La toalla proustiana
Esa toalla es un souvenir que se apropiaron en un hotel costero de Brasil. No es un acto de vandalismo sino la reproducción de una actitud muy difundida entre argentinos en ese momento histórico: adueñarse con cómica ingenuidad de objetos turísticos, una complicidad nacional para hacer de un delito una picardía. La toalla en sí no tiene nada especial, no luce por sus colores ni por su diseño, no es particularmente afelpada y seca el cuerpo a nivel promedio, no hace maravillas centrífugas ni milagros. Son los años ochenta, las cosas pintan mejor pero no es tiempo de optimismos exacerbados. No tiran manteca al techo. Ya se dieron manija con el mundial y con las islas y la cosa no anduvo bien. Son adultos, pero acaban de crecer a base de realidades distintas a las que les pintaron.
No saben que su hijo siente diferente acerca de la toalla. No parece importarle que sea rosa lavado (color de nenas, como puede decir por ahí una abuela con ánimo rector), que las ondulaciones rectas que trazan un diseño romano sean demasiado ominosas para una toalla veraniega, que no seque tan rápido como las sintéticas. El niño siente por la toalla un apego emocional, inexplicable. Aún cuando la toalla empiece a oler rancio o sus bordes comiencen a rasgarse y deshilacharse, el niño pide la toalla rosa robada en un resort carioca. Sus trajes de baño ajustados y fluorescentes darán paso a mallas extensas y ultrafinas de gamas osadas que se ajustan con elásticos a la cintura, pero la toalla seguirá por allí, dando vueltas. Del baño superior pasará al de la planta baja y, de allí, al vestuario donde la gente se cambia para ir a la pileta o al lavadero. Verá su destino junto a viejas remeras de moda que hoy juegan el rol de trapos para limpiar las excrecencias de los usos domésticos. La toalla, cuyo origen fue castizo y fraudulento, se ha asentado en la residencia como una sirvienta anciana: nadie la ve, pero allí está, fiel.
Los años pasan. El niño deja de ser niño, descubre las mentiras sobre las que construyó su niñez, toma sus propias decisiones. Deja de fijarse con qué se seca, importe extraer el agua de su cuerpo y nada más. Prefiere, igual que sus padres, toallas de doble capa de hilos absorbentes que le ahorren tiempo y esfuerzos, del mismo modo que su máquina Nespresso hace café en dos movimientos, que el lavaplatos cumple su función en uno y que la ducha escocesa ofrece toneladas de agua desde tres fuentes diferentes distribuidas hiperbólicamente en el espacio de un metro cuadrado.
El tiempo desaparece en sus manos mientras ejecuta actividades que no le dan placer.
Un día se rompe el baño de la planta superior, donde suele ejecutar fetichistamente sus funciones vitales. Ha fallado un tornillo de la ducha, todo se ha echado a perder. Cortan el agua de todo el piso. Se ve obligado a usar las instalaciones de la planta inferior. Elige hacer uso del baño de servicio, el mismo que utiliza la servidumbre. Se congratula por su amplitud mental, por no mostrar reparos en compartir el inodoro con la mucama. Se sienta e intenta perderse en sus pensamientos, evadirse de la inconveniencia. Su mejilla derecha siente el contacto indicental de un material árido pero gentil. Vira el rostro para apreciarlo mejor y encuentra a su lado, suspendida de un perchero, a la toalla rosa. La reconoce como a una vieja señora que lo cuidaba cuando era aún una criatura. Su capilaridad es escasa, su prestancia se ha ido, es apenas un gran trapo desgastado atravesado por surcos de decoloración y un diseño romano que alguna vez supo ser pomposo.
Pero en esencia es la misma. Es una sobreviviente de su niñez. Su dimensión se vuelve majestuosa, como la de una reina en decadencia.
Por una instante, se encuentra a sí mismo desnudo, sentado en un inodoro de la servidumbre, aferrándose a un pedazo de tela viejo, llorando, sus pensamientos perdidos en algún lugar del tiempo, de la imaginación, de la memoria.
No saben que su hijo siente diferente acerca de la toalla. No parece importarle que sea rosa lavado (color de nenas, como puede decir por ahí una abuela con ánimo rector), que las ondulaciones rectas que trazan un diseño romano sean demasiado ominosas para una toalla veraniega, que no seque tan rápido como las sintéticas. El niño siente por la toalla un apego emocional, inexplicable. Aún cuando la toalla empiece a oler rancio o sus bordes comiencen a rasgarse y deshilacharse, el niño pide la toalla rosa robada en un resort carioca. Sus trajes de baño ajustados y fluorescentes darán paso a mallas extensas y ultrafinas de gamas osadas que se ajustan con elásticos a la cintura, pero la toalla seguirá por allí, dando vueltas. Del baño superior pasará al de la planta baja y, de allí, al vestuario donde la gente se cambia para ir a la pileta o al lavadero. Verá su destino junto a viejas remeras de moda que hoy juegan el rol de trapos para limpiar las excrecencias de los usos domésticos. La toalla, cuyo origen fue castizo y fraudulento, se ha asentado en la residencia como una sirvienta anciana: nadie la ve, pero allí está, fiel.
Los años pasan. El niño deja de ser niño, descubre las mentiras sobre las que construyó su niñez, toma sus propias decisiones. Deja de fijarse con qué se seca, importe extraer el agua de su cuerpo y nada más. Prefiere, igual que sus padres, toallas de doble capa de hilos absorbentes que le ahorren tiempo y esfuerzos, del mismo modo que su máquina Nespresso hace café en dos movimientos, que el lavaplatos cumple su función en uno y que la ducha escocesa ofrece toneladas de agua desde tres fuentes diferentes distribuidas hiperbólicamente en el espacio de un metro cuadrado.
El tiempo desaparece en sus manos mientras ejecuta actividades que no le dan placer.
Un día se rompe el baño de la planta superior, donde suele ejecutar fetichistamente sus funciones vitales. Ha fallado un tornillo de la ducha, todo se ha echado a perder. Cortan el agua de todo el piso. Se ve obligado a usar las instalaciones de la planta inferior. Elige hacer uso del baño de servicio, el mismo que utiliza la servidumbre. Se congratula por su amplitud mental, por no mostrar reparos en compartir el inodoro con la mucama. Se sienta e intenta perderse en sus pensamientos, evadirse de la inconveniencia. Su mejilla derecha siente el contacto indicental de un material árido pero gentil. Vira el rostro para apreciarlo mejor y encuentra a su lado, suspendida de un perchero, a la toalla rosa. La reconoce como a una vieja señora que lo cuidaba cuando era aún una criatura. Su capilaridad es escasa, su prestancia se ha ido, es apenas un gran trapo desgastado atravesado por surcos de decoloración y un diseño romano que alguna vez supo ser pomposo.
Pero en esencia es la misma. Es una sobreviviente de su niñez. Su dimensión se vuelve majestuosa, como la de una reina en decadencia.
Por una instante, se encuentra a sí mismo desnudo, sentado en un inodoro de la servidumbre, aferrándose a un pedazo de tela viejo, llorando, sus pensamientos perdidos en algún lugar del tiempo, de la imaginación, de la memoria.
1 Comments:
ay me emocioné un poquito! yo tuve tambien una toalla así! GRAN HOTEL BAHIA... y quien sabe en que tacho cajón o cosa contenedora estará... quien pudiera abrazarla y llorar...
beso
C. L.
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