Thursday, October 22, 2009

International Playboy

Tracio prendió una tuca y yo ya venía con ganas de vicio, entonces se la saqué de las manos, un tanto más ansioso que de costumbre. Le dimos unas secas cada uno y yo empecé a toser, lo cual siempre es una buena señal, porque quiere decir que va a pegar bien. Yo había quedado con Germán en ir al cine a ver un documental de un ciclo en pleno centro, y mis ganas menguaban minuto a minuto pero soy tan cortés, oh, tan cordial, que no encontraba las palabras para decir que no quería ir. Entonces dejé pasar el tiempo, se me fue subiendo el humo a la cabeza y tardé eternos minutos en elegir qué ponerme, no por un tema de vanidad sino porque tengo la piel sensible estos días, y la tela que me viste debe ser gentil con mi capa más externa. Entonces merodeaba entre camisas ceñidas y un poco constrictivas y remeras que me mucho no me seducen, por ese ánimo de dandy que me pide a gritos que sea la elegancia misma, que no sea un tipo más con su uniforme de calle. Terminé agarrando la camisa de algodón griega que me regaló Marcio porque a mí me quedaba mejor, un pulover color cobre y un sacote gris que me llega hasta las rodillas y que me llena de gozo, porque da ese aire señorial que las calles de Buenos Aires, sucias y erosionadas por la desidia, no favorecen.
Terminamos en una galería donde cantaba a grito pelado y muy armónico una mujer indígena de rasgos muy delicados y un vestidito con aire de torta sorpresa o de acordeón con payaso saltarín, muy bella, una voz formidable, demasiado formidable, cantando melodías a galope de una guitarra acústica. Lo miré a Tracio, que estaba escuchando con un desinterés civilizado, muy de él, esas cosas que no se expresan por pudor a la insistencia.
- ¿No te parece redundante que cante con ese tono y que además hable de indígenas?, le pregunté.
Apenas se rió y me hizo un gesto que me llamara a silencio. La mujer cantaba sobre Tobas y sobre Huichis, y yo pensando que estábamos en Palermo, y que es mucho pedirle a Palermo credibilidad, especialmente de parte de alguien que se ve tan auténtico. O seré yo, que soy un agujero negro en esta vida parca, un parásito más del sistema que se queda en el cinismo por tanto hacerse preguntas.
Me tomé unas copas de vino gratis, feo y en vaso sucio robado a algún despistado.
- ¿Querés ir a enjuagarlo y después te sirvo?, preguntó la chica que servía, sonriendo con dientes manchados de rojo oscuro y denso de Malbec.
- No, ¿Qué es lo peor que me puedo agarrar?
Huimos, pero no todos juntos. La amiga gorda y ruluda de Bieler, el amigo de Tracio, se negó a darme un cigarrillo. La vieja excusa de que es pedido. Bieler se cagaba de risa, incrédulo.
- ¿Y le creíste?
- Yo nunca insisto, le aclaré. No es mi naturaleza. Si no es ella, será otra.
Aguanté las ganas de fumar el tiempo que fue necesario. Ellos siguieron viaje, yo partí rumbo a Estado de Israel y Jufré, o al menos enfilé en ese rumbo, porque nunca llegué. Nacio me avisó que se había cambiado el rumbo de la cena y ahora rumbeaban hacia Caballito, donde no había que esperar a las oleadas de gentes que querían sentarse a una mesa a comerse una tira de asado jugosa. Yo me negué, ni ánimo ni dinero para el taxi para viajar hacia Caballito. Quedamos en vernos más tarde y yo quedé solo con mi sombra bajo el farol, con pocas ganas de volver a casa y muchas de tener entre mis yemas a una chica carnosa para darle amor, solo amor, robarle a la primavera unos minutos eternos y quedarme así, manchado de cerveza, oliendo a cigarro usado, pero feliz, acobijado en una fantasía. Ni eso, porque terminé en Bangalore solo como siempre, solo como el viento, tomando una Scotch hasta el tope y viendo qué esperar de todo. Llamé a Augusta y prometió venir. Yo sabía que no eran sus mejores días, porque después de un sábado promiscuo de engullirse unas rayas, bajarse los botellones y acabar la noche con pastillas en la garganta y sexo desenfrenado de madrugada con el amor frustrado de su vida hasta ahora, la cosa andaba mala. El ánimo por el piso, la fe en la humanidad hecha trizas, martillada con un bate y abandonada. No había hablado con la rubia de mechones quemados desde ese sábado y hoy, siendo miércoles, no sabía qué encontraría detrás de ese cuerpecito, pero sí una mujer firme, una mujer decidida a algo, ¿Y cuántas mujeres en este nido de ratas saben que al menos quieren algo?
Adentro no pasaba nada y me senté afuera, porque necesitaba el viento en la cara y porque la cerveza tiene mejor sabor cuando hay un cielo abierto sobre los ojos. Había tres tipos, dos que habían venido juntos y un tercero que los hostigaba. Un tipo desalineado, con pretensiones de punk y mucho alcohol en sangre. Pero no era el borracho usual, eso lo supe de entrada. Su desencanto no era trivial, no era uno de esos clásicos borrachos que parecen predestinados al fracaso y a la resignación. Los dos tipos ignoraban sistemáticamente sus comentarios y, las pocas veces que los ví respondiendo a las dagas verbales del ebrio, lo hicieron con un desdén demasiado parecido al miedo. El borracho entonces giró, reacomodó las nalgas apretujadas dentro del chupín negro y, aleteando mechones de pelo sucio, les gritó a dos chicas rubias a las que yo acababa de robarles un cigarrillo.
- I´m the last of the famous international playboys!
Su acento británico era cristalino, fluído, ni un tinte de imitador barato. Dos opciones, pensé: o es otro niño rico que gusta de jugar al límite con la noche - herencia colegio caro, educación privilegiada echada por el inodoro al primer golpe imprevisto - o este muchacho es rocker en serio y pasó sus buenos años en Londres, viviendo los deshechos del punk de algún modo verdadero. ¿Cuánto tendría? ¿Treinta y largos, cuarenta y pocos? Algo debía quedar junto al Támesis de tanto odio marginal de juventudes industriales.
- ¡Alguien... alguien que me hable!, rogó el borracho, convocando a las masas que lo rodeaban, cada vez más empecinadas en hacer oídos sordos a su súplica.
- Yo te hablo, le dije, sentándome en su mesa.
- Hola, amigo. ¿Vos cantás?
- ¿Si canto? A veces.
- A ver... cantáme algo.
- No sé, sugeríme.
- ¿Cómo sugerime? Tenés que saber solito... I´m the last of the famous international playboys! Mirá a esos putos de ahí, mirálos. Qué asco, los quiero cagar a trompadas. ¿Vos cantás? ¿Qué cantás? ¿Tango? Primero hay que saber sufrir, despues amar, despues partir... prefummm de carajo en flarrr... ¡Cantá, cantá!
Entonces pensé que él tenía razón, que no tenía ningún sentido protegerse de esa gente temerosa, tener miedo a uno mismo, a entregarse a un goce público sin pedir permisos, sin necesitar de excusas de ebriedad, de motivos pasajeros. Yo me había acercado a él, él no me había llamado. Yo pensé cuando lo ví: esta es la persona más interesante del lugar, acá está la sabiduría que puedo sacar de esta noche. Mejor no cuestionarlo, mejor seguir su juego, ver dónde desemboca todo al final, con el hilo estirado.
Empecé a cantar El Firulete, de Julio Sosa, y eso le gustó, por eso empezó a cantar encima mío su rondó recursivo, a los gritos hasta taparme. Reí efusivamente, los dos tipos serios de la mesa de al lado empezaron a mostrar señales de querer agredirme ahora a mí también, y eso me gustó, me hizo sentir vivo.
- Pablo, me dijo el borracho extendiedo la mano. ¿Vamos a pegarles a esos dos?
- No sé si tiene sentido, respondí, como un cobarde
- ¿Sentido? Tenés que hacer lo que tenés que hacer. Yo me agarro a trompadas, en eso soy bueno. Y mi hermano es todavía mejor. Mi hermano es poeta. Martín Gambarotta, ¿Lo conocés?
- No
- ¿No lo conocés? ¿Vos a qué te dedicas?
- Hago... cine, hago cine.
- ¿Ves? Yo sabía que tenías algo de artista. Yo pinté en una época.
- ¿Sos pintor?
- No, yo soy... soy los restos de esta vida frívola. Mi hermano es un poeta... en realidad no es bueno, pero es reconocido. No puedo creer que no conozcas a Bárbara Belloc, Laura Wittner, Villa...
- ¿Qué Villa?
- Villa, qué sé yo, se llama Villa... I´m the last of the famous...
- ... international playboys!
Mi interrupción pareció gustarle y empecé a sentir que entre él y yo había una complicidad. Se me acercó y, en tono confesional, me miró a los ojos de lleno con una mirada que quemaba las pupilas. Sin embargo, sentí por él una compasión muy cercana al cariño.
- Yo soy malo, dijo.
- No creo que seas malo.
- Soy el demonio, es la mierda de dónde vengo. Yo soy de este barrio, ¿Sabés? Soy de Palermo. Pero el barrio no es esto, no es la cuatro por cuatro, no es esos giles de mierda que se toman la cerveza y que tienen miedo a hablar. Hay que hablar con la gente, hay que hablar. También somos Caballito, somos toda esta puta ciudad, todos somos todo... yo soy de acá... de Palermo.
- ¿Y por qué tenés ese acento británico?
- Porque viví en Inglaterra, desde chiquito.
- ¿En Londres?
- Sí.
- ¿Bien?
- ¿Bien? Qué sé yo. Se murió mi mejor amigo. Pero está bien, porque yo vivo dos vidas, yo vivo por él. Tengo mucha mierda adentro porque vengo de la mierda. Mis viejos son Montoneros, ¿Entendés? Y estaban metidos. Mi viejo es un intelectual y tiraba bombas, nadie puede decir que no estaba metido. Y mató gente, ¿Entendés? Yo salgo de eso, y quedás jodido para siempre, de esa no se sale. Y se habla de Galimberti, de que no tenían nada que ver. ¿Qué no van a tener que ver? No había buenos ahí, no es que estabas del lado de los más buenos o de los buenos malos o de... Estaban todos metidos. Mi viejo ahora es menemista.
- ¿Y cómo te llevás con él?
- No, no me llevo, no lo veo hace cinco años. No quiero saber nada con él.
Me levanté para ir al baño y ahí se quedó, fumando solo, escupiendo reiterativamente al piso, en dirección a los dos tipos de zapatillitas de marca y chalecos inflables que hablaban de sus pequeños conflictos de clase. Escaleras abajo, camino de vuelta hacia la salida, se me acercó un tipo de rastas y camiseta a rayas, de paso cansino.
- Escucháme una cosa, tu amigo, el de afuera, no viene más, ¿Ok? Yo soy el manager del lugar, decíle que acá no puede venir más.
- No lo conozco, lo acabo de conocer recién, le dije, y me arrepentí inmediatamente.
- Bueno, fijáte, porque está jodiendo a mis amigos que están ahí afuera, y no tengo ganas de tener a un tipo así acá. Lo conozco y está todo bien, pero no quiero problemas.
El comentario me pareció desagradable y omití hacer mención al volver a la mesa. Pablo volvió a presentarse y se excusó por haber olvidado mi nombre, pero milagrosamente se había salvado de que lo golpearan. Se había quedado sin cerveza y la mía también estaba por acabarse. Se extendió con sus brazos interminables, enfundados en una campera de lona verde militar, hasta una chica en la otra punta de la mesa y apenas la rozó lo justo como para erizar los pelos en los brazos de ella y del tipo que la acompañaba, un morocho de barba apenas crecida que se debatía entre huir ante la intromisión y jugar ese rol de macho protector.
- ¿Te puedo sacar ese vaso?, preguntó Pablo a la chica, que estaba explicando al morochito en extenso detalle qué planes tenía cuando llegara a Frankfurt y cuáles al llegar a Dublín y que era prácticamente imposible de eso de conocer gente en los hostels con la cual compartir un viaje mágico por toda Europa.
- ¡No!, gritó horrorizada la chica.
- Yo venía pensando lo mismo, con las ganas que tengo de tomar..., dijo el morochito, apuntando a la complicidad con una risa nerviosa, atragantada entre los maxilares y los molares.
- ¡Estoy tan solo!, anunció Pablo, mirándome apenas un segundo, luego al vacío o a la pared de piedra. No tengo amigos, no tengo nada, no quiero hablar con nadie. Me encierro en mi casa y no tengo interés en que nadie me diga nada, ¿Entendés? Solo quiero un compañero de bebida, para sentarme a tomar. No quiero un amigo.
- Te propongo algo, le dije. Todos los miércoles acá, a esta hora, nos sentamos, tomamos y hablamos.
- No, no sé, puede ser. No sé.
En ese momento llegó Augusta. Tenía un saco de terciopelo azúl oscuro, casi se lo quemo con la punta del cuarto cigarrillo que le había sacado a Pablo. No se ofendió, se notaba que venía de días extraños. Fuimos adentro del bar a buscar algo de tomar. Me encontré con un ex compañero del colegio primario, que estaba acompañado de una rubia de aspecto más bien neutro, de esas mujeres que se buscan por mandato de la condición social más que por placer sin medida. Mancio, el tipo corpulento en cuestión, exhibía sus músculos a través de la camiseta rosa a rombos, los abdominales marcados por un pasado de rugbier, me insistió en que me pidiera una jarra de gin tonic. Augusta estaba de acuerdo y, al llegar la jarra, le hablé de Pablo, de que era importante que lo conociera.
- ¿Qué, un borracho? No, no me lleves ahí.
- Pero es el tipo más interesante del lugar, tenés que hablar con él.
Salimos a la mesa con Pablo, que estaba masticando odio y tenía los ojos inyectados de sangre. Le presenté a Augusta.
- ¿Ustedes están juntos?
- No, dijo ella.
- ¿Y qué hacen que no están juntos? Mírense, son hermosos.
- Estamos más allá de la mierda, somos amigos.
- A mí me gustaba él hace seis años, dijo Augusta.
- Ah, entonces todavía te gusta, aclamó Pablo con sorna.
Ambos reímos pero nada acotamos. Pablo miró fijo a Augusta e inició con profesionalismo el despliegue escénico que antes había montado para mí. Estaba claro que era un performer de primera línea, un clown público que bastardeaba a su audiorio para darle a entender cuánto lo necesitaba.
- Mi amor, yo soy malo. Malo en serio, tengo dentro al demonio.
- El también tiene adentro el demonio, dijo Augusta señalándome.
- ¿El?, preguntó Pablo. El no tiene idea lo que es el demonio.
Seguimos bebiendo los tres y hablando del amor, del desamor, de los caminos de la vida. ¡Psicóloga!, dijo entre risas sardónicas Pablo cuando Augusta le contó qué había estudiado, y la misma risa exhibió cuando ella le preguntó si no tenía merca.
- ¡Nena, no hay nada más fácil que pegar merca en esta ciudad! Hay que levantar el teléfono nomás.
Ella explicó que Citraya, su íntima amiga, acababa de separarse, y que todo era un mar de flores muertas, centenares de lágrimas agrias que nunca parecían llegar a su fin.
- A mí, cuando me dejó mi mujer, me hizo mierda por dentro. Ya estoy viejo, viejo. Cuarenta. Mírense a ustedes, qué jóvenes que son. Vos no me caés mal, nena, pero él me cae mejor. Yo acá sobro, me voy, me las tomo.
Nos abrazamos y nos deseamos suerte, sabiendo que probablemente no volveríamos a vernos. Quise seguir tomando, pero Augusta desistió y me pidió que nos fuéramos. Algo me gritaron los tipos de la mesa de al lado, algo les expliqué, pero nos subimos al auto y desaparecimos.
En casa encontré a Tracio, que seguía ahí con la gorda ruluda y con Bieler, comiendo brownies de marihuana. Recordé que no había cenado, pero el motor de la mente seguía a mil revoluciones, entonces me comí medio, jugué con los gatos hasta quedar rendido, leí el comienzo de Transatlántico, de Gombrowicz, y pensé de nuevo en Pablo. Los golpeados, los caídos, los apaleados, siempre estaré más cómodo del lado de los derrotados de este mundo, siempre pongo mi oído para los que vienen a contar el lado oscuro de las cosas. No sé por qué, no sé qué dice eso de mí, pero me hace sentir más humano, más real, como si el dolor fuera lo que nos mantiene vivos, preámbulo a la dicha o antesala al infierno.

2 Comments:

Anonymous Anonymous said...

ahola! lessdowysea!

10:22 PM  
Anonymous Anonymous said...

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