Thursday, October 08, 2009

Tapiz

Corredores con trajes fosforescentes recorren las plazas a toda velocidad, tragando saliva, cubriéndose los ojos con anteojos de cromo y no con las manos, como querrían, por tenerlas ocupadas con paquetes que deben entregar con igual premura antes de que cierren las oficinas, donde los esperan altos empresarios que reinan el mundo con llamadas veloces y órdenes imperativas para toda una estructura que se sostiene pujantemente en la prepotencia de sus deseos infantiles. Ancianas de tranco corto y vestidos longevos que pasean a sus perros sin ojos y patas gastadas de tanto recorrer las mismas plazas, los mismos canteros, el mismo orín pastel de décadas y el mismo aliento de hastío junto a ese mismo cuerpo humano demolido por la crianza de una progenie cruel, que no supo recordar onomásticos ni aniversarios. La música trina en el puesto de manzanas asadas y el pochoclo hierve como las adolescentes ancladas a ese banco con los clavos al rojo vivo de tanto estar al sol, las niñas efervescentes que quisieran ser clausuradas entre brazos velludos, o son los bíceps de hombre frustrado los que crujen al ver esas piernitas a cuadrillé, y todo es un silencio salvo esa música de cabaret mudo o de troupe circense, la rueda del mundo en miniatura, los pequeños diálogos indiscretos que nadie quiere que se sepan pero se saben, porque el monaguillo detrás de la cortina estaba atento sin querer estarlo y no puede contenter ese deseo de acné de contarlo todo aún si le exigieron hermetismo. Las palomas siguen la marcha idiota, el avance sin destino del movimiento perpetuo como la suerte, defecan pus y barro sobre los límites marginales de un maletín de cuerina amarga que se reposa rebosante de papelería en las rendijas de un cantero, y el propietario nada sabe, perdida la mirada en un niño de remera a rayas blancas y rojas que tiene el pene colgando de una mano y que orina con fervor unas petunias mientras se ríe ante la observación aprobatoria, o indiferente, no se sabe desde esa distancia, de la madre. El hombre maletineado y trajeado, ajustado contra su sombra y aferrado a su propio cuello, piensa qué fue de esa imprudencia hermosa, dónde quedó ese ajetreo en la nada misma, ese relinchar y patalear y tomarse la libertad de ofender la mirada de los otros, sus ojos perdidos en unas gotas míseras de pis mientras una puta paloma le caga los papeles inmaculados que debe entregar esa misma tarde ante el tribunal. Un aleteo, un correteo generalizado, tres estruendos, algunas gotas de agua que lavan la hemoglobina sobre el césped, cae un corredor, se derrama una colegiala, la vieja solita se va, sin que la toque la indigna puñalada o el toque de queda, un especimen de cada grupo completa el magma de caídos y pringados, el ruido es menos, son pinceladas, roza la perfección de tan impreciso que es. Cae la gracia, cae el musgo de algunos canteros dormidos, cae el tufillo agrio de la media tarde bajo el sol de otoño y cae el telón, polvoriento, mustio, proverbial como esos libros que solo abren sus hojas para decir que es el fin de todos los sueños, que mañana ya es tarde.

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