Friday, November 27, 2009

Monólogo

Te configuran el cerebro, no se puede contraatacar. Uno se da cuenta tarde. Tira el sablazo al vacío y ruega dar de lleno. Estás ahí y estás bien, pensas, llegás a pensarlo: estoy bien, de acá no me muevo. La estabilidad mata como una enfermedad sin síntomas. La humillé, la putié de arriba a abajo hasta dejarla estéril delante de sus adláteres. No me gustó. Es un río ancho y caudaloso. Al final me quedo encerrado en los pensamientos, ahí encuentro el verdadero placer. Cuando grito, se traba en la garganta; cuando hiero, la mano queda tiesa en medio del aire, siempre frenada en el instante previo al golpe. Llueve. El grito mudo. Esperé el instante años. La dejé hablar, esperé, creo que hasta la provoqué para que escupiera las palabras. Pero la herida fue menor, insuficiente, nada comparado a aquella vez que me dijo que yo parecía una señora. A las palabras se las lleva el viento, son los arrebatos los que cuentan. Aunque te lleven a la cárcel, aunque te mueras de frío en un rincón húmedo. Me puse de pie, miré al auditorio - todos callados, todos de estuco, estatuificados - y me reí apenas una partícula de tiempo antes de vaciarle el vaso de cerveza en la cabeza, la espuma indigna chorreando como semen de su cabello francés a sus hombros argentinos, pudriéndose como catarata de mierda hacia su pubis, ese pubis francés que se ensancha, cadera francesa, también, el Síndrome Francia. Después dije algo, no sé, ella articuló un quejido, un lamento muy ético, y la cantina estaba de su lado, y creo que hasta yo estaba de su lado de lo magnética que es, pero no era tiempo de ser tibio, y entonces abrí la boca y la humillé, la putié de arriba a abajo, le vomité en las mejillas todo el resentimiento de siglos y después la maté, la degollé con dedos de aire, y fue indigno. Fue indigno, mierda, fue indigno. No se puede ganar, de veras que no se puede. Cleopatra cruel e impasible, asesinada en cuerpo pero nunca en mito. Marco Antonio de papel, de historieta de quiosco de diarios, una estola de alambre de púa que sangra y sangra, sangra por la herida. Te lavan el cerebro, te lo dejan seco como un higo. Te chupan la energía vital hasta que las curvas de las piernas de una mujer te dejan indiferentes, como los bebés, como el invierno. Te despertás y te dormís, comés y comés bien, manjares todos los días, invertís cada centavo en un pato o en una fondue, y ahogás la abulia en cerveza importada y droga en bolsita. Los sueños te los fríen, te los cortan de a chorro, te cogés hasta a los mandriles del zoológico - impúdicos, son animales, no se preguntan - y lo único que sentís es odio. Son unas ganas hermosas de estrangular, de maniatar, de interrumpir el suministro de sangre de algún cuello níveo de ninfa. Matarla a batazos en la cabeza, arrancarle esa carita francesa de pecas y ojitos de cristal, destrozarle ese semblante de éxito infantil hasta hacer catarsis de todos los desencantos de este mundo. Y odiarla sin reparos, odiarla porque ella sabe, no golpea a a la puerta, sino que la abre y entra, y encuentra, y tira a las piernas, no más alto... La cubrí de moretones orgullosos, pero nunca la toqué, solo aquella vez en la que entonces era su casa, me dejó rozar esa entrepierna apenas húmeda, y me dejó penetrarla como a un abrelatas sin decir nada, ni una palabra, para decirme claro que no me quería ahí. Entrando y saliendo, mirando a la ventana, dejando que el amor fluya por la bañadera hasta la rejilla, sangre opaca, una abeja ciega, sabiendo que el momento es mítico porque no va a repetirse, y, aún así, ¿De qué sirvió? ¿Valió la pena? Ahora tengo una excusa para arruinarte la vida, por escrito, no oral, por escrito, que lo vean todos sin saber para quién es. La calciné, la calciné con versos mediocres, y luego la poseí sin jamás tenerla. ¡Lo costoso que ha sido este pasado! Te perforan, te ofrecen un futuro y una necesidad, te venden apocalipsis y te regalan páramos frescos, te enganchan como arañas y después te comen el intestino. ¡Lo humanos que parecen, y lo bichos que son! Uno se deja tragar, uno, que piensa que el amor es hueso y tripas, que intuye que la vida es pozo ciego, se deja chupar, por la inercia de estar vivo. Les das tu eternidad, la gloria de tu juventud, y te devuelven un cheque que pronto se agotará en manjares y efímeras conquistas. Efímero, como un eco me retumba esa palabra, esa quimera vetusta, esa promesa que nunca acaba de morir. Ay, ay, del aire, ay del viento, ay de esta lluvia que me lava la cara de barro pero no los recuerdos, los anhelos mal cicatrizados... ¡La maté, carajo, la maté porque era mía, porque no había otra opción, porque hay reclamos que nadie escucha aunque los dioses estén de tu lado! La maté y no me enorgullece, pero no por la cautela timorata de los oficiales de tránsito. Ahora miro atrás y me siento anciano. De nada sirve culpar a las instituciones. Las leyes están claras, es uno el que se come la torta. ¿Me vienen a buscar? Ya era hora, los estaba esperando.

Wednesday, November 04, 2009

Los fondos

Dos tipos cruzan la avenida, uno es joven y el otro es viejo. El joven habla y gesticula, tiene unas bermudas y una campera deportiva. Llegan al otro extremo y frenan en la curva. Sale a su encuentro otro joven de pelo cobrizo. Hablan y gesticulan. El joven nuevo gesticula aún más que el otro, mueve mucho las manos. Es un buen actor. Levanta una mano, la baja, la apoya sobre su cintura. Se ríe, el otro también, pero el viejo se queda callado y los mira. Señalan algo que el viejo no puede ver. El primer joven tiene las manos muy blancas. Lo que parece ser una enfermedad de la piel es en realidad guantes, tiene puestos guantes como para manejar una moto. Blancos de un lado, marrones del otro. Se va, se quedan el viejo y el joven de pelo cobrizo. El joven grita "¿La viste, la viste?", pero el viejo no la ve. Aún ahora no la ve. El joven gira sobre su eje y corre, corre a toda velocidad hacia el fondo de la cuadra. El viejo se queda solo, en la esquina, desamparado. Tiene los hombros caídos, la mirada perdida detrás de sus anteojos, las manos suspendidas en el aire como si fueran un peso muerto. Mira a un lado, al otro, de nuevo al inicio, sus ojos vuelven a empezar cada vez. Pero no la ve, se resigna y sigue viviendo. De la puerta verde del edificio contiguo sale una señora, mira al viejo, desconfía, desaparece. El joven corredor llega a la esquina montado a una camioneta blanca, de esas blancas relucientes que se usan para cargar electrodomésticos. El viejo lo mira, aún golpeado por lo que se perdió, y camina, roza a un auto detenido frente al semáforo, se monta en la camioneta y salen disparados, a la misma velocidad que el joven exhibió minutos antes con sus piernas vigorosas. El de los guantes no vuelve a aparecer.
Un tipo enchufado a unos auriculares extiende la mano en el aire, dibuja para todos los sonidos que solo él escucha. Ejemplifica para nadie. Y pasa, una vez más, el gordo deforme de las bolsas de lavandería. Todo el día va y viene, surca los caminos del barrio con sus múltiples bolsas de plástico llenas de ropa ajena. Limpia. Podría ser una mujer. Tiene un mechón de pelo rebelde que nunca cesa de molestar a su ceño de muñeca quemada. Se mueve como si estuviera compuesto de dos mitades, primero la densidad derecha, luego la izquierda y así sucesivamente. Nadie lo mira, nadie lo ve, simplemente está ahí. El ciclo eterno del semáforo, del auto de seguridad baja un tipo firme de pelo plateado. Camina cansinamente hasta el camión de correos, aprovecha la pausa para hacerle firmar una papeleta. Es el oficio, los años reiterativos, la experiencia: mejor usar el tiempo muerto para descansar o tomar mate. Vuelve al auto de seguridad con los papeles firmados, en orden. El camionero de turno se hizo pintar al Gauchito Gil a todo color en medio del remolque. Pasan los seres andróginos en bicicleta, los hombres que parecen mujeres, los pelos rizados de doncellas barbadas. En la ferretería solo hay silencio y tubos de plástico, tornillos, tedio.
Se acaba el cigarrillo y siguen las inevitables ganas de cagar. Cierra la puerta del balcón, ajusta el pestillo, atraviesa la sombra del pasillo y defeca copiosamente. Traba la puerta que no cierra con el tacho de basura negro, la bolsa de residuos está manchada con gotas de agua sucia. La misma historia, las consecuencias inevitables del café de media mañana, de la cola infame de cigarrillos innecesarios, la evacuación de todos los males acumulados. No es líquida, pero la consistencia no es firme. Metáfora vil de las decisiones tomadas. Se mira al espejo, estudia los canales rojizos que surcan la pupila, la barba irregular, los pelos unificados sobre el cráneo. El reflejo ovalado sobre la taza metálica bajo la canilla. Los grumos de espuma de jabón anclados y rebeldes sobre el mármol dálmata. Las ondas serenas del agua una vez evacuada la mierda interior. ¿La viste, la viste? Algún día esa mierda será dura y sólida, mierda digna de ser cagada, sin temor y sin vergüenza.