Wednesday, September 23, 2009

Cromatismo erótico

Doscientas veces me dicen que deje de tirar del hilo y doscientas veces lo vuelvo a hacer. Como la gata, blanca con un parche negro, jalo de ese cordón y al final se hace añicos. Me cruje el intestino y tiembla el Parlamento, porque saben que me cago en ellos. Es un modo de hablar, una voz interior qué sé reconocer de las otras. Cuando juego al ping pong se me nota que el brazo derecho está más desarrollado que el izquierdo, como el codo de tenista sin polvo de ladrillo. Mariposas de colores que no sé nombrar surcan el aire críptico que me deja inmóvil. Miau, maúlla la gata emparchada, miau, y yo no sé si tiene hambre, sueño, falta de afecto o si se avergüenza de mi desempeño. Pierdo puntos como antes perdía el pelo, pero gracias a Dios ya casi no tengo, y la ausencia de cosas efímeras siempre trae calma.
Ayer fui a tomar un helado con Magenta, la vendedora de fiambres, y me repugnó su olor a carne cruda entre mis sábanas. Pero sus muslos, firmes como un lechón recién carneado, me recomfortaron. Su lengua tenía gusto a sambayón, como las noches de invierno a la salida de la fábrica. Me dijo que creía que me amaba y yo le dije que lo sentía mucho por ella. Hay palabras que es mejor no pronunciar en mi casa. Instantáneamente sentí sueño y me eché en el canapé, que es verde como las hojas recién nacidas. Dormí el sueño de diez mil luciérnagas y al despertarme ella ya no estaba, me había dejado un hueco en el vientre por donde se filtraban todas mis voces, incluso las que no conozco. No volví a tener noticias de ella hasta el día del despegue.
Eso ocurrió dos semanas después, unos días después del equinoxio. Jaén, el carnicero orgulloso, la llevaba a pasear de su abrazo como un apéndice florido. Eran una estampa corintia, dos relieves sobre un fondo amarillento. Magenta brillaba y se ampliaba desde el brazo de Jaén hasta el suelo asfaltado. Me presenté y fingió no conocerme. Me despedí y dejó caer dos lágrimas, pero no eran para mí sino para los astronautas. Jaén no dijo nada, creo que las llamas incandescentes le habían quitado el habla.
Cuatrocientos minutos más tarde llegó la ambulancia. Me encontró escindido sobre el pavimento, mitad eléctrico y mitad distendido. Es la falta de amor, les dije, y la frustración de ya no ser ciertas cosas. La enfermera Matilda entendió, o eso intuí por el arqueo de las cejas, pero a Jacinto, el doctor, le importaba tanto como la amplitud térmica en en las zonas caribeñas.
La enfermera Matilda y yo tuvimos una cita inocua dos meses más tarde, cuando mi cadera y mi frente habían retornado a la unidad. Tampoco a ella le agradó la escena del canapé, pero fue comprensiva. Desayunamos sobre la hierba la semana siguiente, mientras me explicaba los ritos del oficio. La gata emparchada había destrozado el canapé a uñazos, y con él se fue mi pereza. Matilda me dejó un estetoscopio de regalo, apenas un presente vistoso para encandilar a las visitas. No volví a saber de ella, un magnetismo extraño la había conducido hasta el despacho del oficial de policía. De allí a su dormitorio había apenas unos segundos de distancia.
Los meses en vela me sirvieron para adoctrinar la mente. Ejercicios numéricos y largas sesiones de esgrima afinaron mis sentidos. Aprendí el dichoso arte de saber elegir mujeres. Melovea, la pediatra tendenciosa, era una joya silente. Abría sus labios solo para decir hondas verdades. Tuve la cautela de ahuyentar a Jibian, el ortodoncista melómano, quien comenzó a reitarar sus rutinas por mi vecindario, merodeando a la hora de la siesta. Los que no dormimos, vigilamos. Melovea roncaba como una locomotora a vapor y yo custodiaba sus curvas peligrosas. Pero tuve un desliz a la hora del baño de espuma y juntos huyeron en un Cadillac oliva, justo a tiempo para presenciar el siguiente despegue. También yo quise ir, para ahogar mis penas en carbón y éter, pero tuve un súbito ataque de sueño y caí rendido en la ausencia del canapé, que ahora era una mancha bordó en el suelo de esterilla. La gata agujereada maulló, miau, miau, pero yo ya estaba ido, soñando en cómo seducir a la idea del tiempo.

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