Tuesday, December 16, 2008

Casamiento junto al río

El hombre ronda los cincuenta, tiene el pelo erizado en tiras grises y usa un marco de anteojos hexagonal, pero en ningún modo glamoroso. Su cara tiende a hincharse y a ponerse roja, aún en invierno. Desde que está con ella se maneja por el mundo con una sonrisa que pende de hilos, se ríe constantemente sin saber por qué. Seguramente la responsable es ella. Ella es tolerante, es fiel, está iluminada por una luz que le es propia. La potencia de ella es sobrenatural, no tiene explicación. Es justo lo que él necesitaba. La vida no estaba tratándolo bien, su anterior mujer era una harpía de dobre discurso y él elegía el silencio. Pero no le sentaba bien. En una charla de café soltaba todo, perdía las riendas hablando de un fotógrafo de posguerra o de la fachada curva de un edificio escandinavo. La mesura no le iba cómoda, que usara camisas blancas de mangas cortas y jeans gastados no lo hacía más convencional. El había elegido ser arquitecto, la más extravagante de las carreras convencionales, el limbo o la frontera donde se puede trabajar para la sociedad y al mismo tiempo soñar en grandes proporciones. Pero a él la sociedad le daba igual y, desde la llegada de ella, aún en mayor grado.
Ella era un remolino físico que derretía el aparato glacial de las abstracciones intelectuales de él. Lo seguía en las pasiones, claro, pero por el acto mismo de ser pasiones. A él le costaba entender que ella fuera tan incondicional con sus obsesiones, sus propias obsesiones, las que él en el fondo consideraba infantiles y de escaso valor. En los círculos de adultos se sentía tonto hablando de las cosas que le quitaban el sueño. Con el tiempo había descubierto que los jóvenes eran buenos interlocutores: siempre había un alumno, un estudiante que acababa de entrar al estudio, algún hijo de amigos que estudiara cine y que se sintiera atraído por las cuestiones plásticas. El era bueno en lo que hacía, el estudio estaba en constante alza gracias a su meticulosidad, a las fuerzas que había destinado a las torres cuando la familia no marchaba como él había esperado.
Contaba él cada vez que podía que ella había entrado por la puerta del bar donde él estaba sentado hablando por celular, a los gritos, descalza. El no recordaba bien qué estaba haciendo, probablemente estaba perdido en sus pensamientos frente a un café vacío, o dibujando una quimera imposible en una servilleta. Ella tenía que ser de él. Ella era un desafío digno de romper sus organigramas, había que hacer el enorme esfuerzo que implicara la seducción para alguien como él. Pero, como ocurre paradójicamente cuando las cosas tienen aroma a importancia, él pateó el tablero, jugó el rol del payaso torpe y sincero, y ganó. Ganaron ambos, porque ella, más allá de su fortaleza a prueba de balas y del incansable buen humor, tampoco era feliz. Había tardes en que, luego de buscar a su hija por el colegio, se perdía mirando una maceta en la ventana, preguntándose si había posibilidades de encontrar a un tipo más o menos decente acorde a su edad, porque los pendejos eran muy lindos y muy firmes, pero a la larga estaban alzados y ella lo que quería era estar tirada con alguien el domingo a la tarde, mirando los claveles de su jardín.
Ahora se paseaban juntos por todas partes, a toda hora, exhibiendo sin pudor el fruto de sus esfuerzos. Porque el amor no es cosa de un día para otro, de un flechazo y de luces a los costados del camino. La hija de ella, los hijos de él, el entorno, los amigos de él que compartía con su ex mujer, los amigos de ella y ese tipo nuevo, tan diferente, simpático, qué se yo, parece medio serio, ¿no? Pero a ella la quiere, y eso es lo que importa.
Y cuentan que hasta algunos veinteañeros, perdidos en la bruma de sus tragedias adolescentes, los miraron con desdén y hasta envidia. El día en que se casaron, más por ánimo de celebrar que por necesitar papeles, no dejaron de besarse. Se buscaban entre los arbustos, se separaban para saludar a los invitados y pronto volvían a juntarse, a escondidas, como si fuera la primera vez. Ellos mismos lo hicieron todo: brindaron, hicieron de maestros de ceremonia, controlaron el sabor de la comida y cortaron las tortas. Querían que la fiesta fuera la exteriorización de su amor hacia sus amigos, un momento de intimidad compartido por todos, sin pudores ni mesura ni etiquetas, nada, apenas unas miradas de aprobación, un silencio, una risa, un beso y una brisa.
Por eso, cuando pasó la primer lancha tras la sacerdotiza, dejando tras de sí un alarido de motores e interrumpiendo el discurso, nadie se inmutó. Tampoco aguó la fiesta la segunda lancha, ni la patrulla costera ni los veleros ni las embarcaciones robustas de ancianos adinerados. Nadie protestó, nadie se lamentó ni hubo impaciencia. Cubrieron el bache con besos, porque siempre hay un tiempo para amarse y a fin de cuentas la ceremonia es lo de menos.

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