijáte vos. A nadie. Ni a mi mujer, que la amo más que a nada en el mundo. A su hermano no, ese flor de hijo de puta estafó a dos bancos y cagó a su propio viejo. Ese se merecía que lo matara. Un día le tiré un tiro. Le puse el arma en la frente, después subí un poco la mirilla y le dije: "Hijo de puta, para que veas que no se jode, te voy a peinar". Y le puse un tiro nomás, le arranqué un mechón de pelo. Después el boludo se murió de forma estúpìda, se peleó con un vecino porque no le dejaba estacionar en la puerta de la casa y quedó duro empujando el auto.
- ¿Un paro al corazón?, dije, para demostrar que seguía escuchando.
- Sí, ese boludo se merecía que lo mate... A mi mujer también le disparé una vez. Es que estaba muy enojado, ¿Sabés? Muy enojado...
El 66 miró hacia afuera, hacia las calles de tierra, hacia los primeros vestigios de asfalto, hacia un pasado de dolor que solo él conocía y con el cual cargaba en cada surco de la cara. Se tomó su tiempo, lo vi imaginando algo que no quiso contarme.
- A mí suegra sí que la quiero, esa vieja de mierda es de fierro. ¿Sabés quién llevaba a mi mujer cuando se iba a bailar rocanrrol al Deportivo San Andrés? La mamá la llevaba. ¿Podés creer? La vieja amorosa la dejaba y la pasaba a buscar en una chata, a las cuatro de la mañana. Mis hijos la adoran, yo les digo que es una vieja de mierda y Ramiro y Rodrigo saltan a defenderla, no se lo pueden bancar. Y los boludos quieren ser militares, pero yo no quiero... ¿Vos qué hacés?
- Yo trabajo en cine.
- ¿En cine qué, qué hacés?
- En temas de producción, dije, evasivamente, temeroso de que me dijera que era una profesión de putos y que intentara besarme. En cambio, bajó la mirada y luego me miró con respeto, asintiendo muy levemente.
- Esa es una buena profesión. Tiene saber, tiene técnica. Es otra línea de laburo. Yo a veces me paso dos días sin dormir. Dos días seguidos... el otro día mi compañero tuvo familia, y el gil en vez de avisarle a la empresa me lo dice a mí. Es un PF el tipo ese, un PF.
- ¿Un PF?, le pregunté. ¿Qué es un PF? - Por algún motivo sentí que diría "Policía Federal" y que luego me regañaría por no haberlo asumido.
- Un PF. Un profiláctico, el pelotudo es un profiláctico.
Estuve a punto de reír, pero noté que él seguía muy serio y apenas asentí.
- La mujer tuvo familia y él se fue corriendo a Santiago del Estero. Y alguien lo tiene que cubrir. Dos turnos seguidos me comí. Sabés qué, cuando volvió casi le pongo un tiro, así - apretó su dedo índice contra la tibia de mi pierna izquierda -, no lo mato pero aprende. Hay que tener coherencia, ¿Entendés? Hay que ser coherente. Y no hay que ser buchón, ni alcahuete. Si vos sabés algo, no digas nada, así te ahorras problemas. Ciego, sordo y mudo. A mí mis amigos me dicen: Raúl, vos sos un fantasma. Te vemos pero no te vemos, te escuchamos pero no te escuchamos. Y es así: hay que matar a los alcahuetes, hay gente que desde que nació no sirve para nada y siempre van a ser así. El otro día la agarré a la mujer de mi cuñado, que es teniente en la Policía, cogiendo con mi sobrino. Yo a Franco, el marido, lo conozco mucho. Y ella me vio que la descubrí, la vi saliendo de la casa de mi sobrino. Pero ella sabe que yo no digo nada, y se cagaba de risa. ¿Sabés por qué no digo nada? Porque sé que Franco también tiene sus movidas. Entonces, no hay que ser buchón. No hay que ser alcahuete y siempre hay que mirar a los ojos, y hablar en voz alta y claro.
Raúl. El 66, como él mismo se había definido, se llamaba en realidad Raúl. Lo miré y tomé distancia, sentí hacia él un cariño atípico, casi filial. Lo ví golpeado, herido, casi épico. Lo ví vencido por la vida y sin embargo estoico, empeñado en darme lecciones de vida que seguramente sus hijos (Ramiro y Rodrigo, omnipresentes pero carentes en sus menciones de rasgos o matices) se habían negado a escuchar.
Me estaba contando algo relacionado a la profesión de su cuñada, que también era militar o policía, cuando el chico tímido de los auriculares me dijo que la siguiente era Belgrano. Me dio pena interrumpirlo, y hasta temí ser víctima de un rapto de violencia, producto de abandonarlo en mitad de la anécdota. Me puse de pie y él conmigo, su sonrisa amplia y generosa. Le estiré la mano y me la apretó corajudamente, como se hace en las pulseadas, con todo el cuerpo.
- Bueno, loco... - empecé a decir, sin saber bien cuál era el mensaje.
- Un gustazo, amigo. Que te vaya bien. Te acordás de todo lo que te dije, ¿no?
- ¡De todo!
- ¡No te olvides!
Le dediqué un último saludo con la palma de la mano antes de pisar el andén y, cuando la turba empezó a llenar los huecos que se habían formado por el descenso de gente, escuché el último resquicio de su voz, dirigida a mí, un grito seco, lleno de una tristeza jovial.
- ¡No te mueras nunca!
Raúl, El 66, el tres veces loco, el de Suárez, se perdió para siempre, desde un laberinto de trenes que no van a ninguna parte.
Afuera constaté que el cielo relucía en un celeste impoluto y que la temperatura había amainado en relación a días anteriores. Se olía el domingo en el aire. El vagabundo que tiene pelos en la nariz dormía en su colchón de siempre, delante de la empresa de catering. Noté que el tipo tenía un sistema muy preciso para acomodar todas sus pertenencias móviles y que incluso había diseñado una cuerda fácil de extraer para colgar a secar sus prendas.
Domingo, nada que hacer, resabios lejanos de dos noches seguidas de borracheras. Una sensación perpetua de no tener adónde ir, de tener los designios del destino en las propias manos y de pecar de indiferencia.
Caminé hacia la estación Colegiales. Hacia el Norte, apenas una idea de qué hacer. Hasta Bartolomé Mitre, después vemos. Tal vez engancho y sigo viaje hasta el Tigre, buscando pastizales, agua de algún color, torsos desnudos.
Me puse a leer a Kipling en el andén. El tren llegó demasiado rápido según el estándar habitual, me subí sin mirar insignias, me senté. Retomé la lectura en el capítulo 2 de Kim, por la parte en que el niño deja al lama en la casa de una mujer y sale a notificar al caballero inglés que el caballo blanco que le envió Mahbub Ali tiene pedigree.
Un par de estaciones adelante levanté la cabeza y me fallaron las coordenadas. Leí un cartel azulado con el nombre de la calle pero no pude hacerme la imagen mental en el catastro. Calles de tierra, niños jugando al fútbol descalzos, fábricas ultramodernas cercadas y bordeadas con extensiones de un verde calculado, enfrentadas a villas miserias monstruosas, de suelos barrosos, de caños oxidados, de latón.
¿Qué era ese lugar? Hice memoria. No puedo decir que conozca a la línea Mitre de memoria, hay varias estaciones en el medio que se me vienen a la memoria opacas, desdibujadas. Sin embargo, de tener que definir, diría que es un ramal más bien clase media, con algunas paradas de estrato aún más alto (la eterna beldad de Belgrano R, la revalorización de Coghlan, la ecuestre dignidad de Florida o la parca sobriedad de Saavedra); lo que mis ojos se encontraban delante era otro panorama: desolación, fraccionamiento, otredad. Ni un solo cartel dentro del vagón o allá afuera. En una estación, logré vislumbrar unas letras de beige, de perfil gótico y sucio: Malaver. ¿Malaver? Esa calle me suena, ¿Pero la estación? ¿Dónde estaba?
Empecé a sentirme como en un capítulo de la Dimensión Desconocida. A stop at Willoughby, pero al revés. Me dejé llevar. Es domingo, repetí, ¿Qué tengo que hacer mejor que descubrir lugares nuevos?
Llegamos a una estación. Todos empezaron a bajar. Quedé solo en mi asiento, ni siquiera un guarda o un borracho rezagado. Subieron cuatro señoras de rasgos exactamente idénticos, sus cabelleras rigurosamente delineadas en una copa de rizos naranja opaco, anteojos de ver con tinte marrón, remeras con marca o con la cara de algún dibujo animado de los setenta. Las acompañaban unas niñas de cabellos azabaches, sus sucesoras en el proyecto de comunidad que cada día debían construir para protejerse de los embistes de la vida capitalina. Atiné a hablarles.
- Discúlpenme, ¿Cómo voy de acá a Mitre?
- ¿Adónde?
- A la estación Mitre, donde termina la línea.
- Ah, no, ni idea.
- Por acá no es.
- ¿Mitre? ¿Mitre? No me suena, eh...
En medio del debate colegiado subió un tipo y, de todo el vagón vacío, vino a sentarse enfrente mío. Era retacón y de rasgo adusto, cara de pocos amigos y más de un tajo alrededor de los ojos. Me sorprendió la planicie de sus orejas y las manchas grises dispersas en su pelo uniformemente negro. A las señoras ni las miró, me habló directamente a mí, emanando un vaho sudoroso de vino tinto con gusto a mugre de estante.
- ¿Usted adónde va?
- A Mitre.
- ¿Mitre y qué?
- Estación Mitre
- A ver, sea más específico. ¿Mitre y qué?
- Estación Mitre, donde termina la línea, en Vicente López.
- ¿Vicente López y qué? Hable claro. Si quiere que lo ayude, diga las cosas como son.
- Más claro no lo puedo decir, acabé diciendo, algo enervado, empezando a creer que se estaba burlando de mí.
Un chico un tanto tímido con aros en las cejas se reía por lo bajo y captó mi atención.
- Quedáte en este tren y bajáte en Belgrano, ahí enganchás el otro tren y listo, dijo, susurrando.
- Ah, a Bartolomé Mitre vas vos, me dijo el borrachín, como si le hubiesen arruinado el chiste. Entonces bajáte en Retiro y tomáte el que va a Tigre. Te bajás en Vicente López. Eso sí, te vas a comer como cuarenta y cinco minutos, mínimo. ¿Y todo por qué? Por pelotudo, por venir pelotudeando.
Me sentí invitado a la insolencia. No parecía más que un borracho inofensivo y yo no andaba con ánimo de ser paseado. Estaba encendido, y cuando me enciendo no pienso. Hablo. Y ataco.
- Estaba leyendo, no miré. ¿Qué quiere que haga?
- ¿Te hacés el gracioso? ¿Sabés qué es esto? Esto es José León Suárez. No viniste nunca acá, ¿no?
Tenía razón, nunca había pisado ese lugar y se me notaba a la legua que estaba tan desencajado en ese lugar como un camello en el Polo. El repentino tono informal era casi una marca territorial. Hay cosas que no se pueden disimular.
- Tenés suerte de que es domingo y está tranquilo, sino acá a vos no te dejan nada, te sacan hasta los documentos.
- Y... voy a intentar de que no me saquen nada, dije, intentado ser gracioso y fallando miserablemente.
- ¿Intentar? No hay que intentar nada. Hay que hacer las cosas bien, pero la gente se caga en eso. Yo sí, yo hago las cosas bien, yo soy un tipo legal.
Me echó una mirada de arriba abajo, para confirmar lo que decía y para medir que sus dichos me habían impactado en el centro de mi bienestar social.
- ¿Qué edad tenés, pibe? - preguntó, apelándome súbitamente. El chico tímido se había encerrado en su música, las señoras habían decidido ignorar a ese hombre insoportable. El único que seguía atado a su elusiva línea de diálogo era yo. Extrañamente, no sentí con él ninguna incomodidad. Me entregué mansamente a sus desvaríos.
- Veinticinco, dije, con la voz entrecortada.
- ¿Qué dijiste? ¡Mentís! ¡Quien susurra en vez de hablar en voz alta miente!
- No, juro que no miento.
- ¿Sabes cuántos tengo yo? Sesenta y uno. ¿Cuántos decís que tengo?
- Me lo acabás de decir: sesenta y uno.
- No, quiero decir cuánto me das.
- No sé, pero seguro que menos de eso.
- Y claro, mirá, mirá mi documento.
Extrajo un fajo de papeles y de entre ellos me alcanzó su DNI. Verifiqué sin interés la fecha: 1948. Se lo entregué de vuelta.
- Yo soy militar de carrera. Mi mujer también es militar. Pero mis hijos no quiero que sean militares.
- ¿Y ellos quieren?, le pregunté, tratando de ser corajudo.
- Sí, pero yo no quiero. Es una vida de mierda. Imagináte: yo pelée en Malvinas. Yo maté gente.
No era un mero borracho, el perfil que me hice de él se modificó. Había algo más. Buscaba impresionarme, tal vez asustarme, pero no me dejé amedrentar. No sentí miedo, sino interés. Le dí a entender que estaba atento a cada palabra. Supe que estaba fuera de riesgo.
- Pero ahora no llevo más arma. ¿Y sabés qué? Sin arma soy mucho más peligroso. A mí me llaman El 66. No el 22, sino el 66, ¿Entendés? Tres veces loco. A mis hijos no les gusta que me digan así, pero ellos no saben nada de esa época. ¿Sabés quiénes me llaman así? Los oficiales, los que tienen más tiras acá en el brazo. Esos estuvieron conmigo allá abajo y saben.
Me reí, con un gesto de aprobación. El 66 río conmigo. Nada dije, esperé. Se desabrochó un botón más de la camisa hasta dejarla abierta hasta la mitad y prosiguió.
- Yo fui al Sur, viejo. Y los tipos que fueron conmigo al Sur no son mis amigos, son mis hermanos. Cuando te jugás la vida juntos, pasás a ser hermanos. Ahora andan metidos en quilombo, pero igual los quiero. Por eso, aunque no estaba de acuerdo, igual fui y firmé en el Ministerio.
- ¿Qué hicieron?
- No, nada... dejá. Pero fui y firmé por ellos, ahí, en el Ministerio de Defensa. Ahora están adentro, y yo los puedo ir a sacar, pero elegí dejarlos un mes más adentro. Para que aprendan. Dentro de un mes, cuando sea mi cumpleaños, el mismo día de mi cumpleaños, voy a ir y los voy a sacar. Con una patada en el culo los voy a sacar, para que aprendan.
Dudé si insistir con la pregunta, temí generar una tensión desmedida. Las imágenes en mi cabeza eran fugaces, flashes visuales apenas. ¿Qué habían hecho, habían matado, habían robado, era la guerra la causa de lo que sea que hubiesen hecho? Quise mencionarle el libro de Fogwill, Los Pichiciegos. Después pensé que era una muestra absurda de mi pertenencia de clase, una ostentación burda de quien nada sabe ni sabrá jamás de un conflicto armado. El 66 volvió a arrancar solito, sin que le diera cuerda.
- Ahora trabajo en seguridad. El arma la llevo porque la tengo que tener, pero yo nunca le disparo a nadie. ¿Sabés qué es lo que uso?
Hice un ademán de no saber, dándole el entre para que me dijera. Pero no fueron palabras lo que me ofreció. Apenas cortó el aire con un movimiento transversal del brazo derecho y se lo llevó al cuello.
- Juanita, Juanita es el amor de mi vida. Mirála, mirála y decíme.
Del bolsillo del pantalón sacó un sevillana de mango de madera envuelta en un estuche verde. No tenía ni una mancha, ni un raspón.
- Abríla. Tocále el filo, sentí que dulce que es Juanita, sentí qué gentil que es.
Apreté el botón, sentí el filo de la cuchilla. No pude evitar admirar con ingenuidad la belleza del arma. El 66 sonreía orgulloso.
- Yo no te mato, te corto con esa donde quiero y te dejo vivo. Te hago un tajo en el estómago y te dejo sufriendo. También tengo a la hermana de Juanita, que es igual de linda. Y si quiero te disparo al milímetro con la 22 o con un calibre largo y te mato - hizo una pausa, esperó ver el horror en mis ojos, pero solo le ofrecí un silencio respetuoso, no carente de divertimento -. Yo soy un tipo legal. ¿Sabés qué quiere decir? Que lo que digo lo hago. Por eso nadie jode conmigo. Uno de los muchachos que vino a Malvinas conmigo, un guacho alto, lindo, se me hizo el guapo. ¿Sabés qué le dije? Le dije: vení que te parto la boca de un beso, puto, vení que te muerdo los labios. Y lo hago, eh. Yo lo hacía. Te juro por mis hijos que lo hacía.
De esta última parte no supe qué pensar. ¿Me estaba confesando algo, se me estaba insinuando, o era una cuestión de códigos que yo no manejaba? Una vez más callé, lo dejé seguir.
- Con todos los faloperos que andan de noche, y toda la gente pesada que da vueltas. ¿Vos te creés que alguien jode conmigo? No, porque saben que no salen. El otro vino un falopero y se me hizo el loco. Le dije: te hacés el loco, te muerdo la boca y te mato, ¿Entendés? Y lo hice, le encajé un beso y le grité puto de mierda. No volvió más.
El 66 miró con resignación hacia la ventana. Estaba sentado erguido, patriarcal, pero había en sus ojos un dejo de tristeza, incluso de soledad.
- Yo nunca traicioné a nadie. Ni siquiera a la bandera, ni siquiera a la Patria. Fijáte vos. A nadie. Ni a mi mujer, que la amo más que a nada en el mundo. A su hermano no, ese flor de hijo de puta estafó a dos bancos y cagó a su propio viejo. Ese se merecía que lo matara. Un día le tiré un tiro. Le puse el arma en la frente, después subí un poco la mirilla y le dije: "Hijo de puta, para que veas que no se jode, te voy a peinar". Y le puse un tiro nomás, le arranqué un mechón de pelo. Después el boludo se murió de forma estúpìda, se peleó con un vecino porque no le dejaba estacionar en la puerta de la casa y quedó duro empujando el auto.
- ¿Un paro al corazón?, dije, para demostrar que seguía escuchando.
- Sí, ese boludo se merecía que lo mate... A mi mujer también le disparé una vez. Es que estaba muy enojado, ¿Sabés? Muy enojado...
El 66 miró hacia afuera, hacia las calles de tierra, hacia los primeros vestigios de asfalto, hacia un pasado de dolor que solo él conocía y con el cual cargaba en cada surco de la cara. Se tomó su tiempo, lo vi imaginando algo que no quiso contarme.
- A mí suegra sí que la quiero, esa vieja de mierda es de fierro. ¿Sabés quién llevaba a mi mujer cuando se iba a bailar rocanrrol al Deportivo San Andrés? La mamá la llevaba. ¿Podés creer? La vieja amorosa la dejaba y la pasaba a buscar en una chata, a las cuatro de la mañana. Mis hijos la adoran, yo les digo que es una vieja de mierda y Ramiro y Rodrigo saltan a defenderla, no se lo pueden bancar. Y los boludos quieren ser militares, pero yo no quiero... ¿Vos qué hacés?
- Yo trabajo en cine.
- ¿En cine qué, qué hacés?
- En temas de producción, dije, evasivamente, temeroso de que me dijera que era una profesión de putos y que intentara besarme. En cambio, bajó la mirada y luego me miró con respeto, asintiendo muy levemente.
- Esa es una buena profesión. Tiene saber, tiene técnica. Es otra línea de laburo. Yo a veces me paso dos días sin dormir. Dos días seguidos... el otro día mi compañero tuvo familia, y el gil en vez de avisarle a la empresa me lo dice a mí. Es un PF el tipo ese, un PF.
- ¿Un PF?, le pregunté. ¿Qué es un PF? - Por algún motivo sentí que diría "Policía Federal" y que luego me regañaría por no haberlo asumido.
- Un PF. Un profiláctico, el pelotudo es un profiláctico.
Estuve a punto de reír, pero noté que él seguía muy serio y apenas asentí.
- La mujer tuvo familia y él se fue corriendo a Santiago del Estero. Y alguien lo tiene que cubrir. Dos turnos seguidos me comí. Sabés qué, cuando volvió casi le pongo un tiro, así - apretó su dedo índice contra la tibia de mi pierna izquierda -, no lo mato pero aprende. Hay que tener coherencia, ¿Entendés? Hay que ser coherente. Y no hay que ser buchón, ni alcahuete. Si vos sabés algo, no digas nada, así te ahorras problemas. Ciego, sordo y mudo. A mí mis amigos me dicen: Raúl, vos sos un fantasma. Te vemos pero no te vemos, te escuchamos pero no te escuchamos. Y es así: hay que matar a los alcahuetes, hay gente que desde que nació no sirve para nada y siempre van a ser así. El otro día la agarré a la mujer de mi cuñado, que es teniente en la Policía, cogiendo con mi sobrino. Yo a Franco, el marido, lo conozco mucho. Y ella me vio que la descubrí, la vi saliendo de la casa de mi sobrino. Pero ella sabe que yo no digo nada, y se cagaba de risa. ¿Sabés por qué no digo nada? Porque sé que Franco también tiene sus movidas. Entonces, no hay que ser buchón. No hay que ser alcahuete y siempre hay que mirar a los ojos, y hablar en voz alta y claro.
Raúl. El 66, como él mismo se había definido, se llamaba en realidad Raúl. Lo miré y tomé distancia, sentí hacia él un cariño atípico, casi filial. Lo ví golpeado, herido, casi épico. Lo ví vencido por la vida y sin embargo estoico, empeñado en darme lecciones de vida que seguramente sus hijos (Ramiro y Rodrigo, omnipresentes pero carentes en sus menciones de rasgos o matices) se habían negado a escuchar.
Me estaba contando algo relacionado a la profesión de su cuñada, que también era militar o policía, cuando el chico tímido de los auriculares me dijo que la siguiente era Belgrano. Me dio pena interrumpirlo, y hasta temí ser víctima de un rapto de violencia, producto de abandonarlo en mitad de la anécdota. Me puse de pie y él conmigo, su sonrisa amplia y generosa. Le estiré la mano y me la apretó corajudamente, como se hace en las pulseadas, con todo el cuerpo.
- Bueno, loco... - empecé a decir, sin saber bien cuál era el mensaje.
- Un gustazo, amigo. Que te vaya bien. Te acordás de todo lo que te dije, ¿no?
- ¡De todo!
- ¡No te olvides!
Le dediqué un último saludo con la palma de la mano antes de pisar el andén y, cuando la turba empezó a llenar los huecos que se habían formado por el descenso de gente, escuché el último resquicio de su voz, dirigida a mí, un grito seco, lleno de una tristeza jovial.
- ¡No te mueras nunca!
Raúl, El 66, el tres veces loco, el de Suárez, se perdió para siempre, desde un laberinto de trenes que no van a ninguna parte.
4 Comments:
guai!
tengo premio por leerlo del tiron?
Genial.
buen domingo, buen relato
te aseguro que yo tambien iba en ese tren.
atenta sin perderme nada...
escribe cosas como estas, te salen de rechupete.
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