Friday, April 10, 2009

Niñez

Cuando yo era niño, en primer grado, rondando los seis o siete años, hacía muchas cosas. Algunas me vienen al recuerdo con bastante nitidez, otras son borrosas o juraría que le pasaron a otro. A los siete, yo tenía el pelo muy corto y una trenza muy larga, y los más grandes me decían puto. Mamá y papá estaban encantados con mi trenza, supongo que me daba un aire oriental, o que me distinguía del resto de los mocosos. Creo que ya ellos pensaban en criar a un hijo que se distinguiera y ese mandato, enterito, me cayó a mí. Pero el psicologismo me interesa más bien poco. Prefiero rescatar el "asadito pochengo", el momento del día donde alguno traía fideos crudos y los lanzábamos arriba de la estufa para que se cocinaran parcialmente y luego comerlos. No era que el estado original cambiara demasiado o que tuviera mejor sabor, estaban casi igual de crudos. Pero el manjar no era gustativo, sino lúdico: jugar, jugar a todo, pensar al mundo como un parque de juegos.
Siempre le pegábamos a Matías Arena. Eramos pequeños sádicos salvajes. No solo era desleal el embiste, todos contra uno, sino que venía acompañado de un chantaje: divertinos y juramos que no te pegamos. Queríamos ver "las morisquetas de Canal 9", nombre que nunca entendí de dónde provenía ni quién lo acuñó. Matías nos hacía las morisquetas, un compendio de mutaciones faciales y contorsiones de los músculos que nos hacía a reir a carcajadas. Una vez acabadas, Matías buscaba nuestra aprobación y su fianza, pero el castigo era inamovible. No era saña, sino un ritual. Matías Arena nunca se salvó de los golpes, su madre tuvo una extensa charla conmigo para rogar que Ezequiel y yo dejáramos de ordenar la paliza y, poco después, lo cambiaron de colegio. Yo nunca acaté su pedido, tal vez porque siempre fui un defensor de las tradiciones.
Mi novia se llamaba María Paz. En realidad, no era mi novia. O era tan novia mía como de Martín Suaya o de cualquiera de los chicos que se lo propusiera. María Paz era delgada y huesuda, su tez era cetrina y de frente amplia, nunca flequillo y el pelo siempre recogido. Era más bien fea y más bien insulsa, pero despertaba nuestras pasiones. Ibamos a su casa en tandas y llevábamos a cabo una ceremonia: en un armario o detrás de una puerta, ella se bajaba la pollera del uniforme, el candidato de turno se bajaba sus shorts y, con el pequeño miembro erguido, nos recostábamos sobre ella y nos quedábamos estáticos. No había penetración ni movimientos espasmódicos, apenas contacto. Ese era el goce: tocarnos la piel. Había días en que ibamos de a varios a la casa de María Paz y nos turnábamos. Ella nunca se quejaba y tampoco parecía cansarse.
Tuve varios episodios sexuales en esos tiempos. A una maestra de la que nada recuerdo le toqué el culo. Tampoco recuerdo su culo, si al menos era redondo, o carnoso, o flácido. Me inclino por esta última opción, dado que para un niño de siete años un culo enorme es más divertido que uno parado. La maestra mandó a llamar a mis padres, por eso y por decirles a mis amiguitos que en un libro con muñecos había dos conejos que "estaban cogiendo". Mis padres acudieron a la reunión y regañaron a la maestra. Mi mamá, psiconalista de niños, le explicó a la maestra que los niños a esa edad están descubriendo la sexualidad y que no hay nada malo en ello. Que era ella la equivocada en censurar el comportamiento de los alumnos. Creo que las relaciones entre el colegio y mis padres nunca más se recompusieron, porque mis padres siempre estaban de mi lado.
Una vez me agarré a las piñas con Mariano Federman en la cancha de voley porque él no nos dejaba jugar al cabeza. Mariano era más grande y estaba convencido que era lindo. Se comportaba como James Dean y en los micros al volver del campo de deportes se aferraba a su miembro constantemente con las piernas apoyadas en los asientos. Los demás los mirábamos con admiración: no solo estaba cómodo con su cuerpo, sino también con la sexualidad y con el deseo. Hablarle era un desafío, había que cuidar las palabras. Una vez me atreví al diálogo franco y a cambio recibí un golpe seco en la frente y un grito en la cara: ¡Lisiado!
Supe estar muy enamorado de Romina Carniglia y, para impresionarla, le conté que usaba gomina al salir de la ducha y que me hacía un jopo. Se río en mi cara y nunca entendí si había algo de ternura en su carcajada. También le declaré mi amor a través de una carta a una chica rubia cuyo nombre no recuerdo. Era compañera de los mellizos Tesone y, como yo compartía el pool con ellos - las madres se turnaban, un día a la semana cada una, para dejarnos en nusetras casas -, le pedí a Andrés que entregara la carta. Al día siguiente, camino al baño, la chica me encaró y yo me atrincheré. Nunca pasó nada. Cerca de esa época fue cuando corrió el rumor de que a Ati lo había expulsado por moler tiza y hacerle creer a un compañero que era cocaína. Yo estaba escandalizado: había escuchado nombrarla, pero no conocía a nadie que la hubiera tenido cerca, aún si era de mentira.
Mi relación con Nadia fue breve y poco profunda. Ya nos veníamos mirando, el colegio primario se terminaba y la calentura era algo más establecido, más normal. Uno anhelaba que llegara la secundaria para intentar tener sexo, pero para eso faltaba aún un año y medio. Yo mandé a Gato o a Guido Gonnet, no recuerdo, a preguntarle a Nadia si "se quería meter conmigo" y, al rato, el mensajero volvió con la aceptación. Era un hecho: tenía novia, todos podían saberlo. El beso tardó en llegar. Se hacía a escodidas, en alguna habitación de la fiesta pertinente. Besos sin lengua, besos de labio. Bailábamos lentos, nos cruzábamos en los recreos (ella iba a A, yo iba a B), yo trataba de impresionarla en el campo de deportes y creo que lo lograba. En algún momento no sé qué pasó y yo escribí con Liquid Paper en un banco que ella era una puta fácil. Nunca pensé eso verdaderamente, y tampoco sé por qué lo hice. Creo que necesitaba salirme del corset de un compromiso, cosa que me pasa y me pasó siempre, aún hoy. Ella me preguntó si era cierto que estaba haciendo el ingreso al Buenos Aires, yo negué y, al año siguiente, empecé primer año en el prestigioso colegio de la capital. El diálogo se acabó.
Pero no me fui en calma, no. Me fui haciendo ruido. Cuando River perdió la final de la Copa Intercontinental con la Juventus, escribí en la tabla periódica "italianos de mierda, soretes, que se mueran todos", o algo por el estilo, una furia pueril. La profesora de Química se salió de sus casillas. A la dirección, me dijo. Me negué. "Esto es mío y con mis cosas hago lo que quiero". "No, este es material del colegio y estás en un ámbito educativo, esto no se puede escribir". Su argumento era idiota y yo estaba convencido de tener razón. Acaté la orden y me ligué amonestaciones, pero mis principios nunca se mancharon. Mamá, al hablar con la Rectora, una mujer reaccionaria e hija de militares que se apellidaba Varela, volvió a darme la razón a mí. "Escuchemé, Marta", dijo mamá. "¡Mónica!", retrucó Varela, indignada con el error.
Después vino el episodio de la pared, cuando uno de los chicos vio que una de las columnas tenía un huequito y empezó a escarbar. Sacó concreto y más concreto y descubrió que la pared era hueca. A todos nos gustó la idea. Metimos dedo, luego mano y, finalmente, empezó el concurso de pegar patadas a la pared, a ver quién sacaba más material. Yo, que había pegado el estirón y que tenía un pie considerable, pegué un tremendo patadón y arranqué la mitad de la columna. A Hugo, el buchón de Varela, la cosa le pareció atroz, impresentable. Todos a dirección. La sentencia: diez amonestaciones a cada uno y el deber de venir un sábado a arreglar la pared con un balde, cemento y una palita. Chicos y padres pusieron el grito en el cielo: eso era doble castigo. O nos daban amonestaciones o arreglábamos la pared. No hubo acuerdo. "Por suerte te vas de ese colegio", dijo mi mamá cuando terminé el ingreso al Buenos Aires.
Martín Seldes y su madre Ana María, que era bailarina y eso implicaba para todos nosotros que participaba en orgías. "A tu vieja se la cojen los cubanos", le decíamos al pobre, que tenía que repartir golpes para defender el honor de su madre. A Fefe lo burlábamos con su color de pelo. Una vez, haciendo oraciones para la clase de lengua, escribí: "Fefe es colorado porque en el momento de tenerlo su mamá tuvo una menstruación". En su momento me parecía genial. Por suerte a esa maestra las cosas mucho no le importaban.
Así pasaron los años de la primaria, años de formación y de anclaje a un mundo de castas, un mundo de dinero y de pretensiones de aristocracia. Nosotros éramos judíos, con lo cual siempre tuvimos un cable a tierra. Mi abuelo fue sastre y supo lo que es el hambre, con lo cual nunca se perdió un sentido social, ligado también al pasado comunista de mi abuelo. Fue preso con Onganía por organizar cooperativas y la abuela lo sacó al poco tiempo. Pero bueno, eso, los años pasaron y al entrar al Buenos Aires un mundo se abrió, mi cabeza se abrió y hasta mi perspectiva de las cosas. Atrás quedó ese niño bien de aventuras sencillas en un claustro institucionalizado. Alguna vez también me habré cagado en el pantalón porque no me dejaban ir al baño en calse de educación física (Aconcagua le decíamos a Carlos, el profesor, porque siempre parecía tener el pene erecto y se notaba en el jogging) y algunos logros tuve, como competir yo solo en un intercolegial por no haber ido al viaje de egresados y hacer que el colegio termine décimo de veinte.
Así pasa la gloria del mundo y así se viven los recuerdos, mediados por la nostalgia y por la perspectiva del tiempo.

1 Comments:

Blogger Sebi said...

...Amén.

Lo leí fumado, lo disfruté mucho. GE-NIAL.

3:45 AM  

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