Tuesday, October 20, 2009

El cuartel de aspirantes

Harto de mí mismo, intento disimular esta angustia de querer ser otro y ser siempre yo mismo. Sin miedo a ser banal, vuelvo a repetir los mismos lamentos, que arrastro hace décadas, hace siglos. Hago la fuerza de cien elefantes para salir de este corset y me quedo siempre dentro, como si fuera una elección, un castigo autoinfligido. El mundo está ahí afuera, lo presiento, pero no logro establecer contacto. Todo vínculo es una ilusión, todo amor es una fantasía unilateral, todo éxito es en realidad una lectura triunfalista cuya realidad es inaccesible.
Me engancho a la felicidad de los otros como un parásito. Quiero producir y solo alcanzo a mirar por la ventana. No encuentro belleza en la lluvia que cae. Soy un gran mentiroso, eso sí: engaño hasta al más entusiasta. Mi devenir plano es venerado y galardonado por las altas esferas de la burguesía urbana. ¡Qué estable que es el hijo de esa auténtica familia de profesionales! Soy yo también un profesional, pero mi destino no es producto de mi propia pluma. Soy hijo de las circunstancias, soy una hoja seca arrastrada por oleadas que pasan cerca. Cada vez que pienso que estoy eligiendo la vida soy en realidad un resutado, una ecuación, una estadística levemente diferente del resto.
¿Hay límite entre la gente comun y la gente excepcional o son todos gente? Es siempre una cuestión de dinero, de saber prescindir del dinero. Decir no es sutil pero es terapéutico. Tal vez el completo abandono de las pretensiones estéticas sea el triunfo absoluto de la estética pura. Hago una banalidad sabiendo que en el fondo será sublime. Hacer es el verbo de moda, el verbo de la vida, el verbo que da vida para generar más vida. Pensar es estático, es el verbo de la sumisión, de la muerte, pensar es morir dentro del propio cuerpo. Pensar y hacer es morir para luego vivir, pero pensar solo, pensar, pensar, encerrarse en el pensamiento, hacer de la filosofía un ataúd... días y días que se suceden como ramas quemadas en el fuego fatuo, la pedantería de pensar - siempre pensar - que uno puede cambiar al mundo con una idea, sin mover ni una sola uña...
Las infinitas posibilidades de mi ser me comen el hígado. Siempre yo, cortando el césped y escribiendo un tratado. Siempre yo. El se ve diferente, él parece capitán de su destino, ningún mártir sino un martirizador, un sátiro alegre. Mis dientes no se ven nunca si no hay droga de por medio; no soy feliz sin narcosis, apenas narcolepsia. Me duermo, me duermo, y así muero, o vivo de prestado...
Algún día llegará el instante absurdo en corra un riesgo inequívoco, en que me encuentre preguntándome qué carajo hago en esa puerta, a esa hora, haciendo eso, sin saber el resultado. Algún día podré escribir una palabra y sentir que no es mía, sino del mundo, que eso no es producto de un intelecto sino de la entraña de la tierra. A eso llamo yo libertad: a hacer sin saber que se hace, a sentir que lo que uno le entrega al mundo debía ser entregado y que fue la alineación de los astros lo que permitió que sea una el privilegiado, no el descenlace de las decisiones tomadas a lo largo del tiempo. No es la simple voluntad, sino el azar, la circunstancia, tiene que haber algo más. Quisiera arrancarme de ese pasado de feliz infancia en una familia media con economía holgada, quisiera no haber sido fruto de una cuna mimada, quisiera haber vivido en carne propia la necesidad de dinero, el desencanto de las calles, y haber visto brotar en las entrañas ese anhelo ciego de ser aceptado, de ser alguien en el mundo. Es trágico se alguien para alguien a tan temprana edad, algo falló, algo no estaba donde debía estar. El destino se forja en un microsegundo, la gloria o el fracaso dependen de un silencio, de una mirada, todo se juega - los años, los futuros, los finales - en el detalle más olvidable que nadie registró que llevaría todo hacia mal puerto.
Asco de mí mismo, un asco enfermo que no se cura con logros, un repudio por uno mismo, por las propias ideas, los propios principios, las propias decadencias, la imposibilidad de ser quien uno quería ser ya desde la más tierna edad. ¿De dónde brota ese pesimismo pútrido, ese afán por autodestruirse, ese desgano parásito que derroca cada intento de construirse? Los libros nunca te protegieron, solo te dieron un marco de referencia. Las mentiras, las calumnias, los lamentos sin fin, sin comienzos, los lamentos ajenos hechos carne.
No se puede oscilar como un equilibrista mareado entre la catarsis y la poesía, uno no es suficiente para hacer literatura y a la vez ponerse confesional para salvar su propia sanidad mental. ¿Para quién se escriben los diarios íntimos? Siempre se escribe para alguien, siempre existe la pretensión de comunicar. Pero sin vida intensa no hay escritura intensa. ¿Verdad que es así? No me citen a Emily Dickinson, basta de la anciana escribiendo poemas en la penumbra de su habitación, soñando un mundo que no ve. No soy Proust, al menos no por ahora. Tal vez necesite del destino - por favor, destino, por favor - una homosexualidad súbita, un enfermedad terminal que me postre entre sábanas siempre sudorosas del mismo espanto que uno emana. Ruego a los dioses de la insanía que me acaricien, a las enfermedades terminales que me ataquen, a los cometas que me quemen. ¡Pero que pase algo! No puedo escribir como yo quisiera siendo tan poca cosa, tan convencional, tan poco dandy. Me lo alaban los de al lado, pero ellos qué saben. Tengo que viajar, tengo que perderme más en islas, tengo que sentarme en un café de París a tomar un vasito de absynthe o de anís con Perrier, y escribir en una moleskine las ideas fugitivas de relatos que nunca llegaré a escribir, como Hawthorne. Lo que queda, somos lo que queda. Lanzamos fuerzas al vacío, esperando una respuesta, un haz de luz tenue que nos devuelva la vida que hay allí dentro.
Conspiración, miedo, falanges rotas de dedos y de cuerdas vocales. No hay tacto ni visión, entre el sueño y el entorno hay un océano de mierda. ¡Una tarántula en los pastizales de Porto Alegre me arruina la infancia, cuando apenas soy un niño ingenuo que corre al corral de los cerdos, donde la chancha madre acaba de dar a luz! ¡La inmensa colección de Playboys brasileñas que el degenerado de Luiz Carlos no ocultó, como no ocultaba nada, ni a su amante ni a su impúdico infarto, ni a su pobreza a cuestas que tapa con llamados de feliz cumpleaños una vez al año! Todo va tan atrás en el tiempo, todo se esfuma en la memoria consumida por el ácido y la merca del fin de semana, gracias a Dios por la droga, gracias a Dios por el polvo que queda atravesado en la garganta y que aún siento la mañana siguiente, con esa mujer que deseo olvidar, eliminar, hacer perecer...
Quedo en deuda contigo, madre, padre, quedo en deuda con lo que planearon para mí. Soy un deudor infinito de esas caricias, de esos planes. Me querrán sea lo que sea, pero es poco, padre, es poco, madre, acaso no ven que soy tan poca cosa, tan persona, tan limitado en mi forma de amar, de crear, de estar más cerca de Dios. Quisiera estar días en esta marisma, jornadas sin sangre de arena con la lapicera en la mano como un puñal en una playa del pasado, redactando sin desvíos los motivos del fracaso pasado para construir, ya sin lamentos y sin asco por los propios poros, un nuevo yo, que no le debe nada a nadie, que no se debe nada a sí mismo, que ama hasta al pan de la mañana por estar hecho de copos de aire, por estar hecho de la sustancia de la vida, que parece tan bella cuando me sube el polvo por el orificio nasal, y tan plena cuando succiono el cartoncito, y tan amable cuando acabo la botella, parece tantas cosas que no puedo describir de tanta belleza, y luego llega la mañana, y soy de nuevo yo, de nuevo poco, de nuevo nada, traqueteo de ideas y poco movimiento...

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