Tuesday, April 28, 2009

Gasti

Gasti perdió su ojo izquierdo a los ocho años y eso lo hizo crecer de golpe. Anda con la manada, pero en realidad está siempre solo. En la Sagrada Trinidad ya nadie hace preguntas, ni siquiera los pendencieros que buscan la ruina del vecino. Algo han aprendido esos niños sobre la mínima cortesía; los motivos se saben, algunos pesares no deben mencionarse jamás, tal vez porque el regocijo de esa humillación ya surtió efecto, tal vez porque hay rostros que, sin decir lo que les pesa, lo están diciendo alto y claro. Gasti nunca se queja y habla franco, si acaso decidirera hablar.
El buzo le queda grande pero nunca se lo saca, lo prefiere toda la vida por sobre el uniforme llano, no le gusta el cuadrillé y la camisa lo encorseta. No es solo por el viaje de egresados inminente que lo lleva noche y día, sino porque dice su nombre, como la insignia de un guerrero: Gasti, dice el buzo, en letras bordó bordadas, sobre el blanco siempre sucio del algodón del Once.
Ustedes se van siete días, si quieren salir el octavo día pueden, chicos, pero es tema de ustedes, dice el coordinador, que no alcanza los treinta y es regordete, de pelo ralo y de cachetes hinchados. Su discurso tiene algo de marcial, pero más tiene de desinterés y de desgano. Bien podría estar hablando ante un concilio de monaguillos como un obispo en oficio. Las chicas, altas e inestables, se lamentan de que el coordinador sea un ensayo de obeso sin bíceps ni credenciales. En su silencio, o en sus reuniones de alcoba, hablarán de ese lamento, queja de colegiala con ambiciones de mujer.
Las chicas no lo miran a Gasti, lo tratan como a un cachorro. Nunca ha besado a ninguna y tampoco sabría cómo conseguirlo. Una vez, escabulléndose en el baño de mujeres que queda detrás del aula de Química, una tarde de otoño, Gasti, escoltado por Orellano, vio el pezón prominente de una compañerita desde la impunidad de una ventana alejada.
El tío Raúl siempre le pregunta a Gasti, cuando su mujer está en la cocina preparando las ensaladas para el asado, si la puso. Gasti no responde, mira fijo a la panza prominente y a las manchas de vino en las comisuras de los labios y espera a que el diálogo cambie de rumbo, o que las bandejas de carne que trae papá Horacio finalicen el interrogatorio. Pero es persistente el tío Raúl, no le basta con el cargo nominal: desea con fervor y con nostalgia encarrilar la vida de ese chico taciturno que le tocó de sobrino. Gasti solo quiere que lo dejen tranquilo, golpear las botellas de plástico contra los troncos de los árboles a la salida del colegio y ser el dueño de la cuadra, gritarles puta a las chicas que le pasan al lado y mirar fiero con su único ojo a los chicos más chicos, ahora que tiene el privilegio y el derecho a tiranía de un alumno de quinto año.
Un lunes de brumas, Lucrecia, la profesora de Literatura, en un inusual rapto de romanticismo, les habla a los escépticos alumnos sobre lo ardua que es la vida del escritor. Escribir es un trabajo muy doloroso, y muy sufrido, les dice. Musacchio piensa en su padre, que dirige una fábrica automotriz en Pilar, y susurra por lo bajo algo que hace reir a Carolina, que es la más desarrollada de las chicas, con sus pechos erguidos y sus mejillas de rubí. Lucrecia, corrida por un instante de su rol de institutriz, se ha lanzado a un paréntesis gigante sobre los tormentos de las grandes luminarias de la literatura: Cervantes perdió una mano, Quevedo era jorobado, Borges se quedó ciego y Beethoven, que no escribía libros pero sí unas melodías deliciosas, se quedó sordo. Musacchio sigue endulzando los oídos de Carolina, que no lo mira pero que responde a todos y cada uno de sus comentarios. Gasti piensa que Musacchio es un idiota, un deficiente que cae bien porque compra a todo el mundo con golosinas y cigarrillos o con sus chistes fáciles que roban sonrisas involuntarias. Pero más lo enoja que Carolina, que es bella y sensible, festeje a ese bufón adinerado. No podría importarle menos el destino de los literatos que tan poco lo atraen, pero le ofende profundamente esa escena de coqueteo obscena, ridícula. Chista Gasti, exige silencio reverencial de parte del cortejante y de su presa. La declaración de guerra no pasa inadvertida. Borges sufrió de ceguera en sus últimos años, dice Lucrecia, pero eso no detuvo a su genio creador. ¡Entonces Gasti es un genio!, grita Musacchio, ante la carcajada general. La afrenta es tan grande que Gasti calla, y una lágrima amarga corre por su único ojo vivo.
Al siguiente encuentro con el tío Raúl, el mismo diálogo se repite, como un vinilo atascado. Las chicas, quiere saber Raúl, ¿Qué pasa con las chicas? ¿Debutó finalmente Gasti, sintió esa adrenalina de penetrar a una mujer y verla extasiada? Gasti cree que la pregunta es repulsiva y se avergüenza, pero desearía poder responder que sí, que ha cumplido con su tarea de macho y que ha hecho gozar a una mujer como nadie antes. Le gustaría poder afirmar que Carolina quedó desparramada en las sábanas como hacen las mujeres después de las escenas de sexo, después del fundido encadenado que revela la mañana del día después.
¿Entonces?; insiste Raúl. Entonces, nada, dice Gasti, que no tiene ni fuerzas para fingir. ¿Nada? Nada. ¿Y por qué? ¿Cómo, por qué?, grita Gasti con una voz aflautada y húmeda, porque soy un monstruo. ¿Un monstruo? Yo a tu edad era obeso, y al final a nadie le importó. Lo abraza, el tío Raúl, pero con uno de esos abrazos violentos, que ponen distancia del afecto verdadero y que dejan los pelos revueltos y los ojos parpadeantes. Vos dále para adelante, dále. Gasti no entiende qué quiere decir con eso.
En el baño de colegio, en el recreo de la clase de Algebra, Orellano le muestra a Gasti un cigarrillo armado muy fino y muy largo. Es porro, le dice, marihuana. Lo encontró en el cajón de su hermana Silvina, mientras trataba de encontrar plata escondida en algún rincón del cuarto que ambos comparten. Le propone fumarlo esa misma tarde, a la salida, a la vuelta de la heladería. Gasti preferiría no hacerlo, pero hay cosas en la adolescencia que no se eligen, que se hacen y punto.
Al terminar la jornada, Gasti y Orellano se escabullen tras una camioneta grande al lado de la heladería y, mientras uno hace guardia, el otro le da unas pitadas sufridas al porro, que acaba doblado y mojado hasta la mitad de la succión constante. Gasti se siente un poco mareado, al principio siente un leve malestar, luego las cosas giran y cree que los sonidos se oyen un poco más fuertes que lo habitual, o tal vez es su percepción. A través del ojo ve las cosas de otra manera. Comienza a reír, Gasti el tosco se vuelve Gasti el burlón. Se siente tan confiado que podría desafiar a Musacchio y vencerlo en un concurso de chistes. Corre hacia la puerta del colegio nuevamente, no sabe bien con qué fin. Su botella habitual, aquella con la que suele golpear troncos, es abandonada y descastada con un patadón furioso. En el momento en que la botella impacta contra la vereda, Gasti se cruza, frente a frente, con Carolina. Está reluciente bajo la luz tibia de las seis, espera a que la pasen a buscar mientras hace girar en falso a su zapato, cuyo cordón pende sobre la baldosa sin jamás llegar a tocarla. Al verlo correr impulsivamente, Carolina se exalta y se asusta, pero Gasti, quien usualmente le hubiese dicho puta o la hubiese mirado con cara de bulldog, se detiene ante ella y sonríe. Sonríe sobre sus dos pies, holgadamente, sin tensión y sin disimulo. El monstruo se detiene elegantemente ante la princesa y, sin pensarlo ni rumiarlo, le hace una reverencia y luego la mira con su único ojo franco, con un ojo verdadero y cándido. Ella se sonroja y, sin dejar de menear el pie, le sonríe nuevamente. En ese momento, Gasti, que siente el impulso feroz de seguir su marcha, se encoge de hombros y explota en una carcajada feroz y contagiosa. No se queda para contemplar su nimio triunfo. Corre Gasti, corre, huye como un predador por las calles de Colegiales, gritando a viva voz que algo se quebró y que algo está por moldearse.
Al llegar a su casa, encuentra un paquete del tío Raúl. Al abrirlo, se encuentra un parche negro de fieltro, digno del mejor pirata. La nota al margen es igual de pintoresca:
¡Dále, Titán, a ver si ahora con esto la ponés!

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