Mar del Plata: parte dos o 71 fragmentos de una cronologia del azar
Como prometía la vieja profesía, volví a Mar del Plata, una semana después, a terminar la tarea que los dioses y la enfermedad no me habían dejado acometer. Con todo el solaz de culpa por mis acciones del jueves a la noche, con todo el desagrado de ese no-saber-qué-hacer con uno mismo y con el miedo fatal a la estación de Constitución a las siete A.M. y al tren poblado de gente fea, banal y mal vestida, me fui.
Me pasé un rato por la casa del matrimonio Gómez-López a cubrirme de fuerza y valentía el viernes a la noche y, hacia las dos A.M., me entregué al catre y a los dulces, casi empalagosos, sueños. Desperté a las seis A.M. perturbado, desorientado y con esa sensación bucal de que el apocalipsis entero y la violación de la Virgen María acababan de ocurrir entre mis labios. Me hice un café mediano y me me fui a Constitución, una de las zonas más agresivas para visitar a esa hora de la mañana. Me permití el lujo de una siesta en el viaje, mientras cantautores populares como Arjona entonaban uno de sus versos groseros, que pretenden sonar poéticos y profundos, de esos que dicen que hay pingüinos en la cama para explicar que la pareja que protagoniza la canción ha perdido la pasión. Como todos, amigo mío, le hubiese dicho si él pudiese o quisiese hablarme.
La llegada fue, claramente, traumática. Esperé a que abriera la boletería, desayuné junto a camioneros engrasados, timadores de baja monta esperando a que llegue la ingenua clientela y policías demasiado cínicos como para hacer cumplir la ley. Todos me miraban como si yo perteneciese a otra galaxia y más de uno me dirigía dardos con los ojos, como si todo el resentimiento social y la desigualdad fuese mi culpa enteramente. La nota la dio un homosensual vestido casi completamente de amarillo patito, quien se quitó sus gafas de sol rojas y, analizándome descaradamente de pies a cabeza, me dijo "ay, me encanta como te quedan esos anteojos de carey con esa camperita". La sequedad de mi "gracias" y mi ceño fruncido bastaron para que entendiera que, si bien aprecio un cumplido, no juego en el bando de los invertidos, y menos a esas horas de la mañana.
Las cinco horas de tren las invertí en dormir y en leer Alicia a través del espejo, que es como un viaje de ácido a domicilio. Tuve que detener la lectura de Carroll y concentré los ojos en unas chiquilinas más que apetecibles, pero se bajaron en la primer bajada del tren y hasta allí llego el caramelo visual. Hasta las 13:30, hora de llegada, no quité mis ojos del campo y del asiento, de mí mismo y de mis sueños.
La depresión que implica Mar del Plata te pega inmediatamente, como una ola de calor o como un contingente de turistas en un templo. No hay manera de evitarlo. No sé si son las hordas de familias domingueras o las pintadas callejeras, el tipo de construcción fechado o ese andar pausado que sólo tienen las ciudades costeras. El ánimo baja rápidamente en estos pagos y uno no puede evitar pensar que Mar del Plata es un poco como Las Vegas argentino: aquí está el corazón del sueño argentino, aquí mueren todos los anhelos y las aspiraciones del ser nacional y aquí vienen a veranear todos esos ancianos decrépitos que en su juventud creían que a través de la política y la defensa de los valores de soberanía y respeto llevarían al país a la cima del mundo mundial. Pues no. Y basta venir a Mardel un fin de semana, cargar al organismo con alcohol y sustancias y vagar por sus calles tristes para entender la profunda desesperanza que fantasmáticamente castiga a la ciudad, ver la fascinante transformación de un país al que hoy en día hasta sus propios habitantes odian.
Naza estaba entrando a una conferencia de Damián Szifrón sobre cine policial. Faltaban aún cuatro horas para mi examen y fui a su encuentro. Hablamos. Tomamos agua. Entramos a la conferencia. Toleramos solamente media hora, y no por culpa del orador - a quien admito que aprecio, más allá de que no me gusta lo que filma - sino porque el público empezó a bombardear con preguntas fuera de lugar, payasescas, demasiado autorreferenciales como para ser interrogantes. Nos fuimos a comer a Manolo, como no podía ser de otra manera. Allí apareció Diegote, que había estado en Barceloca la semana anterior y me dio pie a hablar de varias cosas: la movida gay de allá, el festival de Sitges, el cine catalán y Joe Dante. Mientras él corría agitado a ver una película, Naza y yo fuimos al hotel donde él se hospedaba a matar el tiempo.
Caminamos, hablamos, paseamos, tomamos un café y me fui a rendir. Llegué al lugar lleno de adrenalina y nervios. Había allí un señor mayor canoso, un gordito de rulos y un par de peruanos que viven en Buenos Aires. Todo fue fluido y, agraciadamente, dentro de cauce. El examen duró, como estaba anunciado, cuatro horas. Y lo hice dominado por un intensísimo control mental, casi inexplicable, a tal punto de que soy incapaz de colocarme en ese estado resolutivo y determinante en este instante. Yo, como creo que todos, tengo dos modalidades poco comunes pero extraordinarias: la actitud impusliva total, en la que entro en un transe donde soy capaz de decir y hacer cosas que usualmente de dan pudor, y la actitud racional total, en la que soy incapaz de hacer otra cosa que resolver intelectualmente problemas que se me presentan. Ambos casos son situaciones en las que no soy del todo consciente de lo que estoy haciendo y eso puede derivar en resultados extraordinarios o pésimos. El jueves a la noche estuve bajo los efectos de la impulsividad total (la adrenalina y la sensación de que la fiesta le pertenece a uno) y no puedo decir que hice cosas felices, mientras que el sábado estuve bajo el efecto de la racionalidad total y el resultado será, he de esperar, un pozo de felicidad y algarabía.
Terminado el examen fui a buscar a Naza, Diegote y demás gente, que estaban cenando en el shopping. A partir de mi narración del ataque de epilepsia de la semana anterior, se dio inicio a una seguidilla de anécdotas lamentables, encabezadas por la vez que Diegote hice un trío con un señor de dos metros y barba y una señora cuarentona que rogaba que no le echaran semen en la cara. Yo narré cuando en Brasil me partieron el párpado por llamar un individuo "Brazuca puto" y alguno que otro de los presentes contó situaciones de tensión sobre la droga en su viaje de egresados.
Pasamos por el hotel a fumar y ponernos lindos y bajamos al lobby a juntarnos con todos para ir a la fiesta de cierre del festival Marfici, al que toda esta gente de prensa había venido. Sentados en los sillones estaban los encargados de la programación del canal I-sat, personas a cargo de la parte prensa del festival y responsables de medios como El Amante o Haciendo Cine. Un señor mayor miraba boxeo en una televisión pequeña y admito que más de una vez dejé llevar mi mirada hacia esa pantalla donde se desarrollaba otro más de esos primitivos combates que tanto asco y atracción me producen.
En dos taxis, nos dirigimos a la fiesta. Todos entraron gratis, menos yo, que no tenía credencial de prensa. "En su momento pagué 15 euros para ir a un boliche, ya fue, hoy pago veinte y me dejo de joder". Sobremonte es un enorme complejo de varias pistas, en las que pasan música diferente pero todas comparten un aire grosero y populachero, juvenil y hormonal. Cascadas artificiales de agua, estética de granero, una pirámide vidrio y larguísimas pasarelas en las que defilaban modelos raquíticas y de rasgos demasiado marcados como para acceder a las tapas de las revistas eran parte del lugar. En un momento lo descifré y reconocí que me sentía como en uno de esos grandes estudios de Hollywood, MGM o Paramount, donde uno ve pasar los decorados de las grandes producciones todos juntos.
Es curioso, como siempre pasa en esta vida loca, como las cosas se repiten a lo largo de un mismo día. Imágenes, palabras o referencias que remiten a lo mismo y la casualidad o el destino hacen que uno piense dos veces en un mismo día sobre cosas que no traía a mente desde hacía mucho tiempo. El día antes de salir a Mardel encontré entre mis cosas el guante de juguete de Freddie Krueger y eso despertó cierta simpatía en mí. Por alguna razón estaba a punto de anunciar este descubrimiento a los presentes cuando una de las modelos de la pasarela salió a desfilar con ese mismísimo guante puesto. La fiesta de Halloween, claro, pero aún así mi shock fue descomunal.
Embriagado por el voyeurismo que ciertas escenas me despertaban - una parejita adolescente en la que él, disfrazado de niño grunge, le mostraba a ella, disfrazada de punk, qué hombre que era por tocarle el culo delante de todos; una pareja de gordos obesos góticos, cueros y cadenas; mujeres de sesenta años bailando alocadamente junto a niñas de quince -, perdí noción del tiempo. Hacia las cinco A.M. presencié la presentación entre Berta, ex conductor delirante de videos de MTV y miembro del grupo FARSA, y Damián Szifrón, el anteriormente homenajeado invitado, creador de Los Simuladores, Hermanos y Detectives y responsable de dos películas a las que les fue bastante bien en taquilla. El encuentro no funcionó y la charla fue breve. Cansado y aburrido, Szifrón abandonó la sala con un saludo general.
Al salir, estaba lloviendo. Y allí estaba Szifrón, sentado junto a una chica. Me miró y preguntó si ya nos ibamos. Jamás me había visto antes, pero él se sentía más afin a mí que al resto del boliche. Por enésima vez en la noche, dos freaks se acercaron a hablarle de cine argentino y, compadeciéndonos, Naza y yo fuimos al rescate de Damián. Una reventada borracha quería que alguien se la llevara a la cama, a lo cual Naza le dijo que era una regalada. Esto desató un ataque de furia de la reventada y de su amiga, ante lo cual Szifrón reía cansinamente. Aburridas de escucharnos hablar de cine, finalmente se fueron, gritando "machistas, machistas".
Con Szifrón buena onda de entrada. Asumió que él y yo pertenecemos a la misma generación y yo lo dejé que lo creyera. Hablamos de gente conocida en común, un poco de cine en general y bastante del cansancio que generan ciertos ambientes. Lo ví accesible, relajado, poco estrella. Me hubiese atrevido a pedirle trabajo si no lo hubiese visto sufrir de tal manera al lidiar con las estrambóticas preguntas que le hacían sus fans bolicheros.
Alrededor de las 5:50 A.M., llegamos al hotel. Mientras atravesábamos el pasillo hacia la habitación divisamos una remera tirada en el piso. Rosa. Naza se echó y gritó que era suya. La remera rosa que dice Travesti, vacaciones en Israel. Entramos en pánico. "Alguien entró a la habitación", exclamé, "vamos rápido a revisar". Entramos desesperadamente sólo para encontrar que todo seguía en su lugar, intacto. Dinero, artículos personales, pertenencias de valor... todo en su sitio. Sólo la remera fuera de lugar, en el pasillo, como señal demoníaca. Naza no paraba de decirme "la flashée, la flashée, necesito un porro ya". Teorizamos. "Para mí que, al agarrar el abrigo cuando salimos antes, la agarraste sin querer y se te cayó", sugerí, haciendo pleno uso de la razón. "No, boludo, ni en pedo, es todo parte de una conspiración. Hace dos días que me olvido tucas en el cenicero y me las sacan cuando vienen a limpiar. Me están haciendo una advertencia, que si creo que puedo tener esa impunidad van a empezar a pasar cosas raras". Nos tiramos en la cama y hablamos de todo, de la amistad, de los códigos, de mis problemas y de los suyos.
Naza postula que todos sabemos las reglas de la amistad y, entre ellas, seguro que están la siguientes:
1) Si uno lleva a los amigos en auto a una fiesta pero se levanta a una chica, los amigos se vuelven como puedan, solitos.
2) Cuando un amigo está destruido, no se lo deja tirado. Al amigo se lo banca y se lo lleva, aún si es a la rastra.
3) Si un amigo se queda sin dinero para el alcohol, no se le deniega. Incluso esa cerveza de más a las seis de la mañana, se le paga.
4) Si un amigo y uno están par a par en busca de una chica, que la competencia sea leal y que el perdedor salude y felicite al ganador, sin dramas.
Esta última regla me resultó la más polémica y la más difícil de aceptar, pero me dí cuenta que comparto mucho la filosofía de Naza y que entiendo que eso sea complicado para el resto de mis amigos. A las seis y cuarto A.M., levanté mi mochila y me despedí.
Subí al primer taxi que le aislara del frío helado y gris de la mañana, del cielo tormentoso y violento y del viento marino, punzante y malintencionado. Le pedí al taxista que me llevara a la estación y así lo hice, salvo que a mitad de camino se frenó en un semáforo y otro individuo subió en la parte de adelante. Paralizado de miedo, sólo pude gritar: "No, qué es esto...". "Listo", me dije, "me van a secuestrar y me van a matar. Y todo por cien pesos, todo lo que tengo en el bolsillo. Y no hay nada que nadie vaya a hacer por mí en este lugar y momento del día".
Finalmente, el taxista echó al otro del taxi, alegando que "no tengo tiempo de hacértelo ahora, después voy a la radio y vemos". Bajé del taxi en cuanto pude y me dirigí a la boletería. Saqué Pullman, ya que creo que se justifica pagar quince pesos más para poder dormir mejor y menos rodeado. A pesar de los borrachos y la gente durmiendo junto a la taquilla, el vendedor de propinó un trato muy señorial.
Debido a mi inestabilidad emocional, me alejé de la estación y me senté en una estación de servicio, para desayunar una Cindor y unas Oreos. Al poco de terminar mi espeso desayuno, me quedé dormido. Me desperté sobresaltado, temiendo que llamaran a seguridad para echarme de allí. Eran las siete A.M. Faltaba una hora para el tren. Pensé que lo mejor sería ir a esperar en el frío de la estación, así el frío y la tristeza me mantenían despierto.
En el banco de estación no había nadie. Me senté, cubierto de pies a cabeza. Uno a uno comenzaron a llegar los ancianos, en parejas. Ancianos genéricos, caricaturescos, dotados un olor dominante... el olor a putrefacción, el olor a medicamento, el olor a muerte. Zapatillas deportivas oxidadas, sandalias de plástico con medias marrones, chaquetas de cuerina barata y jeans de cartón. Sus ruidos, sus andares lentos y mortecinos, sus enormes bolsos repletos de chucherías... desee morir en ese instante, desee tirarme bajo el tren antes que seguir viendo esa imagen tan real, sabiendo que algún día yo también seré así, que algún día yo también diré cosas intrascendentes veinticuatro horas por día, que yo también me veré encerrado en un matrimonio que detesto pero que a su vez me genera dependencia, con una mujer quebrada y vencida por la edad y la gravedad...
Creo que fui uno de los primeros en subir al tren. Corrí. Me tocó el primer asiento del vagón. Mala noticia, no hay espacio para estirar los pies. Subí mis botas a la pared y me eché a dormir. Creo que el guarda y el chico sentado a mi lado dijeron algo, pero yo ya estaba durmiendo, lejos de allí. Dormí gran parte del viaje, leí algo más de Alicia y hacia las dos P.M. llegamos a Constitución. Tardé una hora más en llegar a casa, pero a esta altura eso era anecdótico.
Creo que voy mantenerme alejado de Mar del Plata por un buen tiempo. Aunque sospecho que en el fondo, como siempre lo digo, el factor de extrañeza no es el lugar. El factor de extrañeza soy yo.
Me pasé un rato por la casa del matrimonio Gómez-López a cubrirme de fuerza y valentía el viernes a la noche y, hacia las dos A.M., me entregué al catre y a los dulces, casi empalagosos, sueños. Desperté a las seis A.M. perturbado, desorientado y con esa sensación bucal de que el apocalipsis entero y la violación de la Virgen María acababan de ocurrir entre mis labios. Me hice un café mediano y me me fui a Constitución, una de las zonas más agresivas para visitar a esa hora de la mañana. Me permití el lujo de una siesta en el viaje, mientras cantautores populares como Arjona entonaban uno de sus versos groseros, que pretenden sonar poéticos y profundos, de esos que dicen que hay pingüinos en la cama para explicar que la pareja que protagoniza la canción ha perdido la pasión. Como todos, amigo mío, le hubiese dicho si él pudiese o quisiese hablarme.
La llegada fue, claramente, traumática. Esperé a que abriera la boletería, desayuné junto a camioneros engrasados, timadores de baja monta esperando a que llegue la ingenua clientela y policías demasiado cínicos como para hacer cumplir la ley. Todos me miraban como si yo perteneciese a otra galaxia y más de uno me dirigía dardos con los ojos, como si todo el resentimiento social y la desigualdad fuese mi culpa enteramente. La nota la dio un homosensual vestido casi completamente de amarillo patito, quien se quitó sus gafas de sol rojas y, analizándome descaradamente de pies a cabeza, me dijo "ay, me encanta como te quedan esos anteojos de carey con esa camperita". La sequedad de mi "gracias" y mi ceño fruncido bastaron para que entendiera que, si bien aprecio un cumplido, no juego en el bando de los invertidos, y menos a esas horas de la mañana.
Las cinco horas de tren las invertí en dormir y en leer Alicia a través del espejo, que es como un viaje de ácido a domicilio. Tuve que detener la lectura de Carroll y concentré los ojos en unas chiquilinas más que apetecibles, pero se bajaron en la primer bajada del tren y hasta allí llego el caramelo visual. Hasta las 13:30, hora de llegada, no quité mis ojos del campo y del asiento, de mí mismo y de mis sueños.
La depresión que implica Mar del Plata te pega inmediatamente, como una ola de calor o como un contingente de turistas en un templo. No hay manera de evitarlo. No sé si son las hordas de familias domingueras o las pintadas callejeras, el tipo de construcción fechado o ese andar pausado que sólo tienen las ciudades costeras. El ánimo baja rápidamente en estos pagos y uno no puede evitar pensar que Mar del Plata es un poco como Las Vegas argentino: aquí está el corazón del sueño argentino, aquí mueren todos los anhelos y las aspiraciones del ser nacional y aquí vienen a veranear todos esos ancianos decrépitos que en su juventud creían que a través de la política y la defensa de los valores de soberanía y respeto llevarían al país a la cima del mundo mundial. Pues no. Y basta venir a Mardel un fin de semana, cargar al organismo con alcohol y sustancias y vagar por sus calles tristes para entender la profunda desesperanza que fantasmáticamente castiga a la ciudad, ver la fascinante transformación de un país al que hoy en día hasta sus propios habitantes odian.
Naza estaba entrando a una conferencia de Damián Szifrón sobre cine policial. Faltaban aún cuatro horas para mi examen y fui a su encuentro. Hablamos. Tomamos agua. Entramos a la conferencia. Toleramos solamente media hora, y no por culpa del orador - a quien admito que aprecio, más allá de que no me gusta lo que filma - sino porque el público empezó a bombardear con preguntas fuera de lugar, payasescas, demasiado autorreferenciales como para ser interrogantes. Nos fuimos a comer a Manolo, como no podía ser de otra manera. Allí apareció Diegote, que había estado en Barceloca la semana anterior y me dio pie a hablar de varias cosas: la movida gay de allá, el festival de Sitges, el cine catalán y Joe Dante. Mientras él corría agitado a ver una película, Naza y yo fuimos al hotel donde él se hospedaba a matar el tiempo.
Caminamos, hablamos, paseamos, tomamos un café y me fui a rendir. Llegué al lugar lleno de adrenalina y nervios. Había allí un señor mayor canoso, un gordito de rulos y un par de peruanos que viven en Buenos Aires. Todo fue fluido y, agraciadamente, dentro de cauce. El examen duró, como estaba anunciado, cuatro horas. Y lo hice dominado por un intensísimo control mental, casi inexplicable, a tal punto de que soy incapaz de colocarme en ese estado resolutivo y determinante en este instante. Yo, como creo que todos, tengo dos modalidades poco comunes pero extraordinarias: la actitud impusliva total, en la que entro en un transe donde soy capaz de decir y hacer cosas que usualmente de dan pudor, y la actitud racional total, en la que soy incapaz de hacer otra cosa que resolver intelectualmente problemas que se me presentan. Ambos casos son situaciones en las que no soy del todo consciente de lo que estoy haciendo y eso puede derivar en resultados extraordinarios o pésimos. El jueves a la noche estuve bajo los efectos de la impulsividad total (la adrenalina y la sensación de que la fiesta le pertenece a uno) y no puedo decir que hice cosas felices, mientras que el sábado estuve bajo el efecto de la racionalidad total y el resultado será, he de esperar, un pozo de felicidad y algarabía.
Terminado el examen fui a buscar a Naza, Diegote y demás gente, que estaban cenando en el shopping. A partir de mi narración del ataque de epilepsia de la semana anterior, se dio inicio a una seguidilla de anécdotas lamentables, encabezadas por la vez que Diegote hice un trío con un señor de dos metros y barba y una señora cuarentona que rogaba que no le echaran semen en la cara. Yo narré cuando en Brasil me partieron el párpado por llamar un individuo "Brazuca puto" y alguno que otro de los presentes contó situaciones de tensión sobre la droga en su viaje de egresados.
Pasamos por el hotel a fumar y ponernos lindos y bajamos al lobby a juntarnos con todos para ir a la fiesta de cierre del festival Marfici, al que toda esta gente de prensa había venido. Sentados en los sillones estaban los encargados de la programación del canal I-sat, personas a cargo de la parte prensa del festival y responsables de medios como El Amante o Haciendo Cine. Un señor mayor miraba boxeo en una televisión pequeña y admito que más de una vez dejé llevar mi mirada hacia esa pantalla donde se desarrollaba otro más de esos primitivos combates que tanto asco y atracción me producen.
En dos taxis, nos dirigimos a la fiesta. Todos entraron gratis, menos yo, que no tenía credencial de prensa. "En su momento pagué 15 euros para ir a un boliche, ya fue, hoy pago veinte y me dejo de joder". Sobremonte es un enorme complejo de varias pistas, en las que pasan música diferente pero todas comparten un aire grosero y populachero, juvenil y hormonal. Cascadas artificiales de agua, estética de granero, una pirámide vidrio y larguísimas pasarelas en las que defilaban modelos raquíticas y de rasgos demasiado marcados como para acceder a las tapas de las revistas eran parte del lugar. En un momento lo descifré y reconocí que me sentía como en uno de esos grandes estudios de Hollywood, MGM o Paramount, donde uno ve pasar los decorados de las grandes producciones todos juntos.
Es curioso, como siempre pasa en esta vida loca, como las cosas se repiten a lo largo de un mismo día. Imágenes, palabras o referencias que remiten a lo mismo y la casualidad o el destino hacen que uno piense dos veces en un mismo día sobre cosas que no traía a mente desde hacía mucho tiempo. El día antes de salir a Mardel encontré entre mis cosas el guante de juguete de Freddie Krueger y eso despertó cierta simpatía en mí. Por alguna razón estaba a punto de anunciar este descubrimiento a los presentes cuando una de las modelos de la pasarela salió a desfilar con ese mismísimo guante puesto. La fiesta de Halloween, claro, pero aún así mi shock fue descomunal.
Embriagado por el voyeurismo que ciertas escenas me despertaban - una parejita adolescente en la que él, disfrazado de niño grunge, le mostraba a ella, disfrazada de punk, qué hombre que era por tocarle el culo delante de todos; una pareja de gordos obesos góticos, cueros y cadenas; mujeres de sesenta años bailando alocadamente junto a niñas de quince -, perdí noción del tiempo. Hacia las cinco A.M. presencié la presentación entre Berta, ex conductor delirante de videos de MTV y miembro del grupo FARSA, y Damián Szifrón, el anteriormente homenajeado invitado, creador de Los Simuladores, Hermanos y Detectives y responsable de dos películas a las que les fue bastante bien en taquilla. El encuentro no funcionó y la charla fue breve. Cansado y aburrido, Szifrón abandonó la sala con un saludo general.
Al salir, estaba lloviendo. Y allí estaba Szifrón, sentado junto a una chica. Me miró y preguntó si ya nos ibamos. Jamás me había visto antes, pero él se sentía más afin a mí que al resto del boliche. Por enésima vez en la noche, dos freaks se acercaron a hablarle de cine argentino y, compadeciéndonos, Naza y yo fuimos al rescate de Damián. Una reventada borracha quería que alguien se la llevara a la cama, a lo cual Naza le dijo que era una regalada. Esto desató un ataque de furia de la reventada y de su amiga, ante lo cual Szifrón reía cansinamente. Aburridas de escucharnos hablar de cine, finalmente se fueron, gritando "machistas, machistas".
Con Szifrón buena onda de entrada. Asumió que él y yo pertenecemos a la misma generación y yo lo dejé que lo creyera. Hablamos de gente conocida en común, un poco de cine en general y bastante del cansancio que generan ciertos ambientes. Lo ví accesible, relajado, poco estrella. Me hubiese atrevido a pedirle trabajo si no lo hubiese visto sufrir de tal manera al lidiar con las estrambóticas preguntas que le hacían sus fans bolicheros.
Alrededor de las 5:50 A.M., llegamos al hotel. Mientras atravesábamos el pasillo hacia la habitación divisamos una remera tirada en el piso. Rosa. Naza se echó y gritó que era suya. La remera rosa que dice Travesti, vacaciones en Israel. Entramos en pánico. "Alguien entró a la habitación", exclamé, "vamos rápido a revisar". Entramos desesperadamente sólo para encontrar que todo seguía en su lugar, intacto. Dinero, artículos personales, pertenencias de valor... todo en su sitio. Sólo la remera fuera de lugar, en el pasillo, como señal demoníaca. Naza no paraba de decirme "la flashée, la flashée, necesito un porro ya". Teorizamos. "Para mí que, al agarrar el abrigo cuando salimos antes, la agarraste sin querer y se te cayó", sugerí, haciendo pleno uso de la razón. "No, boludo, ni en pedo, es todo parte de una conspiración. Hace dos días que me olvido tucas en el cenicero y me las sacan cuando vienen a limpiar. Me están haciendo una advertencia, que si creo que puedo tener esa impunidad van a empezar a pasar cosas raras". Nos tiramos en la cama y hablamos de todo, de la amistad, de los códigos, de mis problemas y de los suyos.
Naza postula que todos sabemos las reglas de la amistad y, entre ellas, seguro que están la siguientes:
1) Si uno lleva a los amigos en auto a una fiesta pero se levanta a una chica, los amigos se vuelven como puedan, solitos.
2) Cuando un amigo está destruido, no se lo deja tirado. Al amigo se lo banca y se lo lleva, aún si es a la rastra.
3) Si un amigo se queda sin dinero para el alcohol, no se le deniega. Incluso esa cerveza de más a las seis de la mañana, se le paga.
4) Si un amigo y uno están par a par en busca de una chica, que la competencia sea leal y que el perdedor salude y felicite al ganador, sin dramas.
Esta última regla me resultó la más polémica y la más difícil de aceptar, pero me dí cuenta que comparto mucho la filosofía de Naza y que entiendo que eso sea complicado para el resto de mis amigos. A las seis y cuarto A.M., levanté mi mochila y me despedí.
Subí al primer taxi que le aislara del frío helado y gris de la mañana, del cielo tormentoso y violento y del viento marino, punzante y malintencionado. Le pedí al taxista que me llevara a la estación y así lo hice, salvo que a mitad de camino se frenó en un semáforo y otro individuo subió en la parte de adelante. Paralizado de miedo, sólo pude gritar: "No, qué es esto...". "Listo", me dije, "me van a secuestrar y me van a matar. Y todo por cien pesos, todo lo que tengo en el bolsillo. Y no hay nada que nadie vaya a hacer por mí en este lugar y momento del día".
Finalmente, el taxista echó al otro del taxi, alegando que "no tengo tiempo de hacértelo ahora, después voy a la radio y vemos". Bajé del taxi en cuanto pude y me dirigí a la boletería. Saqué Pullman, ya que creo que se justifica pagar quince pesos más para poder dormir mejor y menos rodeado. A pesar de los borrachos y la gente durmiendo junto a la taquilla, el vendedor de propinó un trato muy señorial.
Debido a mi inestabilidad emocional, me alejé de la estación y me senté en una estación de servicio, para desayunar una Cindor y unas Oreos. Al poco de terminar mi espeso desayuno, me quedé dormido. Me desperté sobresaltado, temiendo que llamaran a seguridad para echarme de allí. Eran las siete A.M. Faltaba una hora para el tren. Pensé que lo mejor sería ir a esperar en el frío de la estación, así el frío y la tristeza me mantenían despierto.
En el banco de estación no había nadie. Me senté, cubierto de pies a cabeza. Uno a uno comenzaron a llegar los ancianos, en parejas. Ancianos genéricos, caricaturescos, dotados un olor dominante... el olor a putrefacción, el olor a medicamento, el olor a muerte. Zapatillas deportivas oxidadas, sandalias de plástico con medias marrones, chaquetas de cuerina barata y jeans de cartón. Sus ruidos, sus andares lentos y mortecinos, sus enormes bolsos repletos de chucherías... desee morir en ese instante, desee tirarme bajo el tren antes que seguir viendo esa imagen tan real, sabiendo que algún día yo también seré así, que algún día yo también diré cosas intrascendentes veinticuatro horas por día, que yo también me veré encerrado en un matrimonio que detesto pero que a su vez me genera dependencia, con una mujer quebrada y vencida por la edad y la gravedad...
Creo que fui uno de los primeros en subir al tren. Corrí. Me tocó el primer asiento del vagón. Mala noticia, no hay espacio para estirar los pies. Subí mis botas a la pared y me eché a dormir. Creo que el guarda y el chico sentado a mi lado dijeron algo, pero yo ya estaba durmiendo, lejos de allí. Dormí gran parte del viaje, leí algo más de Alicia y hacia las dos P.M. llegamos a Constitución. Tardé una hora más en llegar a casa, pero a esta altura eso era anecdótico.
Creo que voy mantenerme alejado de Mar del Plata por un buen tiempo. Aunque sospecho que en el fondo, como siempre lo digo, el factor de extrañeza no es el lugar. El factor de extrañeza soy yo.
7 Comments:
Hermoso. de tus mejores posts, bebé. vos sos mi pynchon personal...
Hay algo que me atrae de mardel.. no sé..es dificil saber q es lo que me atrae..
será la decadencia, y eso tan de otra época que no vivi..
siempre me dio miedo
y siempre siempre lo asociaré con murciélagos.
A mi tambien, creo que es esa cosa como de resabio de un esplendor perdido hace mucho tiempo. cuando estuve en veracruz tuve la misma sensacion de decadencia, como si a nadie le importara ese lugar realmente, te da como lastima. y siempre la asociare con isidoro cañones.
bravo x tí!
bravo x mí que lo he conseguido acabar sin aburrirme!
mañana comentaré...
Jajaja... sí, cada vez escribo más largo. Pero es que ya no lo pienso como entretenimiento sino como literatura. Sí, chicos, aunque a muchos no les parezca, mi blog es un ejercicio literario. Por eso escribo en él tan seguido y por eso entra en él de todo, pero jamás algo que yo considere banal. Por eso les pido: hagan lo que quieran, pero si les apetece escucharme, lean a este blog como si estuviesen a punto de leer un cuento. Un cuento de esos que son tan cortitos que te da placer empezar a leerlo.
Salut!
decididamente, es mas literario viajar en tren.
te felicito.
te dieron sobresaliente en el examen?
La descripción de los viejos me gustó mucho. De todo lo demás que escribiste en tu blog, nada.
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