Saturday, November 01, 2008

Fedra

- ¿Entiendes lo que quiero decir?, preguntó ella, los ojos al borde de caer del contorno de su rostro, convulsionados, una mueca atractiva.
Claro que entendía de qué hablaba, a pesar del abismo que los separaba, de no compartir género, ni país, ni pasado ni idioma. La matriz básica de la existencia. Entendía que había algo de la experiencia común que los había afectado de modos similares y que ella lo había percibido con esa manera tan femenina de percibir antes de que alguien mencione la primera palabra.
- El teatro es mi vida, yo vivo a través del teatro - continuó ella, sin reducir ni un instante la convicción, las imágenes sucediéndose abstractas en sus ojos azules -. La primera semana llego a los ensayos y me parece todo una mierda, pero a la segunda semana estoy inmersa en el mundo que es la obra y me siento viva, compartiendo con esa gente todo mi día, y profundizando en un tema, quiero decir, realmente hablando de ese tema, agotándolo. Pero después llego a casa con mi marido y mi hijo y me pregunto, ¿Esta es la vida?
Yo no entiendo nada de eso, pensó él, pero aún así siento una enorme empatía hacia esta mujer, entiendo lo que le pasa, entiendo lo que es buscar la vida en algo, invertir la totalidad del tiempo en una cosa que arrebate todo, que tome todo y no de nada a cambio más que intensidad. Sintió una mezcla de admiración y envidia, pero no permitió que su imaginación lo llevara demasiado lejos de esa mesa. Esa mujer rubia que navegaba por sus treintas con la confusión intacta tenía algo para decir.
- Y ahora estoy aquí, ¿entiendes? Sin dudas estoy aquí ahora. Pero en mi casa... muchas veces sentí que tenía que abandonar mi casa, me pregunté ¿Qué hago yo aquí, con este hombre, por qué sigo aquí? Luego entendí que si uno cambia todo el tiempo no resuleve nada. Si uno huye cada vez que el otro lo cansa, no resuelve nada. Yo elegí quedarme esta vez, dejar que las cosas pasen, intentar resolverlo. No me gusta, pero yo me quedo.
Mientras terminaba de rolar un cigarrillo, habiendo perdido la cuenta, habiendo fumado más de lo que hubiese pensado posible, entregado al maridaje de cerveza y tabaco - más por el placer de la idea que por el acto, fetichistamente gozando con su propia imagen en el espejo más que con el humo espeso que expulsaba -, pensó qué decir. Nada, mejor no decir nada, mejor no arruinarlo con palabras necias. Porque sus palabras serían necias, porque él no tenía ninguna equivalencia en su vida con qué comparar y porque ella necesitaba hablar, ser escuchada, no para recibir una devolución o un consejo, sino para desahogarse, para sentir que no estaba volviéndose loca en la maraña en que se había convertido su vida.
Y mientras él salía a fumar su cigarro en mangas de camisa, dejándose impactar por el frío de la noche sin protejerse, una bocanada de humo y lluvia gélida, llegó el marido. El apenas lo vio entrar y recién a su vuelta, unos minutos más tarde, supo que ese hombre de gran talla y cara gentil pero neutra era el marido en cuestión, el hombre de camisas a rayas que bebía en pubs irlandeses mientras ella se entregaba a la vida bohemia en antros de madera e iluminación de velas. La pareja despareja, la vieja historia del hombre bueno y sacrificado que había salvado a la mujer perdida de una perdición aún peor, un amor trabajado y pulido pero sin estridencias, un arreglo civilizado y real como el matrimonio entre un príncipe y la princesa del país vecino; un acuerdo territorial, una convención. ¿Era eso amor? Por supuesto que sí, ese amor pegajoso y legal, ese amor que funda sociedad y que rompe endogamias, un amor terrenal y sin vuelo que echa raíces y se construye con silencios, con compras en el supermercado, con viajes a los bosques planeados con antelación suficiente como para no arruinar los arreglos de la casa o las reuniones de él con amigos a mirar hockey sobre hielo o el día estipulado para llevar al niño al parque o a la casa de la abuela.
En la mesa vecina, la mesa de los actores, la mesa de los vinos compartidos sin vasos y de los secretos a voces, estaba el tercero en discordia. El hombre-niño, el soñador de voz labrada en misterio, de barba rala y cabellos sueltos, el hombre de piernas cruzadas en pantalones de corderoy marrón y de pañuelos al cuello, que recurre a la filosofía cuando la vida se vuelve demasiado personal y que se entrega al vino cuando los viernes a la noche recuerda que una parte de sí mismo se perdió en el pasado y que otro tanto fue invertido en amores baladíes de los que goza sufriendo. Y ella, sentada junto a él pero sin mirarlo, y un marido de por medio mirando sin mirar, eligiendo no mirar por miedo a ver demasiado. Y entre ellos, en el inmenso teatro de la vida, la estaticidad, la mirada expectante de un extranjero que quiere captarlo todo.
Y así, con la excusa de hablar de teatro, ella se acercó a la mesa, el hombre-niño-soñador cambió el cruce de piernas -un obvio gesto de nerviosismo y antelación -, ella improvisó una sonrisa destinada a nadie en particular pero para él, y la mesa dio lugar a un cuarteto. Cuatro personas, varias historias cruzadas, un narrador imparcial pero implicado y la comedia del desencanto.
El narrador, tal vez apresuradamente, tal vez siemplemente por vivir a través de los otros lo que le faltaba a su vida, eligió precipitar los hechos. Como si filosofara para nadie, pero colocando con precisión los dardos de sus ojos, propuso el tema a seguir, el tópico para que el cuarteto comenzara a rodar el debate, la certeza absoluta de que en esa mesa había tela suficiente como para tramar un golpe a lo conveniente, a lo debido.
- El amor es lo que no podemos manejar, lo que no podemos prever, lo que aparece sin que lo busquemos. El amor trae consigo un caos que da vuelta nuestras vidas y eso es lo que lo hace maravilloso.
Los ojos de ella, los ojos de él, las miradas de los cuatro, los recuerdos de la segunda mujer, otra extranjera en ese concierto de voces, su propio dolor convertido en discurso o en ausencia o en vacío que se llena con palabras. Un silencio, una risa, un cambio de tema, por supuesto, introducido por ella.
- Tenemos que ir a los bosques, dijo al narrador.
- Yo quiero ir a los bosques.
- ¿Cuándo vamos a los bosques?
- Pronto. Deseo que me lleven. Un par de días, un fin de semana, lo que sea. Sin electricidad, sin computadora, sin teléfonos.
- Yo te voy a llevar a los bosques.
El narrador, atento a la espuma decadente de su cerveza, miró luego al hombre-niño, cuya miarada estaba perdida entre los fondos opacos y la luz reflejada en el contorno rubio de ella.
- ¿Y tú, vienes a los bosques?
- No, él no viene, se adelantó a responder ella.
- No, creo que no, completó él.
- ¿Por qué no?
- Porque no estoy invitado.
- Lo tienes que merecer, supongo, completó el narrador.
- Nadie tiene que mercer nada, dijo ella, finalmente, y miró por primera vez con franqueza al hombre-niño.
Luego se levantó, caminó hasta la mesa vecina, se sentó junto al marido y volvió a la vida, esa que no es comparable con el teatro, esa vida de esperas y de paciencias, ese teatro con iluminación más pobre, personajes con menos matices y circunstancias tan jugosas que aseguran un conflicto encantador para el espectador pero doloroso y desolador como para gozar con la representación.
En el teatro de la vida, los papeles se eligen de forma azarosamente cruel, todos acaban haciendo el personaje opuesto a lo que soñaban. Todos, claro, menos el narrador, que observa, apunta y narra, que vive a través de los otros.

0 Comments:

Post a Comment

<< Home