Bosquejo testamental
Furia tengo, ¿No ves que estoy fuera de mí? Los mismos canales, las mismas atrofias. Ni hay progresión porque la percepción es incapaz de cambiar, la ilusión está cortada de raíz y no hay voluntad de cambio. ¿Por qué habría de cambiar? Esta visión es correcta, se acerca a la verdad infinitamente más que todas las otras, que la religión, que las ciencias de la mente, que el discurso inmundo del zen, el autoconocimiento, la fe en la energía cósmica que domina al mundo. Hay que mirar a la mierda de lleno porque no hay otra cosa, no queda nada más que esta incompletitud, esta finitud bruta y puerca, esta serie de pedazos... ¡Porque son pedazos, no hay totalidad, no hay unión, no hay suma magna de las partes! Hay silencio y hay dolor, hay odio y hay muerte, y solo hay felicidad en ese asco, en la violencia, en las ganas de matar a alguien y de ser asesinado en ese mismo proceso... Quisiera romper piedras con estos brazos y destrozar la cara de la niña más bella, hacerla pedazos contra una pared de concreto, para después lamentarme - como un cobarde, como un mártir - por la destrucción ficcional de la belleza del mundo. Ya no puedo gritar, ya no encuentro el placer secreto de los pequeños detalles, tal vez porque nunca existió, tal vez porque ya no puedo mentirme más, convencerme de que vale la pena, de que hay una hermosura escondida, ya no puedo levantarme a la mañana y mantener vivos mis sueños de infancia. Ahora solo quiero destruir, ver de lejos a los que todavía creen y aplaudirlos, no porque sean mejores, sino porque no perdieron esa sana ingenuidad. Solo atino a quebrarme a pedazos, a consumir todo lo que me hace mal, a buscar ungidamente esa autodestrucción que desarrollo por amor a la humanidad, porque solo un verdadero humanista se traga su odio y evita la destrucción de otros. Odio y consideración, frustración y amor al prójimo, qué pares inconexos y que, sin embargo, cohabitan en mí, me llenan de un extremo al otro de este intelecto y de este cuerpo. Brota de mí una tiranía ciega que apenas contengo en este envase de civilidad. Pero cuidado, porque no sé cuánto más puedo contener esta sanidad. No sé cuándo finalmente estallaré en mil pedazos y crearé la gran obra antes de matar a un centenar de inocentes. Quien mucho guarda, esconde la genialidad o la masacre, no hay puntos intermedios en este derrotero. Furia, furia ciega y sorda, un deseo por momentos incontenible de hacer añicos todo lo que la humanidad ha construido: los códigos, los lenguajes, las fortalezas, las instituciones, los regímenes. Todo hace eco enfermo en una habitación cerrada donde conservo mis pensamientos más oscuros. Es eso o la muerte, me digo, eso o la muerte, la muerte de algo, de alguien, el desamparo, el desamor, el odio más radical por el amor, por los que aman, por los que aún creen que se puede amar y estar en sintonía con otro. Pero no hay otros, no están ahí, son cadáveres en dos patas, son restos de seres, son cápsulas que lleno de matices, pero entre ellos y yo no hay nada, hay aire, están huecos. Ellos viven en una realidad y yo vivo en otra, yo no sé cómo ser persona, yo imito a las personas para intentar encajar en el rompecabezas y no lo logro, soy la pieza mal diseñada, la que encaja a la fuerza y se disimula desde la distancia. He llegado a la conclusión de que seguir simulando es inútil, que hay que destruir a todas las piezas que me rodean y lentamente desbarrancar la armonía del total. Es falsa, es un orden senil caduco. Ya nada importa, ya no quedan cimientos, ya no habrá fiestas ni planes, proyectos o cruces, todo será una bola creciente de excremento y podredumbre, aquí o allá, lo misma da, en todo el orbe la tierra expelerá la pestilencia de mi miseria. Voy a hacer finalmente lo que Dios quiso que hiciera en este mundo y pondré orden donde antes hubo desorden, justicia donde antes hubo caos. Es el momento de dejar de ser un niño timorato y pasar a ser un hombre que elige y decide, impone y perdona, dicta y arriesga. Riesgo es la palabra, el coraje tiene fachada de riesgo, la voluntad se impone por doctrina y por la fuerza, la intolerancia huele a virtud y a verdad: no hay empatía, no hay punto de comparación, no hay tierra húmeda ni credos que nos unan, solo fronteras, solo sangre derramada, solo palabras hostiles y hocicos erguidos con caninos salivosos, siempre al borde de gritar ¡Guerra! ¡Guerra! ¡Carne! ¡Conquista! En el fulgor de la batalla me verán blandiendo la espada, cortando las cabezas de los libertinos y de los poetas, de los herejes que alzan las banderas del arte para sumirse en festines bacanales, de los deterministas y de los que se cuelgan de la teta del azar para sacar su tajada de esta vida enferma. Quiero agredir a un anciano y echarle en cara la decadencia que nos legó, cortar las piernas y triturar los miembros de nuestros jóvenes para repudirarlos por el presente que sustentan, masacrar a nuestros padres por habernos hecho cobardes, sensibles, diminutos y, por sobre todas las cosas, humanos, alejados contra natura del miedo a Dios. Nunca habrá de curarse la saña por este estúpido ateismo, por haber nacido con este castigo congénito de ser pesimista, de vivir descastado de cualquier camino civil o moral al cual moldear para triunfar dentro del estamento social. La sociedad está enferma, sus modos y costumbres chillan moribundas, nada tiene ya forma ni futuro, pero algo es certero: solo quien negocia dentro de los márgenes y las leyes puede conquistar y ser reconocido. Quién intenta gobernar y dominar desde las sombras puede poseer las fuerzas de los dioses, pero no es más que un marginal ilegítimo, un bárbaro idiota, que nada sabe de los caminos del poder o de las mentes de los hombres.
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