Escribir
Ayer estaba cenando en Villa Malcolm con algunos compañeros de teatro y tuve una revelación. Bueno, en realidad habría que poner en tela de juicio eso de las revelaciones, pero digamos sencillamente que me salí del hilo de la conversación para quedarme como en estado de trance, mirando atontado a un ventanal superior que se había vuelto furiosamente rojo por el rebote de una luz. En medio de esa superficie rojiza traslúcida, unas ramas de árbol dibujaban su silueta negra recortada, como si fueran viñetas de tinta china en una historieta de Hugo Pratt.
El motivo de mi distancia era la necesidad de pensar. Porque uno piensa constantemente, pero a veces necesita solamente pensar, como una acción aislada, como una única maniobra, así como a veces uno necesita respirar hondo, más allá de lo meramente mecánico que implica a la subsistencia. Una de las chicas presentes dijo que había empezado a actuar a los siete años. ¿Siete años?, pensé, pero qué precoz. Yo no, razoné, yo empecé a actuar como a los veintitrés. Suele ser común, fue mi siguiente pensamiento, que la primer actividad que uno elige desarrollar sea la que acaba marcándolo, al menos en el terreno de lo artístico. Yo no me decidí a actuar de adolescente, a pesar de que muchos me lo sugirieron. Yo no agarré una cámara a los once años y salí a filmar películas de terror barato con mis amigos. Yo, si hago memoria, lo primero que hice fue escribir. Escribir en la secundaria, leer y copiar a cuanto autor me pasara cerca, entregarme al placer solitario de poner palabras en una hoja, de improvisar sobre la marcha en base a una idea previa pero sin destino fijo. Yo, de tener que elegir una actividad que me da constancia, escribo. Y entonces me pregunto, alejándome de la conversación con los ojos clavados en un gato fugitivo o en un ventanal damasquinado por una luz insolente, si realmente no pierdo mi tiempo pensando en actuar, pensando en filmar. Porque nada indica que el deseo esté puesto allí, no hay un motor visceral que me fuerce indefectiblemente en esa dirección.
Dentro del sinsentido de la vida, navego solo en una casa, mis pensamientos ocupan todo el ámbito y lo pueblan, a tal punto que no necesito muebles. Pero hay voces allí atrás que no registro y que, sin embargo, son mías. Soy yo, hablándome a mí, intentando que yo misme escuche. Pero yo soy yo, el que está de este lado, y no el o los que están de aquél lado, intentando filtrar el mensaje. Yo soy el del hemisferio izquierdo, el que intenta unir las piezas del puzzle, el que mete en cajas las ideas importantes. Y el que construye puentes de papel con el otro lado, puentes que se rompen a la primera brizna, porque aún no hay firmezas o descubrimientos los suficientemente significativos como para que ambos lados se junten, sean uno. Falta una actividad que los unifique, que defina al ser completo como una unidad compleja y no como una multiplicidad ridícula, una esquizofrenia pueril. Mirando a la ventana, pensando en la infinitud del mundo y en la finitud de la vida, del absurdo despertar de cada día y del derrotero personal, lidiando con los objetos que el mundo arroja arbitrariamente, digo (dije, y ahora digo): escribir. Tengo que escribir.
El motivo de mi distancia era la necesidad de pensar. Porque uno piensa constantemente, pero a veces necesita solamente pensar, como una acción aislada, como una única maniobra, así como a veces uno necesita respirar hondo, más allá de lo meramente mecánico que implica a la subsistencia. Una de las chicas presentes dijo que había empezado a actuar a los siete años. ¿Siete años?, pensé, pero qué precoz. Yo no, razoné, yo empecé a actuar como a los veintitrés. Suele ser común, fue mi siguiente pensamiento, que la primer actividad que uno elige desarrollar sea la que acaba marcándolo, al menos en el terreno de lo artístico. Yo no me decidí a actuar de adolescente, a pesar de que muchos me lo sugirieron. Yo no agarré una cámara a los once años y salí a filmar películas de terror barato con mis amigos. Yo, si hago memoria, lo primero que hice fue escribir. Escribir en la secundaria, leer y copiar a cuanto autor me pasara cerca, entregarme al placer solitario de poner palabras en una hoja, de improvisar sobre la marcha en base a una idea previa pero sin destino fijo. Yo, de tener que elegir una actividad que me da constancia, escribo. Y entonces me pregunto, alejándome de la conversación con los ojos clavados en un gato fugitivo o en un ventanal damasquinado por una luz insolente, si realmente no pierdo mi tiempo pensando en actuar, pensando en filmar. Porque nada indica que el deseo esté puesto allí, no hay un motor visceral que me fuerce indefectiblemente en esa dirección.
Dentro del sinsentido de la vida, navego solo en una casa, mis pensamientos ocupan todo el ámbito y lo pueblan, a tal punto que no necesito muebles. Pero hay voces allí atrás que no registro y que, sin embargo, son mías. Soy yo, hablándome a mí, intentando que yo misme escuche. Pero yo soy yo, el que está de este lado, y no el o los que están de aquél lado, intentando filtrar el mensaje. Yo soy el del hemisferio izquierdo, el que intenta unir las piezas del puzzle, el que mete en cajas las ideas importantes. Y el que construye puentes de papel con el otro lado, puentes que se rompen a la primera brizna, porque aún no hay firmezas o descubrimientos los suficientemente significativos como para que ambos lados se junten, sean uno. Falta una actividad que los unifique, que defina al ser completo como una unidad compleja y no como una multiplicidad ridícula, una esquizofrenia pueril. Mirando a la ventana, pensando en la infinitud del mundo y en la finitud de la vida, del absurdo despertar de cada día y del derrotero personal, lidiando con los objetos que el mundo arroja arbitrariamente, digo (dije, y ahora digo): escribir. Tengo que escribir.
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