Elegía a los bosques
Día tras día el ritual de los encuentros imprevistos, o no tan imprevistos, planeados en secreto y en silencio en lugares estratégicos, en bares de panadería proustiana, en cafeterías de sillones tapizados como antaño, en salones y reuniones previas a las Navidades. Ese sencillo renacer en una sonrisa de dientes torcidos, un suspiro de nostalgia adelantada y un beso compensatorio, un brillo extra en la mejilla apenas empolvada por el maquillaje, una manía descubierta, un descaro con premio. En fin, el devenir de las relaciones amorosas, una barrera que se rompe, nada de promesas esta vez. Una cierta madurez emocional, un cuidado bien cocinado por el hambre del otro, una cortesía verbal o una caricia honesta, nada más, alguna broma matrimonial por el hecho de jugar, la grata sorpresa de que el otro entiende, que no hace falta desmentir vilmente esas fantasías apenas trazadas, bosquejos fugaces con carbonos endebles de futuros compartidos en algún rincón del globo.
Qué fácil es cuando se pisa con ganas, cuando el camino es difuso pero siempre recto. ¿Qué error podría cometer si la cabeza ve más que los ojos, si encender un cigarrillo más o tomar otro vaso de Glogi caliente, con su aromático dejo de almendras y su espeso fluir rojizo, son las decisiones principales en la orden del día? El cortoplacismo agraciado de un bienestar mágico, un despertar constante de sabores y gestos, un saborear de mejillas y un apéndice de cielo en cada solapa. El Marruecos de los demás es mi San Petersburgo y la pesadilla hermosa de tardes en el Hermitage, sabiendo que la vida es frágil y fugaz en cada salón que no podré visitar. El tiempo es tirano, lo sé, pero qué más da cuando uno aprende a mirar del límite hacia adentro.
La súbita elegancia de Lasse, un autodidacta de la estilización, su herencia germánica rebosante de modales envidiables, sus preguntas retóricas y ronroneantes, su adicción a las radios vanguardistas en horas de la noche en que la ciudad duerme, entre gin tonics y vasos de ron. El inestable estiramiento de Anton, su nombre artístico entre cortinas, y ese rodete samurai que siempre contrasta con frases unívocas pero atípicas. ¿Quién le escribe el libreto a esta gente? Jan y su flematismo cortés, mezclado con sus arranques de ira silente, sus carteles en la cocina y sus llamados de cómica violencia a amigos en los bosques, agravando el miedo solitario de dormir entre árboles y fantasmas. Markus, el escocés errante, un atisbo de geólogo devenido filántropo, sus campañas contra el miedo y sus temores más sagrados, esa curvatura de la espalda como postura ante el mundo, un relajo y una risa estridente, un izquierdismo civil y utópico en cada bolsillo, diálogos en francés en la cocina, una gira de conciertos por la campiña inglesa, el marco de los anteojos perpetuamente torcido, ese caminar solo a casa oscultando el miedo a la misma soledad, la misma locura a media luz, el mismo color de los platos de la cocina cuando se los lava por enésima vez y se quita el pintoresquismo de los trozos de comida.
¿Qué pluma traza estas presencias? ¿De qué sueño salieron esas facciones y esos trastos, quién fue la inventiva mente que vistió de harapos a estos príncipes y dónde está la reina castradora que no nos deja ser libres? ¿En qué otro lugar la gente es tan gente, la infinita particularidad de las esencias construidas es tan pura y tan sencilla, tan impúdica en su inmediatez y en su verdad? ¿Debería cantar una oda a la transparencia de las instituciones formativas o simplemente percibir como un tesigo fugaz la intransigencia de los hombres de los bosques, sus cabelleras perpetuas y sus barbas de disfraz, esas caderas femeninas que se contornean al ritmo de un taconeo tan europeo, oh la la, tan europeo de prestado, que hasta es real?
No hay melancolía esta vez, no hay un mirar atrás con rencor o con tristeza, no se mira más que hacia adelante, hacia el porvenir. Tengo el fungi a lo Massera, calzo bota militar, me quedo donde me invitan y donde sobro también. La tarde es gris pastel, el agua es más agua cuando se adhiere a la brisa y en Helsinki me espera una chica, alguien a quien mirar y degustar y honrar cuando me llegue la hora y el avión me arranque de aquí.
Qué fácil es cuando se pisa con ganas, cuando el camino es difuso pero siempre recto. ¿Qué error podría cometer si la cabeza ve más que los ojos, si encender un cigarrillo más o tomar otro vaso de Glogi caliente, con su aromático dejo de almendras y su espeso fluir rojizo, son las decisiones principales en la orden del día? El cortoplacismo agraciado de un bienestar mágico, un despertar constante de sabores y gestos, un saborear de mejillas y un apéndice de cielo en cada solapa. El Marruecos de los demás es mi San Petersburgo y la pesadilla hermosa de tardes en el Hermitage, sabiendo que la vida es frágil y fugaz en cada salón que no podré visitar. El tiempo es tirano, lo sé, pero qué más da cuando uno aprende a mirar del límite hacia adentro.
La súbita elegancia de Lasse, un autodidacta de la estilización, su herencia germánica rebosante de modales envidiables, sus preguntas retóricas y ronroneantes, su adicción a las radios vanguardistas en horas de la noche en que la ciudad duerme, entre gin tonics y vasos de ron. El inestable estiramiento de Anton, su nombre artístico entre cortinas, y ese rodete samurai que siempre contrasta con frases unívocas pero atípicas. ¿Quién le escribe el libreto a esta gente? Jan y su flematismo cortés, mezclado con sus arranques de ira silente, sus carteles en la cocina y sus llamados de cómica violencia a amigos en los bosques, agravando el miedo solitario de dormir entre árboles y fantasmas. Markus, el escocés errante, un atisbo de geólogo devenido filántropo, sus campañas contra el miedo y sus temores más sagrados, esa curvatura de la espalda como postura ante el mundo, un relajo y una risa estridente, un izquierdismo civil y utópico en cada bolsillo, diálogos en francés en la cocina, una gira de conciertos por la campiña inglesa, el marco de los anteojos perpetuamente torcido, ese caminar solo a casa oscultando el miedo a la misma soledad, la misma locura a media luz, el mismo color de los platos de la cocina cuando se los lava por enésima vez y se quita el pintoresquismo de los trozos de comida.
¿Qué pluma traza estas presencias? ¿De qué sueño salieron esas facciones y esos trastos, quién fue la inventiva mente que vistió de harapos a estos príncipes y dónde está la reina castradora que no nos deja ser libres? ¿En qué otro lugar la gente es tan gente, la infinita particularidad de las esencias construidas es tan pura y tan sencilla, tan impúdica en su inmediatez y en su verdad? ¿Debería cantar una oda a la transparencia de las instituciones formativas o simplemente percibir como un tesigo fugaz la intransigencia de los hombres de los bosques, sus cabelleras perpetuas y sus barbas de disfraz, esas caderas femeninas que se contornean al ritmo de un taconeo tan europeo, oh la la, tan europeo de prestado, que hasta es real?
No hay melancolía esta vez, no hay un mirar atrás con rencor o con tristeza, no se mira más que hacia adelante, hacia el porvenir. Tengo el fungi a lo Massera, calzo bota militar, me quedo donde me invitan y donde sobro también. La tarde es gris pastel, el agua es más agua cuando se adhiere a la brisa y en Helsinki me espera una chica, alguien a quien mirar y degustar y honrar cuando me llegue la hora y el avión me arranque de aquí.
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