Monólogo
Te configuran el cerebro, no se puede contraatacar. Uno se da cuenta tarde. Tira el sablazo al vacío y ruega dar de lleno. Estás ahí y estás bien, pensas, llegás a pensarlo: estoy bien, de acá no me muevo. La estabilidad mata como una enfermedad sin síntomas. La humillé, la putié de arriba a abajo hasta dejarla estéril delante de sus adláteres. No me gustó. Es un río ancho y caudaloso. Al final me quedo encerrado en los pensamientos, ahí encuentro el verdadero placer. Cuando grito, se traba en la garganta; cuando hiero, la mano queda tiesa en medio del aire, siempre frenada en el instante previo al golpe. Llueve. El grito mudo. Esperé el instante años. La dejé hablar, esperé, creo que hasta la provoqué para que escupiera las palabras. Pero la herida fue menor, insuficiente, nada comparado a aquella vez que me dijo que yo parecía una señora. A las palabras se las lleva el viento, son los arrebatos los que cuentan. Aunque te lleven a la cárcel, aunque te mueras de frío en un rincón húmedo. Me puse de pie, miré al auditorio - todos callados, todos de estuco, estatuificados - y me reí apenas una partícula de tiempo antes de vaciarle el vaso de cerveza en la cabeza, la espuma indigna chorreando como semen de su cabello francés a sus hombros argentinos, pudriéndose como catarata de mierda hacia su pubis, ese pubis francés que se ensancha, cadera francesa, también, el Síndrome Francia. Después dije algo, no sé, ella articuló un quejido, un lamento muy ético, y la cantina estaba de su lado, y creo que hasta yo estaba de su lado de lo magnética que es, pero no era tiempo de ser tibio, y entonces abrí la boca y la humillé, la putié de arriba a abajo, le vomité en las mejillas todo el resentimiento de siglos y después la maté, la degollé con dedos de aire, y fue indigno. Fue indigno, mierda, fue indigno. No se puede ganar, de veras que no se puede. Cleopatra cruel e impasible, asesinada en cuerpo pero nunca en mito. Marco Antonio de papel, de historieta de quiosco de diarios, una estola de alambre de púa que sangra y sangra, sangra por la herida. Te lavan el cerebro, te lo dejan seco como un higo. Te chupan la energía vital hasta que las curvas de las piernas de una mujer te dejan indiferentes, como los bebés, como el invierno. Te despertás y te dormís, comés y comés bien, manjares todos los días, invertís cada centavo en un pato o en una fondue, y ahogás la abulia en cerveza importada y droga en bolsita. Los sueños te los fríen, te los cortan de a chorro, te cogés hasta a los mandriles del zoológico - impúdicos, son animales, no se preguntan - y lo único que sentís es odio. Son unas ganas hermosas de estrangular, de maniatar, de interrumpir el suministro de sangre de algún cuello níveo de ninfa. Matarla a batazos en la cabeza, arrancarle esa carita francesa de pecas y ojitos de cristal, destrozarle ese semblante de éxito infantil hasta hacer catarsis de todos los desencantos de este mundo. Y odiarla sin reparos, odiarla porque ella sabe, no golpea a a la puerta, sino que la abre y entra, y encuentra, y tira a las piernas, no más alto... La cubrí de moretones orgullosos, pero nunca la toqué, solo aquella vez en la que entonces era su casa, me dejó rozar esa entrepierna apenas húmeda, y me dejó penetrarla como a un abrelatas sin decir nada, ni una palabra, para decirme claro que no me quería ahí. Entrando y saliendo, mirando a la ventana, dejando que el amor fluya por la bañadera hasta la rejilla, sangre opaca, una abeja ciega, sabiendo que el momento es mítico porque no va a repetirse, y, aún así, ¿De qué sirvió? ¿Valió la pena? Ahora tengo una excusa para arruinarte la vida, por escrito, no oral, por escrito, que lo vean todos sin saber para quién es. La calciné, la calciné con versos mediocres, y luego la poseí sin jamás tenerla. ¡Lo costoso que ha sido este pasado! Te perforan, te ofrecen un futuro y una necesidad, te venden apocalipsis y te regalan páramos frescos, te enganchan como arañas y después te comen el intestino. ¡Lo humanos que parecen, y lo bichos que son! Uno se deja tragar, uno, que piensa que el amor es hueso y tripas, que intuye que la vida es pozo ciego, se deja chupar, por la inercia de estar vivo. Les das tu eternidad, la gloria de tu juventud, y te devuelven un cheque que pronto se agotará en manjares y efímeras conquistas. Efímero, como un eco me retumba esa palabra, esa quimera vetusta, esa promesa que nunca acaba de morir. Ay, ay, del aire, ay del viento, ay de esta lluvia que me lava la cara de barro pero no los recuerdos, los anhelos mal cicatrizados... ¡La maté, carajo, la maté porque era mía, porque no había otra opción, porque hay reclamos que nadie escucha aunque los dioses estén de tu lado! La maté y no me enorgullece, pero no por la cautela timorata de los oficiales de tránsito. Ahora miro atrás y me siento anciano. De nada sirve culpar a las instituciones. Las leyes están claras, es uno el que se come la torta. ¿Me vienen a buscar? Ya era hora, los estaba esperando.
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