Revisión de metas en función del saber popular
Hay cosas que nunca aprendí y dudo poder aprenderlas ahora. Lo digo con gran pesar, porque el saber popular - y creo que en esto no se equivoca -dice que esas cosas uno las aprende solo. No hay escuelas para aprender a elegir, para conocerse a uno mismo, para construir una ética, para enamorarse. El tiempo pasa, la gente avanza y uno, de vez en cuando, se siente estancado. Después se entera que a fin de cuentas a todos les va más o menos mal y eso tranquiliza, pero no resuelve. Qué dilema, porque todo tiene que salir de uno. Y uno vive con sus limitaciones y con las distancias que lo separa del deseo. Las preguntas existenciales resurgen y no tranquilizan, el tiempo corre y uno hace el humilde recuento de sus logros y sus fracasos, enciende la tele, mira un poco de fútbol, se distrae con alguna película o con alguna relación ocasional y se va a dormir, único momento del día en el que - con la ayuda del inconsciente y de las sábanas - se olvida de sí mismo y se pierde en el territorio de libertad que la cabeza habilita.
La madurez trae, sin que uno se lo proponga, calma, o al menos inculca en uno la capacidad de priorizar, de no hacerse mucho problema por cuestiones que a uno lo superan. La línea, de todos modos, es fina y riesgosa: una cosa es calma, otra desinterés. El desinterés es síntoma de desapego y el desapego suele encubrir un comienzo de depresión. Vivir bien depende del interés que uno tiene en el mundo. El mundo muchas veces no ayuda, es cierto: abundan las evidencias de maltratos, abusos, estupidez y desaprovechamiento de las posibilidades. Tal vez el mundo en sí como fenómeno geológico, fenomenológico y biológico es perfecto y extraordinario, pero el uso que hemos hecho de él - y en eso se acaba resumiendo la idea que uno tiene del mundo - es fallido y trágico, como la propia esencia humana.
Volviendo al caso, la cuestión es cómo hacer el tránsito entre el nacimiento y la muerte placentero. Parece haber consenso unánime que el sentido de la vida es pasarla bien. Lo difícil es pasarla bien dentro de los parámetros que la sociedad eligió (y vamos asumir que se eligió, ¿Porque cómo es posible que se aplique generalizadamente con tanto éxito?), sobre todo considerando la aridez de las relaciones sociales, la tiranía del mundo laboral, la esquematización de la cultura del ocio y del tiempo libre y la vasta red de códigos y normas que restringen los impulsos naturales. Uno tiene que elegir y elegir bien si quiere salir bien parado en este mundo. El tiempo apremia y las circunstancias ayudan o desfavorecen. La ideología, fenómeno que en una parte minoritaria de la población se hace conciente, ayuda a combatir los malestares modernos, pero no tranquiliza. Muchas veces, tiraniza aún más: si uno es consecuente con sus ideas, bien puede quedarse afuera de gran parte de las actividades humanas. Si no se negocia con la estupidez del sistema, uno pierde. Queda excluido, se pierde el lugar que tal vez le correspondería de haber sido el mundo justo y perfecto, como su semblante natural.
El amor se ve afectado por estos vaivenes del mundo. Lo que debiera ser un intercambio natural y lúdico es, en general, un juego de dominación y de fuerzas. Uno debe antes que nada dominar la oratoria casual y poder convencer al otro de que no le desea el mal. El paso inicial es establecer la paz y las buenas intenciones, luego viene un extenso juego de seducción mediado por el dinero (si se tiene, si se gasta, si se está dispuesto a gastarlo en pos del ser deseado) y, una vez establecido el pacto de unión, se plantean los desafíos de sostener el vínculo a pesar de las inclemencias del trabajo, las expectativas sociales, la falta de libertad que prima en todos los ámbitos, el peso de la edad que avanza, el choque entre lo que se desea y lo que se tiene.
Los seres limitados construyen sociedades limitadas.
El problema no deja de volver a la célula madre: el individuo. Es decir, uno. La opción sartreana de responsabilizarse por toda la sociedad suena convincente y altruista, pero no encuentra de parte de la sociedad una respuesta acorde. Hallarse a uno mismo dentro de tanta adversidad no garantiza el surgimiento de una sociedad mejor. Hallarse a uno mismo, frase fácil de escribir pero épica de lograr, implica aceptarse, reconocerse por lo que el medio, las elecciones pasadas y el descenlace de múltiples procesos permitieron y seguir adelante aún ante el fracaso. Quien sabe lidiar con su propio fracaso tiene la llave de todo. Vivir es duro y por momentos es preferible no vivir, pero si se tiene la voluntad del sucidio bien se puede tener la voluntad de la construcción. Los sabios ríen ante el infortunio y se desentienden del caos de la vida planificada. Pero uno, que de sabio tiene apenas los momentos efímeros que dan las drogas lisérgicas, no se ríe de la hecatombe. La padece, se encuentra sometido sin entender en qué momento le pusieron los grilletes. A cada sufrimiento corresponde un goce. Las breves instancias en que el potencial que uno esconde y la realidad que uno vive coinciden son el cénit de esta vida. En esa milésima veloz reside el sentido de todo. El placer es la meta, pero la meta es móvil, y pasa pronto. Mejor tener los ojos abiertos. Mejor no ponerse trabas, mejor aceptar cualquier goce, incluso los que duelen. Si va a doler, mejor que sea grato. Si se tiene el dinero, aún a riesgo de someterse aún más al mercado, mejor consumirlo.
Uno es lo que quiere y lo que puede. La experiencia es dura, y lo es para todos. Quedarse en la cama o emprender proyectos conducen al mismo lugar, lo que las diferencia es la percepción que tenemos del tiempo transcurrido. La buena elección implica una percepción acelerada del tiempo, eso dice - nuevamente - el saber popular y la experiencia. Lo bueno dura poco. Lo que dura poco no siempre es bueno. El ciclo recomienza constantemente y volvemos a cometer los mismos errores, tal vez con la fortuna de que el resultado sea diferente.
Sea como fuere, uno elige la vida que puede con lo que tiene. Quédese tranquilo: va a volver a equivocarse. Y va a volver a sufrir. Haga como yo: golpéese lacabeza contra la pared hasta entender que hay cosas que ya no van a pasar, que hay cosas que se pueden cambiar si uno se aferra a algo que le de el sostén del que carece y que hay otras que ya no van a cambiar. Quejarse constantemente es como fumar cigarrillos para matar la ansiedad: uno cree que sirve, pero no aporta nada, ni siquiera el bendito placer que uno querría de las cosas.
La madurez trae, sin que uno se lo proponga, calma, o al menos inculca en uno la capacidad de priorizar, de no hacerse mucho problema por cuestiones que a uno lo superan. La línea, de todos modos, es fina y riesgosa: una cosa es calma, otra desinterés. El desinterés es síntoma de desapego y el desapego suele encubrir un comienzo de depresión. Vivir bien depende del interés que uno tiene en el mundo. El mundo muchas veces no ayuda, es cierto: abundan las evidencias de maltratos, abusos, estupidez y desaprovechamiento de las posibilidades. Tal vez el mundo en sí como fenómeno geológico, fenomenológico y biológico es perfecto y extraordinario, pero el uso que hemos hecho de él - y en eso se acaba resumiendo la idea que uno tiene del mundo - es fallido y trágico, como la propia esencia humana.
Volviendo al caso, la cuestión es cómo hacer el tránsito entre el nacimiento y la muerte placentero. Parece haber consenso unánime que el sentido de la vida es pasarla bien. Lo difícil es pasarla bien dentro de los parámetros que la sociedad eligió (y vamos asumir que se eligió, ¿Porque cómo es posible que se aplique generalizadamente con tanto éxito?), sobre todo considerando la aridez de las relaciones sociales, la tiranía del mundo laboral, la esquematización de la cultura del ocio y del tiempo libre y la vasta red de códigos y normas que restringen los impulsos naturales. Uno tiene que elegir y elegir bien si quiere salir bien parado en este mundo. El tiempo apremia y las circunstancias ayudan o desfavorecen. La ideología, fenómeno que en una parte minoritaria de la población se hace conciente, ayuda a combatir los malestares modernos, pero no tranquiliza. Muchas veces, tiraniza aún más: si uno es consecuente con sus ideas, bien puede quedarse afuera de gran parte de las actividades humanas. Si no se negocia con la estupidez del sistema, uno pierde. Queda excluido, se pierde el lugar que tal vez le correspondería de haber sido el mundo justo y perfecto, como su semblante natural.
El amor se ve afectado por estos vaivenes del mundo. Lo que debiera ser un intercambio natural y lúdico es, en general, un juego de dominación y de fuerzas. Uno debe antes que nada dominar la oratoria casual y poder convencer al otro de que no le desea el mal. El paso inicial es establecer la paz y las buenas intenciones, luego viene un extenso juego de seducción mediado por el dinero (si se tiene, si se gasta, si se está dispuesto a gastarlo en pos del ser deseado) y, una vez establecido el pacto de unión, se plantean los desafíos de sostener el vínculo a pesar de las inclemencias del trabajo, las expectativas sociales, la falta de libertad que prima en todos los ámbitos, el peso de la edad que avanza, el choque entre lo que se desea y lo que se tiene.
Los seres limitados construyen sociedades limitadas.
El problema no deja de volver a la célula madre: el individuo. Es decir, uno. La opción sartreana de responsabilizarse por toda la sociedad suena convincente y altruista, pero no encuentra de parte de la sociedad una respuesta acorde. Hallarse a uno mismo dentro de tanta adversidad no garantiza el surgimiento de una sociedad mejor. Hallarse a uno mismo, frase fácil de escribir pero épica de lograr, implica aceptarse, reconocerse por lo que el medio, las elecciones pasadas y el descenlace de múltiples procesos permitieron y seguir adelante aún ante el fracaso. Quien sabe lidiar con su propio fracaso tiene la llave de todo. Vivir es duro y por momentos es preferible no vivir, pero si se tiene la voluntad del sucidio bien se puede tener la voluntad de la construcción. Los sabios ríen ante el infortunio y se desentienden del caos de la vida planificada. Pero uno, que de sabio tiene apenas los momentos efímeros que dan las drogas lisérgicas, no se ríe de la hecatombe. La padece, se encuentra sometido sin entender en qué momento le pusieron los grilletes. A cada sufrimiento corresponde un goce. Las breves instancias en que el potencial que uno esconde y la realidad que uno vive coinciden son el cénit de esta vida. En esa milésima veloz reside el sentido de todo. El placer es la meta, pero la meta es móvil, y pasa pronto. Mejor tener los ojos abiertos. Mejor no ponerse trabas, mejor aceptar cualquier goce, incluso los que duelen. Si va a doler, mejor que sea grato. Si se tiene el dinero, aún a riesgo de someterse aún más al mercado, mejor consumirlo.
Uno es lo que quiere y lo que puede. La experiencia es dura, y lo es para todos. Quedarse en la cama o emprender proyectos conducen al mismo lugar, lo que las diferencia es la percepción que tenemos del tiempo transcurrido. La buena elección implica una percepción acelerada del tiempo, eso dice - nuevamente - el saber popular y la experiencia. Lo bueno dura poco. Lo que dura poco no siempre es bueno. El ciclo recomienza constantemente y volvemos a cometer los mismos errores, tal vez con la fortuna de que el resultado sea diferente.
Sea como fuere, uno elige la vida que puede con lo que tiene. Quédese tranquilo: va a volver a equivocarse. Y va a volver a sufrir. Haga como yo: golpéese lacabeza contra la pared hasta entender que hay cosas que ya no van a pasar, que hay cosas que se pueden cambiar si uno se aferra a algo que le de el sostén del que carece y que hay otras que ya no van a cambiar. Quejarse constantemente es como fumar cigarrillos para matar la ansiedad: uno cree que sirve, pero no aporta nada, ni siquiera el bendito placer que uno querría de las cosas.
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