Musica y religion: el concierto como ritual pagano
El concierto en vivo debe ser uno de los pocos espacios en la actualidad donde esta sociedad mezquina nos permite un momento de comunión primitivo y verdadero, casi místico. Ni siquiera las iglesias o los actos políticos guardan tan siceramente esa potencia de una manada que pide lo mismo desde el fondo de sus entrañas. Por esta misma razón es que no se puede vivir a un concierto a medias tintas: hay que aprovechar para que la música sea un veneno efectivo, junto al fervor popular y a la actitud predicadora de los músicos, para elevarse espiritualmente y entrar en esos transes endiablados en los que uno se descubre a sí mismo más que en ningún otro lugar.
No todo el mundo vive al concierto así. A los fieles, a los que compran su entrada sabiendo qué pedir y qué esperar, les molesta la presencia de estos agregados. Saben que no apreciarán las melodías, que no comprenderán los códigos secretos y que, con certeza, no serán parte del ritual antiguo que la banda y los fieles más desean. En este grupo de "agregados" podemos citar a los que solamente conocen a la banda de nombre, a los que están familiarizados con apenas uno o dos discos y, la peor especie de todas, al invitado. El invitado es aquél que no conoce a la banda, la va a ver porque entra gratis - ante el odio infernal del fanático que debió abonar su localidad - y suele irse antes de que acabe el show o que se pone a hablar durante el mismo o, mucho más ofensivo aún, que intenta seducir a alguna chica sin siquiera prestar atención a la banda. Si los conciertos fuesen verdaderos rituales paganos, el primero en ser sacrificado en honor al Dios Rock debería ser el invitado, el que sobra en esa fiesta.
Pero no nos adelantemos. El concierto en vivo es, como se dijo, un ritual, una jarana y una celebración cuasi-religiosa. La banda predica desde el escenario y los fieles escuchan en silencio o corean salvajemente o encienden fuegos en señal de reverencia o gritan como animales, según lo que la banda y la ocasión pidan. La banda enseña y el público repite, convencido del valor absoluto del mensaje. El diálogo es perfecto y fluido y el público festeja cada palabra y cada gesto de los miembros del ensemble musical. Se puede decir que en ningún otro lugar de la cultura actual tiene tanto valor y respeto la oratoria como en un concierto. La retórica puede ser deficiente, pero la gente está allí para absorber hasta la útima frase.
El asiduo visitante a conciertos es una persona bastante fácil de reconocer. Decir que usa constantemente camisetas de bandas es ser facilista; hay cantidad de fanáticos de oficina, o de admiradores discretos. No es la ropa la clave. Pero sí la forma de hablar. Para el hombre de conciertos, las visitas internacionales son un tema frecuente de conversación, casi tanto como el dinero que costará la entrada o cómo hará para conseguirla. En su agenda está claramente marcada la fecha de algunos conciertos y siempre los trae a colación cuando se da un silencio incómodo. Incluso conoce los rumores de posibles visitas y más de una vez entra a la página de Ticketek o llama por teléfono a alguna radio para averiguar.
El día del evento, será respetuoso con una serie de rituales sagrados. Conservará su entrada y luego la despositará en una caja donde almacena todas las entradas a conciertos que vio desde que tiene uso de memoria. La pérdida de la entrada ocasiona angustia y miedo. También es fiel a los horarios: si acostumbra llegar temprano a los conciertos, lo hará siempre así. Si su tradición es llegar sobre la hora o tarde, no lo modificará. Estamos ante dos tipos de fanáticos diferentes: el obsesivo y ansioso, que llega demasiado temprano, y el vago y relajado, que llega peligrosamente tarde. Una vez adentro, de todos modos, la actitud es la misma: reconocimiento del terreno, selección del lugar desde donde ver el espectáculo, ubicación de las salidas más rápidas y, sobre todo, las precauciones necesarias: se come, se va al baño y se bebe antes del evento, no durante. El concierto no se debe interrumpir por nada del mundo.
Una vez finalizado el recital, el fanático siempre pedirá más. Los "agregados" siempre se van ni bien los músicos abandonan el escenario (sin siquiera haber hecho aún los bises), pero el fan se queda y sólo se va cuando se encienden las luces intensas blancas que apuntan al escenario y se enciende la música de relleno en los parlantes, música que suele tener poco que ver con lo que se acaba de ver en escena. Una vez acabado el evento, el fanático discutirá y analizará con otros como él el repertorio que se presenció, cuestionará ciertas faltas y festejará ciertos momentos inesperados. El camino a casa será pensativo, saboreando aún la adrenalina vivida y, posiblemente, hablando con otros de futuros eventos.
Una palabra aparte para el sector V.I.P., la cara visible del área de invitados. Aquí se agrupan las celebridades y los parientes y amigos de los organizadores y sponsors del recital. El noventa por ciento no sabe nada de música ni de bandas y aprecia poco lo que vino a ver. Lo que más les gusta es mirar y ser vistos y vienen para no quedar fuera de las revistas de moda o porque esa noche no tienen nada mejor que hacer. Veamos algunas verdades sobre ellos:
1) El sector V.I.P. siempre está lejos del escenario y su visión no es óptima. Esto se debe a que a ellos no les interesa mirar al show, sino mirar a la plebe. El espectáculo para ellos es mirar cómo los verdaderos fanáticos se covierten en animales para celebrar a la banda de turno. Ellos comen caviar y beben champagne, pero de música no entienden nada, sólo mueven la cabeza más o menos a la par de la música, se trate de heavy o de funk.
2) Pero al sector V.I.P. no le agrada la idea de saber que no le gusta la música. Y, al ver a la plebe fuera de sí, gritando y cantando alegre, le da un ataque de envidia. "Malditos pueblerinos", piensan, "cómo disfrutan y nosotros no disfrutamos nada". Por eso todo lo que ocurre en el V.I.P. está a la vista, los fabulosos cócteles, las toneladas de alcohol caro, la comida abundante y exótica: para que el pueblo vea todo aquél lujo que nunca tendrá y pierda un poco toda esa energía vital que los aristócratas tanto envidian.
3) La gente del sector campo no puede subir al V.I.P., pero los V.I.P. sí pueden bajar al campo (nótese que se llama campo al espacio popular, lo cual emula la reaccionaria noción social de que los campesinos son el sector más bajo de la escala). Claro que son pocos los que se aventuran en las zonas bajas - principalmente porque son mirados con ojos de rencor y violencia una vez que bajan - y se les nota inmediatamente. Su vestimenta es inadecuada para el evento (mucha camisa de vestir, mucho sweater al hombro, mucha carterita de moda). Cuando se sienten arrinconados por la gente sudorosa e hiperquinética del público (que ha entrado en ese transe que ellos nunca conocerán), abandonan el predio, exclamando el horror que les produce el amontonamiento, aunque en el fondo saben que su descontento nace de la amargura que los inunda, de esa ausencia de pasión que guía sus míseras existencias de celebridad y de horarios de oficina.
Al terminar el concierto, todo vuelve a la normalidad. El predio deja de ser templo para ser nuevamente estadio o club o sala de conferencias, lo que sea que era antes. Los curas vuelven a su camerín para reponerse y salir a conocer la noche local y los fieles se quitan las vestiduras y vuelven a ser ovejas temerosas, números en una larga cadena de números vigilados. Como adictos, no puede esperar a volver a consumir esa energía general, esa comunión de cuerpos y voces, ese frenesí descomunal que significan miles de personas pensando lo mismo, apreciando lo mismo, gritando lo mismo. Eso, señores, es lo único que nos queda de la utopía de los años sesenta: por tan sólo dos horas, nos unimos para escuchar buena música. Mientras dura, no pedimos que el mundo sea un lugar mejor porque, en ese estado de transe, sabemos que lo es.
No todo el mundo vive al concierto así. A los fieles, a los que compran su entrada sabiendo qué pedir y qué esperar, les molesta la presencia de estos agregados. Saben que no apreciarán las melodías, que no comprenderán los códigos secretos y que, con certeza, no serán parte del ritual antiguo que la banda y los fieles más desean. En este grupo de "agregados" podemos citar a los que solamente conocen a la banda de nombre, a los que están familiarizados con apenas uno o dos discos y, la peor especie de todas, al invitado. El invitado es aquél que no conoce a la banda, la va a ver porque entra gratis - ante el odio infernal del fanático que debió abonar su localidad - y suele irse antes de que acabe el show o que se pone a hablar durante el mismo o, mucho más ofensivo aún, que intenta seducir a alguna chica sin siquiera prestar atención a la banda. Si los conciertos fuesen verdaderos rituales paganos, el primero en ser sacrificado en honor al Dios Rock debería ser el invitado, el que sobra en esa fiesta.
Pero no nos adelantemos. El concierto en vivo es, como se dijo, un ritual, una jarana y una celebración cuasi-religiosa. La banda predica desde el escenario y los fieles escuchan en silencio o corean salvajemente o encienden fuegos en señal de reverencia o gritan como animales, según lo que la banda y la ocasión pidan. La banda enseña y el público repite, convencido del valor absoluto del mensaje. El diálogo es perfecto y fluido y el público festeja cada palabra y cada gesto de los miembros del ensemble musical. Se puede decir que en ningún otro lugar de la cultura actual tiene tanto valor y respeto la oratoria como en un concierto. La retórica puede ser deficiente, pero la gente está allí para absorber hasta la útima frase.
El asiduo visitante a conciertos es una persona bastante fácil de reconocer. Decir que usa constantemente camisetas de bandas es ser facilista; hay cantidad de fanáticos de oficina, o de admiradores discretos. No es la ropa la clave. Pero sí la forma de hablar. Para el hombre de conciertos, las visitas internacionales son un tema frecuente de conversación, casi tanto como el dinero que costará la entrada o cómo hará para conseguirla. En su agenda está claramente marcada la fecha de algunos conciertos y siempre los trae a colación cuando se da un silencio incómodo. Incluso conoce los rumores de posibles visitas y más de una vez entra a la página de Ticketek o llama por teléfono a alguna radio para averiguar.
El día del evento, será respetuoso con una serie de rituales sagrados. Conservará su entrada y luego la despositará en una caja donde almacena todas las entradas a conciertos que vio desde que tiene uso de memoria. La pérdida de la entrada ocasiona angustia y miedo. También es fiel a los horarios: si acostumbra llegar temprano a los conciertos, lo hará siempre así. Si su tradición es llegar sobre la hora o tarde, no lo modificará. Estamos ante dos tipos de fanáticos diferentes: el obsesivo y ansioso, que llega demasiado temprano, y el vago y relajado, que llega peligrosamente tarde. Una vez adentro, de todos modos, la actitud es la misma: reconocimiento del terreno, selección del lugar desde donde ver el espectáculo, ubicación de las salidas más rápidas y, sobre todo, las precauciones necesarias: se come, se va al baño y se bebe antes del evento, no durante. El concierto no se debe interrumpir por nada del mundo.
Una vez finalizado el recital, el fanático siempre pedirá más. Los "agregados" siempre se van ni bien los músicos abandonan el escenario (sin siquiera haber hecho aún los bises), pero el fan se queda y sólo se va cuando se encienden las luces intensas blancas que apuntan al escenario y se enciende la música de relleno en los parlantes, música que suele tener poco que ver con lo que se acaba de ver en escena. Una vez acabado el evento, el fanático discutirá y analizará con otros como él el repertorio que se presenció, cuestionará ciertas faltas y festejará ciertos momentos inesperados. El camino a casa será pensativo, saboreando aún la adrenalina vivida y, posiblemente, hablando con otros de futuros eventos.
Una palabra aparte para el sector V.I.P., la cara visible del área de invitados. Aquí se agrupan las celebridades y los parientes y amigos de los organizadores y sponsors del recital. El noventa por ciento no sabe nada de música ni de bandas y aprecia poco lo que vino a ver. Lo que más les gusta es mirar y ser vistos y vienen para no quedar fuera de las revistas de moda o porque esa noche no tienen nada mejor que hacer. Veamos algunas verdades sobre ellos:
1) El sector V.I.P. siempre está lejos del escenario y su visión no es óptima. Esto se debe a que a ellos no les interesa mirar al show, sino mirar a la plebe. El espectáculo para ellos es mirar cómo los verdaderos fanáticos se covierten en animales para celebrar a la banda de turno. Ellos comen caviar y beben champagne, pero de música no entienden nada, sólo mueven la cabeza más o menos a la par de la música, se trate de heavy o de funk.
2) Pero al sector V.I.P. no le agrada la idea de saber que no le gusta la música. Y, al ver a la plebe fuera de sí, gritando y cantando alegre, le da un ataque de envidia. "Malditos pueblerinos", piensan, "cómo disfrutan y nosotros no disfrutamos nada". Por eso todo lo que ocurre en el V.I.P. está a la vista, los fabulosos cócteles, las toneladas de alcohol caro, la comida abundante y exótica: para que el pueblo vea todo aquél lujo que nunca tendrá y pierda un poco toda esa energía vital que los aristócratas tanto envidian.
3) La gente del sector campo no puede subir al V.I.P., pero los V.I.P. sí pueden bajar al campo (nótese que se llama campo al espacio popular, lo cual emula la reaccionaria noción social de que los campesinos son el sector más bajo de la escala). Claro que son pocos los que se aventuran en las zonas bajas - principalmente porque son mirados con ojos de rencor y violencia una vez que bajan - y se les nota inmediatamente. Su vestimenta es inadecuada para el evento (mucha camisa de vestir, mucho sweater al hombro, mucha carterita de moda). Cuando se sienten arrinconados por la gente sudorosa e hiperquinética del público (que ha entrado en ese transe que ellos nunca conocerán), abandonan el predio, exclamando el horror que les produce el amontonamiento, aunque en el fondo saben que su descontento nace de la amargura que los inunda, de esa ausencia de pasión que guía sus míseras existencias de celebridad y de horarios de oficina.
Al terminar el concierto, todo vuelve a la normalidad. El predio deja de ser templo para ser nuevamente estadio o club o sala de conferencias, lo que sea que era antes. Los curas vuelven a su camerín para reponerse y salir a conocer la noche local y los fieles se quitan las vestiduras y vuelven a ser ovejas temerosas, números en una larga cadena de números vigilados. Como adictos, no puede esperar a volver a consumir esa energía general, esa comunión de cuerpos y voces, ese frenesí descomunal que significan miles de personas pensando lo mismo, apreciando lo mismo, gritando lo mismo. Eso, señores, es lo único que nos queda de la utopía de los años sesenta: por tan sólo dos horas, nos unimos para escuchar buena música. Mientras dura, no pedimos que el mundo sea un lugar mejor porque, en ese estado de transe, sabemos que lo es.
2 Comments:
suspiro aliviada al encontrarme del lado de la plebe de fans, aunq una vez.. debo admitirlo fui gratis a un concierto.. pero esperé que las luces se prendieran para abandonar el estadio y lo tomé como una experiencia que no hubiese tenido de otra forma.
gracias por ser tan observador
está bonito lo que dices y como lo dices.
y es mejor el tiempo que paso al
leerte.
solo por eso no debieras de dejarnos huerfanos de tí.
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