Saturday, July 09, 2011

La batalla

Veo rayas donde sé que no las hay. No es solo el defecto de mi ojo, sometido al titilar incesante de una pantalla demasiado blanca. Es un estado mental. Estoy más allá del cansancio, estoy más allá del hartazgo. He llegado, finalmente, a la resignación, que es lo más parecido al Nirvana que conozco. Estoy más allá de la buena literatura, estoy más allá de la cultura de masas, estoy más allá de las primitivas emociones humanas, estoy más allá de la esperanza, estoy más allá de creer que sirvo para algo. Así me ha dejado el mundo: derrotado. Tanto pedirle para acabar solo, en la alta noche, golpeando a puertas cerradas con ladrillos sólidos. Y, tenue, solitaria, la microscópica vocecita que grita "ahí están, en su enorme debilidad, pidiendo que los salven de este abismo". Acá estoy, también yo, perdido en la negrura del mundo. Acá estoy, tropezando a la adultez, incapaz de salvar a nadie, menos a mí mismo, pidiéndole al amor que haga lo que yo solo no puedo: hacerme creer. Creo ver la respuesta pero no encuentro las palabras, los modos gentiles de que alguien entienda que todo lo que tengo para dar se está echando a perder, que todo lo que otros tienen para dar lo deseo y lo pido, lo valoro y lo atesoro. Media entre nosotros un gran vacío, media entre ellos una caída interminable. Estamos todos solos y nadie tiene más la culpa que nosotros. ¿Cómo pretendemos amarnos, si nunca aprendimos a cuestionar nuestros motivos? Somos producto de un desarrollo histórico, sí, de una predestinación fatal que nos lleva a nuestro fin como especie. ¿Así fuimos pensados, así elegimos pensarnos? ¿Cómo podemos haber elegido esto? El sistema, monstruo amorfo que rige nuestras vidas, parece haber cobrado autonomía: somos lo que la máquina quiera que seamos. Sé, tristemente, que el alcohol y las drogas no van a salvarme. Lo sé pero no hay mucho que pueda hacer. Fumar incensantemente trenes de cigarrillos es el falso antídoto que he encontrado para esta soledad dolorosa, eternamente sangrante. Sangro, sí, no paro de sangrar por esta incompletitud que me devora y me escupe, me quita todo lo humano y me deja funcional, robótico, indiferente. Lo que yo pude haber sido se ha perdido para siempre. Soy un esbozo gris, una caricatura, ahogada en el mar torrentoso de los deseos ajenos. Quisiera amar y ser amado, hacer como en las películas, ser ideólogo de ese amor como un profeta, entregar lo poco que tengo para que otro disponga. Pero hablo con el vacío, digo cosas que nadie quiere entender, por más que son sencillas, humildes, desesperadas. Hemos aprendido a temer la debilidad del otro, su falta. Hemos aprendido a desear solo a aquellos que nos dañan. Eso no es amor, señores, eso es poder. Eso no es humanidad, señores, es decadencia. ¿Acaso siempre fue así, acaso siempre fue imposible comunicarse con los demás y ser transparente? ¿Acaso nunca existió el entendimiento y la tolerancia de lo diferente? ¿Acaso siempre el amor fue una fantasía inventada por dos, efectiva pero arbitraria, ajena a las voluntades? ¿Qué nos queda, entonces, a qué aferrarnos ahora que Dios está muerto y nadie desde el más allá puede tranquilizarnos con la paz eterna?
Ya no tengo miedo, lo perdí. Ya no me asusta morirme solo. La vocecita grita, se entromete cuando menos se la espera, chilla: ¡No te rindas, no te rindas! No puedo ignorarla, me empuja a seguir. Quiero que tenga razón, pero cada día lo veo menos claro. ¿Dónde, pequeña voz, dónde ves eso que yo no veo? ¿Adónde debo ir? ¿Quién escuchará finalmente lo que tengo para decir, me mirará a los ojos, pensará "este hombre me gusta, así lo quiero"? ¿Cuánto tiempo más debo soportar este suplicio de no saber, de buscar dónde sé que no debo, de esperar ingenuamente? Empiezo a cansarme y, sin embargo, noto que hace tiempo ya que estoy agotado pero no por eso me rindo. Parece que rendirse es imposible, no está en nuestro sistema.
La batalla es larga y no se puede ganar, pero no queda más remedio que seguirla.

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