Yo no estoy a la deriva. Soy la deriva
Ojalá pudiese elegir. Ojalá pudiese vivir tranquilo con las decisiones tomadas. Pasan los años y no lo logro, vivo en un constante estado de incertidumbre. Veo a mis amigos y allegados aferrarse a este mundo a partir de sus pequeñas decisiones tomadas y muero de envidia, aún conociendo las penurias que padecen. Hay días en que siento que todo está perdido, en que tengo razón en estar a la deriva. Hay otros en que me juzgo un cobarde, que la eterna indefinición es en realidad miedo a tomar un camino y abandonar todos los otros. Vivir da miedo, es abismal. Si uno no cierra las puertas de lo imprevisto, es abismal. El absoluto caos en el que vivimos, disfrazado de prolijo desfile, es aterrador. Si uno se detiene un segundo a pensar en la belleza enigmática de un rejunte de basura, la vida puede irse allí sin jamás descifrar nada. ¿Para qué?, me pregunto. Para qué hacer las acciones más diminutas si no puedo entender el sentido del todo. No puedo seguir adelante con la farsa de que las cosas importan, cuando la existencia misma parece irrelevante. La muerte es el parámetro de todo, lo que vuelve a todo trágico o absurdo, según el día. Es una existencia finita, lo sé, todos lo sabemos, la cuestión es qué hacer en el medio. O qué elección toma uno para intentar trascender esa finitud. Ser burlón o ser pomposo, ahí la gran elección de todas, la que puede salvarme. Porque hay días en que me digo mejor terminar todo aquí, mejor cortar el cable fino que me ata al mundo de un tijeretazo y cerrar toda percepción, adelantar el final que eventualmente llegará. Otros días digo no, mejor abrazar el vacío, mejor reír a risa salvaje de esta vida inútil y hacer cualquier cosa, la excusa perfecta para la tan ansiada libertad. Entonces me lanzo a ser poético, pero siempre me siento excesivamente prosaico. Porque, en algún lugar remoto, en alguna reminiscencia infantil de futuro próspero, me importa. Todo me importa. Me importa tanto que no veo más allá de mis pies. Perdido en el pensamiento, en las rosas del jardín. Una fuerza moral que ya no puedo controlar prevalece y se impone, rige todas las decisiones. Lo que hay que hacer, lo que otros tienen que hacer, lo que la vida debería ser, lo que la vida no es y por eso deja de valer. No puedo construir edificios o salvar vidas o lavar la ropa sabiendo que me pudro por dentro, que estoy en un trance vertiginoso hacia la nada. No puedo amar desinteresadamente, porque el amor siempre tiene la cara de una salvación temporal a tanta perdición colectiva. Y siempre se descubre, a fin de cuentas, que detrás del amor idílico, del amor cultural, del amor etéreo, hay una persona que se está muriendo igual que uno, que anda por ahí tratando de asir algo del saber universal, y que, igual que uno, falla. Cada día temo, pero también celebro secretamente, la sospecha de que pertenezo a ese tétrico y selecto grupo de suicidas que acaban prematuramente sus días por exceso de lucidez. Si existiese tal cosa como el destino, me ha traído a este callejón sin salida. Ya no puedo mentirme y decir que tendré una formación profesional, un próspero hogar en los suburbios, una familia modelo que encaja en el sistema productivo. Yo no miro a la tierra, miro siempre al cielo. Veo a un árbol y pienso en lo impenetrable de la materia, en la vida secreta de los gatos, en la nebulosa perdida de la memoria. Ya no me conciernen el dinero, las pequeñas traiciones cotidianas, las ambiciones pasadas de grandeza y éxito entre los hombres. Ya no creo en los hombres ni en sus sietemas sociales, ya no creo en el porvenir ni en la seguridad de los objetos. Finalmente, parece que logré lo que ciertos sabios panfletariamente predican: soy puro presente.
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