Wednesday, October 29, 2008

El fin

Yo soñaba con caminar hasta el puerto una mañana de niebla y ofrecer mis servicios en un barco pesquero noruego. A veces, con menos ingenuidad, todavía lo sueño. Ahora sé que no soy bueno para despertarme de madrugada, que el olor a pescado me molesta y que el trabajo manual arduo y sin respiro nunca fue ni será lo mío. Pero rescato el ideal, lo que implica: perderse de todo, incluso de uno mismo. Es romántico y un poco trivial, pero me salva de muchas cosas pensar que en algún lugar y en algún momento existe una libertad ligada al no ser nadie, a la deriva, lejos de aparatos y bloques de cemento.
Con el tiempo abandoné esa fantasía romántica y acepté mi condición de hombre de ideas y de letras. Básicamente, en el noventa por ciento de los casos, me pagan para pensar. Produzco mayoritariamente ideas, pensamientos efímeros, argumentos que flotan en un aula o que se adhieren a un papel; casi sin proponérmelo, la vida me fue llevando hasta este lugar privilegiado donde mis manos permanecen limpias y suaves porque el dinero se produce por la boca, por el cerebro, por cruzar las piernas en una silla o por apoyar la cabeza sobre la palma, reflexivo. Este status, si bien grato y no demasiado extenuante, es netamente urbano. Y el problema principal, sobre todo cuando uno tiene sueños, es que la ciudad es hoy en día un espacio hostil, donde se perdió la idea de juego, de aventura de tintes juveniles, de riesgos irreflexivos.
Yo quiero aventura, me pregunto dónde fue a parar ese devenir despreocupado con el que yo soñaba. Me pregunto cómo es que el mundo abolió lo salvaje para dejarnos en su lugar cables y espacios virtuales. Y cómo puede ser que uno llegue al fin del mundo y que las cosas no sean demasiado diferentes, que en los bosques más profundos se vendan souvenirs y que las tribus más salvajes vendan su identidad como si fuera merchandising. Pienso qué habrá sido de esos aventureros europeos de los siglos XVIII y XIX, que recorrían osadamente el Lago Victoria o que se perdían en el Congo y se volvían locos, como Kurtz. Qué fue de esos colonizadores sin miedo a lo ajeno que descubrían lo desconocido a un paso de distancia, o esos espías que entraban en territorios hostiles para encontrar un mundo nuevo. Claro, tal vez ellos mismos lo echaron a perder. Gozaron de su aventura y nos dejaron al resto los signos de su barbarie. Y así murió la aventura y nació el turismo, o cómo vender lo propio al mejor precio, de modo más vistoso, hasta matarlo, hasta convertir la propia identidad en un producto de feria.
Vuelvo al barco pesquero. ¿Realmente está la vida en altamar, entre hombre barbudos y sin raíces? No, no seamos ingenuos. También allí murió la vida, también en el fondo del mar hay un medidor o un sonar o un puesto de textiles atendido por un tiburón cansado de la rutina.
Me levanto cada día y camino por las calles, suspirando por la tosquedad del asfalto, aburrido de ver caras aburridas que no tardarán en conectarse a algo - celulares o electrocardiogramas, lo mismo da - y pienso que jamás conoceré lo salvaje, que ese león de la sabana tiene un sello en la planta del pie y que ese indígena caníbal come carne de rata tratada con conservantes y adquirida en K-mart, con fecha de vencimiento.
De nada sirve viajar, de nada sirve el turismo. Lo que vemos no es real, son fragmentos robados a una Historia grande y acomodados para ser más vistosos, pero siempre con la misma lógica. París o Estocolmo, Montevideo o Bangkok, son el mismo producto con una etiqueta diferente. Mejor quedarse en casa, junto al fuego, leyendo a Conrad o a Melville, perdiéndose en Las mil y una noches o en Tácito, soñando la red que uno mismo teje, más activo de lo que jamás estará pisando los lugares concretos que siempre soñó con conocer.

Tuesday, October 28, 2008

Metonimias

Un vestido color crema con círculos marrones, verdes y naranjas atravesados por rayas que los vacían.
Una pila de ropa sucia con predominancia de colores cálidos y restos de sudores pasados; un buzo rojo furioso, unas medias que supieron ser más naranjas, una camisa del marrón de la tierra, negros interpuestos.
Un paquete de Marlboros a medio fumar, retorcido por la crueldad de los bolsillos y los paseos nocturnos.
Una vela encerrada en un frasco de vidrio, adherida a él, superpuestos, derretida por el uso y el calor.
Bolsas y más bolsas, plásticas y color madera, ascendentes y plegadas, ocupando el espacio mutuo.
Un libro de sonetos de Shakespeare, amarillo chillón, de Anagrama, escondido tras un folleto de un grupo de teatro callejero.
Películas apiladas que dialogan con libros apilados sobre temas que yo dicto. Tres veces Hitchcock, crédito para Cukor, un Faulkner indiscreto y varios académicos pensando qué hacer con todo esto. Verdes claros, rojos entre negros, un gris medio pastoso y más naranjas, más blancos, un azúl solitario, tan triste que parece petróleo.
Un reloj despertador chino, demasiado chino en su inmediatez, parado por su propia voluntad, discreto en su digitalidad, reposando a gusto sobre unas hojas manuscritas, nada de poesía, puras instrucciones para ser leídas en público, en plan didáctico.
Una valija tan grande como para meter a un muerto, varias botas en gamas de marrón otoñal, camisas para todos los gustos pero no para todos los talles y una biblioteca de madera de estatura mediana, sobrepasada de papeles y sobres, una cámara Yashica Súper 8 y souvenirs de todo tipo. Más películas. Libretas. Más libros. Discos. Recuerdos por ser encontrados. Basura.
Y un cono de señalización naranja con una franja amarilla de por medio, embarrado y distraído, ocultando sin saberlo a un recipiente lavanda, útil tanto para orinar como para limpiarse las heridas.
Por la ventana entra el sol y proyecta sombras transversales de árboles ya pelados por los azotes del viento. Una o dos hojas heróicas, aferrándose a las últimas ilusiones del verano. Cortinas, persianas y puertas cerradas, guantes, gorros y bufandas, llaves, luces que se apagan y frazadas espesas. Besos a escondidas, mañanas húmedas y la rutina del café, el almuerzo tempranero, los encuentros y desencuentros que abarcan un día y que le dan color.
Un pie, luego el otro, luego el césped y las piedritas y el asfalto y las estufas y los chocolates calientes y los sobrecitos de azúcar. El pan con canela, a veces, el arroz se adhiere al fondo de la cacerola, siempre, y la cerveza, la eterna cerveza de media tarde, de media noche, de desvelo continuo. El humo del cigarrillo, el humo de las fábricas, el humo de las bocas que inunda la noche y todo se hace humo hasta que llega la mañana y el humo del café, una vez más, el bendito humo del café.
Pasa una cabeza, un niño, una esperanza. Un devenir, una sucesión y la elipsis, el silencio y la palabra.

Sunday, October 26, 2008

A contracorriente

Otro extraño despertar en el mundo de la completa extrañeza. Abro los ojos súbitamente, como si pendiera sobre mí la más atroz de las amenazas. El desagüe de mi baño sigue sin parar su concierto diabólico. Elijo, una vez más, no hacer nada al respecto, acostumbrarme a la adversidad y vivir como se puede. Mi reloj marca las 9:45 pero la computadora dice que es una hora menos. Me pregunto si será el constante manoseo de los husos horarios o si fui yo quien, en un rapto de borrachera, cambié alguno de los relojes. Otra mañana de violencia climática, otro día gris y de cielo encapotado en esta aislada ciudad industrial donde la verdadera vida parece fluir puertas adentro.
Levanto la guitarra y repaso mis A-B-C. Johhny Cash, Dylan, Elvis. Arriesgo un Cat Stevens, The Wind. Sé que es demasiado para mi nivel de aprendiz, pero corro el riesgo. La guitarra está desafinada y lo que suena cuando sigo las notas que componen la canción me es ajeno, ni siquiera melódico. Me pregunto si soy yo quien está fallando o si es el mundo. Una vez más. Abandono la guitarra y me voy a preparar café. Mientras elijo un disco desconocido de la colección de Andrea para ampliar mi mundo musical, encuentro a un par de rubios durmiendo despatarrados en la sala de estar. Comparten la colcha peluda con estampado vacuno y uno de ellos parece demasiado magro como para existir. El otro es robusto, bien nórdico, su barba crece por parches en medio de una indudable cara de niño rubietón. Camino con sigilo para no interrumpir su sueño de ovejitas y decido estrenar mi paquete de Segafredo. Si la mañana es fea, mejor combatirla con Jazz y café espresso italiano.
Un intenso dolor en el omóplato izquierdo me hace rememorar la noche. Otra noche de soledad y aventuras en el mundo de lo ajeno. Todo comienza con Proust. Yo había intentado leer a Proust en inglés, junto al Pacífico, entre Guatemala y Costa Rica, a mis dieciocho años. Lo pienso retrospectivamente y suena pedante, pero lo cierto es que lo había abandonado promediando el primer volumen, Por el camino de Swann. El inglés no era muy útil para leer a un autor francés - y no cualquier autor, sino un degustador del lenguaje, como Proust - y yo no tenía paciencia para entrar en el mundo de nostalgia, enfermedad y perennidad de Marcel. Creo que aún no la tengo, pero por un breve instante volví a él para estudiar cómo comenzaba su titánica obra. Porque, me dije, si voy a empezar a escribir una novela, idea que vengo delineando hace días y días mientras llueve y llueve, es sabio copiar a quienes admiro hasta encontrar mi propia forma. O que la copia devenga en forma.
Pero mi atención, que es dispersa como bien dije, voló desde Proust a la colección de revistas soviéticas de teatro y de allí a la pequeña notita color salmón pegada en la pared que, con letras garabateadas y juguetonas, dice en tinta azúl "los días extraños", lo cual era cierto, estos son los días extraños. Y de allí me fui al pasado, a revivir mis propias nostalgias y recuerdos borrosos de tiempos felices y, en vez de leer a Proust, comencé a vivir a Proust desde mi propia historia, método inconsciente que creo que a Marcel le hubiese agradado como forma de aproximarse a su obra.
Me calcé los pantalones a rayas negras y grises, esos que son tan ajustados y que reservo para ocasiones especiales. Me tomé un par de cervezas Karhu sin ningún placer y, con ánimo de emborracharme a la manera de los finlandeses - hasta caerse muerto o hasta vomitar en un charco hecho por uno mismo -, comencé con el whisky. Fumando y tomando whisky atravesé Tampere, camino a Telakka. Telakka es una especie de centro cultural/restaurant/ lugar de encuentro de bohemios, artistas, desocupados y delirantes de todo tipo. Es un lugar enteramente de madera, lo cual lo hace acogedor pero inflamable, y de las paredes cuelgan todo tipo de cosas, desde cuadros de pésimo gusto hasta abrigos. El dueño, Markku, parece ser un hombre de mundo, relajado y conversador, poco apegado al dinero, pero nada de esto me consta; entre el personal se cuenta a la mujer de Markku, una señora rubia que debe haber sido asombrosamente hermosa en su juventud, y un camarero cuarentón de pelo largo y un ojo entrecerrado, una especie de pirata malhumorado que siempre usa chaleco abierto y que se presenta como concejal en las próximas elecciones por el partido verde. (Cuando le pregunté por qué habría de votarlo, respondió "¿Y por qué no?"). Andrea ama a Telakka y allí es donde solemos trabajar durante la semana, porque el ambiente es relajado y porque hay conexión a Internet gratis y porque podemos tomar café gratis, aunque de forma no oficial. Pero a mí me da mala vibra, no me siento del todo cómodo ahí. A pesar de eso, ayer tocaban las Cleaning Women, un trío de señores ya mayorcitos que se visten de mucamos, con unos ajustadísimos delantales negros, y tocan con instrumentos hechos a base de elementos de limpieza. Entré a Telakka con ímpetu y evité así pagar la entrada. Reinvertí los 8 euros que debía haber pagado en vasos de Jim Beam. La incipiente borrachera se convirtió en ebriedad confirmada. Instalado en el centro de la pista, salté como venía deseado hacerlo toda la semana.
La caminata hasta Vastavirta llevó algo más de media hora. La noche estaba despejada y todos - absolutamente todos - estábamos asquerosamente borrachos. Al fin comienzo a entender a esta gente, pensé. Mantuve una serie de conversaciones breves en un inglés balbuceado con diferentes personajes para nada recordables. Canté una serie de canciones en castellano, un poco para amenizar la caminata y otro poco para reafirmar la identidad. En un puesto del camino me comí un hot dog, que para mi sorpresa era doble. Una pareja bastante poco equilibrada se reía plácidamente y no comprendí si de mí o de ellos mismos o de nada en particular. Entré a VastaVirta tambaleando, pero en este país no le niegan a uno la entrada por estar tomado. Un pelado enorme de lo más civilizado me pidió amablemente que abonara la entrada y accedí. La primera impresión que me produjo el recinto, un antro mítico en la vida de Tampere por ser el lugar de rejunte de metaleros y punks - de ahí su nombre, "a contracorriente" -, fue una sensación de intimidad y de seguridad. Lo había imaginado varias veces más grande, más oscuro y más violento. Resultó que todos los rincones estaban iluminados y que un gran porcentaje del público eran niños de pecho vestidos de marginales. Mientras sonaba una banda heavy con más pose que enojo, jugué un partido de metegol con algunos de los seres del lugar. La escasa o nula comunicación entre mi compañero - un hombrecillo escuálido y tatuado de pies a cabeza, los ojos delineados y la pintura facial corrida, piercings hasta en las zonas donde no hay piel y una sonrisa de perdición, descoordinada con los ojos y con el pelo y con la vida - y yo no impidió que ganáramos varias partidas al hilo. El partido acabó y estrechamos las manos de nuestros oponentes. Luego fuimos a la pista a hacer pogo y, después de pegarme amistosamente con gordos, flacos, chicas, pelados y peludos, me senté en un sillón a recuperar las fuerzas.
Ya camino a casa el whisky empezó a jugarme una mala pasada. Genial, pensé, lo único que me falta para integrarme totalmente a esta sociedad es vomitar al costado de la ruta. Una mujer de rasgos inciertos pasó a mi lado, pero apenas le presté atención. Luego, a los pocos metros, la escuché decir unas palabras y giré por mera intuición. Resultó que me hablaba a mí. Le grité que no entendía el finlandés, ella respondió y finalmente nos acercamos a hablar. Tenía unos cincuenta y tantos y una mirada triste pero optimista. Sus ojos eran celestes e intensos, pero no era bella. Debía haber sido una mujer interesante, pero la vida parecía haberla maltratado y sus derrotas habían trazado surcos por una cara que debía haber brillado en fiestas de juventud, en tiempos donde las relaciones eran más horizontales, menos tensas.
Me preguntó qué mierda hacía en Finlandia. Esta rutina está presente en todas las conversaciones. No hay finlandés que no piense que su país una basura, un agujero infame donde van a parar los que perdieron el tren. El autoestima nacional es nulo, en parte producto de los agravios de rusos y suecos y en parte resultado de un sistema educativo que invita a apreciar la cultura del mundo antes que la propia. Todos parecen asumirse como hombres de los bosques, incapaces de reconocer su alto grado de civilidad, de gentileza, su notable tendencia a agasajar al otro.
Kirsimarja, tal el nombre de la mujer, me invitó a acompañarla. Sus amigos estaban arruinados de alcohol y de angustia, pero me despertaron cierta ternura. Un pelado cincuentón que tocaba tangos con una corneta me empezó a hablar de Gardel; yo hablé de Olavi Virta, para devolver la gentileza. Una señora de cabello rubio decolorado me pidió que cantara algo. Yo canté Adios Muchachos con la tonada más tanguera que pude y todos aplaudieron extasiados. Kirsimarja develó ser una actriz, actualmente parte del elenco de la versión finlandesa de Cabaret, y me presentó a una joven pareja, dos jovenes entusiastas y sonrientes pero opacados por la algarabía decadente de los quincuagenarios. El aire de alcohol y fracaso comenzó a deprimirme y cuando intuí el ansia de compañía y de amor de Kirsimarja, huí como un cobarde. La expectativa de amor del otro siempre me dio un miedo abismal, especialmente cuando no correspondo con ese sentimiento. Alegué cansancio y deseo de volver a casa. Mi anfitriona bajó las cejas, en señal de frustración. Nos despedimos con un abrazo sentido y, cuando nuestros ojos se encontraron, le dí un beso amable, carente de cualquier sensualidad. Le prometí que la iría a ver al teatro, ella fingió creerme, y nos despedimos.
Cuando regresé batí dos huevos crudos y me los tomé. Dormí profundamente, pero poco, y desperté hoy, aquí, otra vez, otro comenzar. Otro extraño despertar en el mundo de la completa extrañeza...
La vida sigue. Adelante.

Friday, October 24, 2008

Todos los miedos que no sé nombrar

Estábamos en algún lugar del Sur y éramos muchos. Bariloche, quizás, por el ánimo general. Estábamos todos, hasta los más amargos, hasta los mayores de cincuenta. Me costaba entender la situación, había algo hippie y de otra época. Bajábamos del micro y empezábamos a sacar todas nuestras cosas de forma caótica. Estaban todos eufóricos menos yo. Había una especie de hotel de madera y había carpas. Todos estaban haciendo algo al mismo tiempo, yo miraba sin decirme a hacer nada. Recuerdo a Fabio ocupado en desarmar su mochila en medio de un pastizal con algo de barro. Iván, con un tono de voz que imitaba al de un cabeza, decía algo así como ¿Y si nos ponemos felices y prendemos uno?
Luego estábamos en el hotel de madera. El caos no se había detenido. La gente iba y venía, todos parecían demasiado ocupados como para estar de vacaciones, pero de excelente humor. Yo llegaba a mi habitación. César, en musculosa y calzoncillos, armaba su cama sin decir una palabra; estaba solo, su mujer no había venido. Nadie había venido con pareja, de hecho. Lili, que nunca me habla, se acercaba a mí y me decía que tenía que preocuparme más por mi imagen en la tabla. Yo le decía que me chupa un huevo la tabla. Ella decía nooo, ¿Cómo te va a chupar un huevo la tabla? Seguíamos caminando.
Algo estaba mal. Yo no me sentía cómodo aquí. No me sentía cómodo de campamento, no me sentía cómodo con tanto revuelo y tanto preparativo, no me sentía cómodo con el aire de libertinaje organizado que cubría todo, no me sentía cómodo con estar en la Argentina.
Entonces miraba hacia el cielo y veía el tótem. Una escultura gigante, con una base de piedra en forma de escalones ascendentes, y una figura enorme en la cima, parecido a un muñeco de papel maché pintado de todos colores por la mano torpe de un niño. Yo empecé a subir, creo que al lado mío subía Maribé, pero yo no la miraba. Ella me decía algo, yo solo pensaba en subir, en subir, en subir lejos de todo. Al aproximarme a la cima, notaba que los escalones se acababan, pero seguía subiendo. Maribé se quedaba atrás. Entonces llegué a la cima, a la cara del tótem, un borrón deforme de muchos colores, con pedazos de madera arrancados de cajones de fruta. No tenía ningún interés. Me aferré a sus costados. Miré para abajo. Estaba demasiado alto, apenas aferrado a un muñeco endeble, sin forma de bajar. Entraba en pánico. Escuchaba la voz de Diego desde abajo, hablando por un altoparlante: Quedáte donde estás, no te muevas, ahora vamos a mandar a alguien que te baje.
¿Quién?, pensaba yo, ¿Un helicóptero?, al tiempo que pensaba ay, la Argentina, ay...

No me había lavado los dientes y por la manaña desperté con manchas de café y con frio en los pies.
Luego fui de compras a Lacoste con Facu y Ceci. Ellos me entregaban una bolsa antes de entrar, llena de productos de Lacoste. Esas chombas y esos pulóveres finos y demás accesorios. Yo no entendía la dinámica. ¿Entramos con productos a la tienda, luego elegimos allí dentro qué queremos y devolvemos lo otro? No teníamos plata. ¿Qué hacíamos entonces? Al vendedor, alto, rubio, de impecable traje negro, no parecía importarle, era de lo más servicial. Los tres mirábamos prendas, nos mostrábamos las más salientes, hacíamos cara de me gusta, creo que esto me lo puedo llevar. Pasaba el tiempo. A mí en realidad no me gustaba nada. El vendedor me decía creo que tenemos algo que le puede interesar. Ibamos a una pared negra con algunos ladrillos salidos. El tocaba un ladrillo, luego otro, se abría una puerta secreta. Yo pensaba mirá Lacoste, puertas secretas y todo.
Del otro lado creo que había un museo, una casa de madera blanca que daba a un lago. La casa no era nada especial, pero creo que había pertenecido a un pintor. Yo no prestaba atención a sus cuadros, creo que ni entraba a la casa porque pensaba en el amor y en el pasado. Había unas mujeres, creo que eran japonesas. El cielo se oscurecía sobre el lago, se ponía negro, el paisaje era imponente. Sacábamos fotos, las japonesas y yo, pero sus cámaras eran mejores. Mi cámara no captaba los matices del momento, pero yo sacaba la foto igual. La memoria va a suplir lo que la cámara no capte, pensaba yo. El guardia de seguridad, silencioso y gentil, tenía aspecto de haber trabajado de eso más de veinticinco años de su vida. Sabía hacer ese trabajo bien. Se acercaba y todos entendíamos que teníamos que irnos. Eran casi las seis de la tarde y pronto empezaría a llover.

Tardé varios segundos en recordar dónde estaba. La habitación era demasiado neutra y la luz aún era opaca.
Cuando le dije a Gonzalo que quería filmar en la catedral que quedaba dentro del cementerio, él me dijo que la conocía perfectamente. Me contó su historia. Su familia la conocía bien. Me dijo que había sido utilizada por los militares durante la dictadura para esconder cadáveres debajo. Sus palabras me hicieron viajar en el tiempo. Unos hombres uniformados enormes con bigotes espesos y granos sólidos en la cara, todos de la misma altura, todos prepotentes y con voz de fumar Parissienes. Gonzalo hablaba como si él hubiese vivido la época. Era todo muy vívido. De vuelta en el presente, yo intentaba entrar. Pero ya era tarde, eran después de las seis y era prácticamente de noche. El cura estaba en camiseta, iba a comer arroz al aire libre, era una noche de verano pero con una brisa leve. Ahora el piso era cuadriculado y no había rastros de los militares. Tampoco había olor a muerte. Pero algo estaba mal. No me sentí capaz de preguntar si me dejarían filmar ahí. Me limité a mirar a las mujeres de limpieza entrar y salir, entrar y salir. Después de todo, eso era un cementerio.
Después llegó la mañana.

Wednesday, October 22, 2008

El galán ideal

El era para muchas mujeres el hombre ideal - culto, gentil, refinado, reprimido, con un leve antagonismo hacia las mujeres que no era congénito sino el resultado de una herida anterior o una desilusión amorosa, lo cual lo hacía curable. Pero curable solamente por ella. Sobre el resto de las mujeres él continuaba mostrándose cínico y descreído, lo cual aseguraba su fidelidad. El era, como el clérigo célibe o el soltero confirmado, un desafío para una mujer, pero era también un descanso del macho sexualmente agresivo. Su costado misógino y algo paternal generaba en las mujeres un instinto de auto-preservación que se expresaba en un interés romántico; existe un costado de la sensibilidad femenina que desea centrarse en un héroe que la mire a los ojos, que no pida nada sexualmente, y que sea el apetito sexual de ella, bruto e impersonal, el que pida ser satisfecho de forma anónima, es decir, ser tomada sin pedir permiso, casi de imprevisto, de modo que ni ella sea responsable de su rendición ni que quede atada ella a posteriori.
Las mujeres modernas aún prefieren pensar en el sexo como una seducción antes que como un acto de camaradería.

Tuesday, October 21, 2008

Perdí más de lo que gané

El amor perdido es una mierda. El recuerdo del amor perdido es una mierda. El recuerdo vívido e instantantáneo del amor perdido es una reverenda mierda. El amor perdido revisitado es peor que una mierda. El intento de entender al amor perdido se parece mucho a la mierda. La imposibilidad de volver a sentir el amor perdido es tanto más grave que la mierda. La distancia que se siente con el amor perdido tiene menos olor que la mierda, pero duele más. El presente que queda después del amor perdido es mierdoso pero mucho más pegajoso y molesto que la mierda. Los amores que uno se inventa después del amor perdido son tanto más groseros que la mierda porque al menos la mierda es auténtica. El amor perdido que se compara con los amores presentes siempre gana porque toda mierda pasada fue mejor. El amor perdido de los demás es aburrido como la mierda porque el amor, perdido o ganado, siempre es egoísta. El nuevo amor perdido de un antiguo amor perdido sabe a triunfo, pero también es una mierda porque uno sueña con recuperar a su amor perdido, especulando con que el amor perdido piense que toda mierda pasada fue mejor. El nuevo amor perdido propio sabe bien porque siempre está bien perder un amor, igual que ganarlo, pero en el fondo sabe a mierda, y uno no logra engañarse. Ganar un amor es perder una no pérdida de amor, que es lo mismo que decir que un amor perdido ocupa el lugar de un amor ganado, que siempre es una mierda porque dura poco. El amor perdido y luego recuperado no es verdadero y por eso es siempre efímero, como la mierda, que si no se va por la cañería se evapora. Los amores perdidos de los amigos son poco gratos porque uno debe soportar el peso de amor perdido sin disfrutarlo y porque genera envidia, ya que el otro, que está en una situación de mierda, al menos siente algo. Los escritos sobre amores perdidos, en cambio, nos hacen soñar y fantasear, menos éste, que es una mierda. La mierda de los amores perdidos es que no queda otra alternativa que pensar en ellos y escribir sobre ellos y sentirse solo y no encontrar ni una sola mierda que pueda curarnos de ellos, hasta que uno encuentra a otro amor que pronto perderá y repetirá el ciclo, que es genial pero a la vez es una mierda, hasta que se muere, y ahí sí que pierde todo, al amor, a la escritura y, definitivamente, a la mierda, que al final no es algo tan malo como para tener tan mala fama.

La creación

Cuando la última gota cayó del árbol y el hijo pródigo, fatigado de tanto mirar a las hojas cambiar progresivamente de color - del amarillo al rojo, del rojo al marrón -, finalmente miró por la ventana y vio que había vida allí afuera. Una vida variada y por momentos impredecible, una miríada de colores y formas en movimiento constante.
Entonces, habiéndose asomado a la inmesidad del mundo, cerró las persianas y se acomodó frente al hogar, donde un fuego tenue crispaba entre muros de ladrillo. En esa posición, moviéndose apenas para respirar - el pecho danzando en una expansión y contracción rítmicas -, el hijo pródigo se hundió en un sueño profundo y arrullador.
Y así, habiendo visto el abismo que había puertas afuera, el hijo pródigo descansó, logrando olvidarse hasta de sí mismo.

Saturday, October 18, 2008

Un vestido negro con flores rojas

Apenas segundos después de hundir las salchichas en el agua, tal vez ni siquiera un segundo después, una milésima o dos, pensó que su vida era una línea extensa segmentada en trozos de tiempo que él, o quizás ni siquiera él sino otros, dividía infinitamente. Una existencia fragmentaria pero geométrica. Algunos medirían en puñados, otros lo medirían en cigarrilos fumados mientras llevaban a cabo cierta actividad, pero no él. El medía el tiempo en tiempo, en unidades convencionales, en instantes que llevaba llegar de esto a aquello, una larga sucesión de instancias preparatorias para algo que - a esta altura de su vida - dudaba que llegaría. Los diez minutos de cocción de las papas y las cebollas podían consumirse más rápidamente escuchando a Chet Baker o leyendo sobre el incipiente amor de Henry y Charlotte, un amor tormentoso, amor brusco de gente pobre pero de tripa fuerte, abrupto, inexplicable, hermoso dentro de la gama de lo mórbido. No vivir, sino pasar el tiempo, el tiempo que logro consumir pasando de una cosa a la otra y, en el medio, la salchicha en el agua, las papas están hechas, las cebollas crujen y el arroz apenas si se pega; una cerveza, otra cerveza y la vida que se esfuma.
La ducha cálida borró los cimientos de una borrachera que empezaba a dibujarse y, mirándose en el espejo empañado enfrentado a él vio la línea divisoria de pelo que lentamente se había formado en el medio de su cráneo sin que él tuviera la menor intervención.Su cara joven y curtida, el bigote prolijamente tallado, para que aprecie nadie, por el bien del relato, un bigote de antaño para asombrar a alguna madre madura, a alguna abuelita memoriosa de los actores caídos, galanes nobles de buen corazón. Robó unas gotas de enjuague del vecino anónimo, se sirvió de los utensilios que encontró sobre el estante, enjuagó el piso y salió a la calle. Lo impactó un frío amable, una brisa otoñal sencilla, como el café de la mañana, como el pan oscuro recién tostado, como las miradas en los trenes entre desconocidos que ansían amor.
Eligió pasar por el lugar acordado horas antes con un conocido Polaco. Había dicho que iría convencido de que no era conveniente cumplir su palabra. Pero la soledad es un mal moderno. Los pies lo habían llevado, lo habían depositado donde sabía que encontraría rostros conocidos, gente que supiera su nombre, personas con las que no había que empezar de cero, hablar del lugar de procedencia, mezclar lenguas, reproducir gestos, hacer esfuerzos titánicos por evitar el silencio, siempre atroz pero más aún entre desconocidos. Se asomó al ventanal arbitrariamente, como verificando algo irrelevante; fue el Polaco el que lo divisó primero, luego ella y luego... las reglas de cortesía o el afán pequeño pero real de hablar con alguien, de tener cierta intimidad... entró. Ella vino a recibirlo sin ánimo de disimular su deseo de verlo. Se saludaron torpemente, una mano en la cintura, un intento de abrazo, una mirada esquiva a corta distancia. El vestido holgado, de flores rojas diminutas sembradas en un campo negro y amplio, no era insinuante. Era sincero, sobrio, una prenda directa y tímida, como ella, que no jugaba al juego de todos: ella decía todo sin decir nada y él no estaba acostumbrado a eso. Tal vez por eso, más allá del profundo descontento que le surcaba la cara, ella le seguía despertando interés. El intentaba ser cínico, pero ella imponía su inmediatez.
Las palabras cruzadas en bares, las frases que buscan ocultar y los cuerpos que todo delatan. El Polaco estaba derrotado, el amor lo había pasado por encima y nada podía hacer para disimularlo. Habían adquirido cierta familiaridad en el transcurso de la semana, frecuentando siempre el mismo café, los mismos horarios, la misma rutina. El Polaco se permitió ser cruel, sarcástico y vulgar. El encontró esta actitud noble, apenas un gesto de confianza. El Polaco era un tipo gris y comun, pero tenía momentos en los que, desde el fondo opaco de sí mismo, era querible. "Yo sé que no soy gran cosa, que soy un tipo limitado", solía decir el Polaco mientras sonreía trágicamente pero sin exagerar. Ella lo cuidaba, tenía un miedo excesivo a que el Polaco se matara, hacía de madre y de hermana, vigilaba la cantidad de vasos en la cuenta, la cantidad de píldoras para dormir, la cantidad de mujeres que le habían roto el corazón. Incluso aceptaba todas las mentiras que el Polaco podía decir por minuto, porque sabía que detrás de ese velo había algo más. Ella sabía querer, pero no a todo el mundo.
El miraba la escena, a ella y al Polaco, pensaba en el triste rol que le tocaba jugar en esa historia, el bufón extranjero y entrometido, el tercero en discordia, el que negocia con el Hombre para quedarse con la Mujer. No había deseado verla esta noche y sin embargo ella estaba ahí y era lo más cercano al amor a millas a la distancia. Sintió el impulso súbito de tocarle la mejilla, de sentir su temperatura, de decirle que todo iba a estar bien, que el mundo no lograría derrotarla esta vez. No lo hizo. Había aprendido muy bien a ocultar lo que sentía, a no decir las verdades, a vender un pescado más perfumado que el rancio que guardaba. Ella le regaló una cerveza, él no atinó a rechazar el regalo.
La intimidad se quebró por una sucesión de gritos y estridencias, una caravana de vasos rotos y tacos rítmicos, alaridos de triunfo y embriaguez. Oyó su nombre correctamente pronunciado y giró la cabeza. La Italiana, rodeada de su séquito de anglosajones, había hecho su entrada como una diva envuelta en flashes, promocionando una nueva línea de jabón. La Italiana hacía honor a su origen, sus cabellos oscuros, sus pómulos carnosos, sus capas y capas de ropa declamativa, sus anuncios a viva voz y esa sensación perpetua de estar dando órdenes, de estar combatiendo, de desear dominar a todos como una aristócrata del Lazio. Apenas se habían visto una vez, pero la Italiana estaba particularmente ebria y las cortesías entre desconocidos habían sido abolidas. La Italiana posó sus ojos en él, detuvo a la caravana y anunció, sin pudor ni reparos, que deseaba que él se uniera a su grupo. Era sabrosa, la Italiana, pero él era allí el verdadero aristócrata, el que actuaba solo por principio propio, el que cumplía sus propias órdenes. Sonrió amablemente, bebió un trago de su cerveza, alzó su vaso en signo de correspondencia y volvió a posar sus ojos en el vestido negro con flores rojas.
Cuando, minutos más tarde, se encontró de pie junto a la Italiana, acariciando su cintura suave y ondulante, remarcada por unos pantalones prácticamente unidos a la piel, hablándole a centímetros de la cara de idioteces de lo más intrascendentes, se preguntó si estaba realmente en control de sus acciones. Le hubiera gustado tener una segunda voz, un amigo cercano al cual preguntarle si hacía lo correcto, si era inevitable acabar siempre con la misma mujer, con la madre postiza que sabe enmendar las dolencias y que sabe curar las heridas que la amante fugaz jamás sabrá atender. Pero ya era tarde, el curso de las cosas estaba tomado, las mentiras estaban expuestas y las promesas a futuro estaban servidas. Se acercó una vez más a ella, alta, rubia, ojos vidriosos de una profundidad infinita, curvados cuando esas pestañas se elevaban para expresar desconcierto o sorpresa o desilusión o alivio. La miró como para despedirse, ella lo tomó de la mano y lo arrastró hasta un sillón; él pretendió sencillez, jugó la partida con cartas prestadas y organizó una salida conjunta para la noche siguiente, afirmando sin decir que esta noche no acabarían juntos. Ella fue comprensiva, o simuló serlo. Entonces él entendió que ella sabía los planes de él y los aceptaba y lo invadió una mezcla poderosa de admiración, piedad y gratitud: él jamás sería capaz de permitirlo si la situación fuera a la inversa. Aún así mintió, dijo que se iría a casa a descansar y ella prefirió ignorar el comentario.
Mientras se alejaba por las calles húmedas, escuchando a la Italiana reír a carcajadas salvajes, pensó en la discresión, en los instantes fugaces en los que el teatro de la vida da sus mejores frutos, en la inmensidad de una mirada y en la vacuidad de una palabra. Entendió que elegir también es invertir tiempo, unidades de tiempo, salchichas, papas y cebollas de tiempo, mujeres de tiempo, noches y cervezas y desencuentros de tiempo. Vio la vida pasar en su infinita fugacidad y entendió que de esos errores y de esos aprendizajes crueles está hecha la existencia.
Tomó una última cerveza en un bar portuario y se fue cantando por lo bajo, cabizbajo y en soledad, la única manera de poder detenerse y pensar en la belleza de lo efímero.

Thursday, October 16, 2008

Yo soy otros

Vos, vos que me odias, si logro que me creas estaré a salvo.
Escucháme, cada uno a lo suyo, ¿no? A mí me importaba un bledo el dinero, el amor. Yo quería ser un hombre, un duro. Yo aposté todo al mismo caballo. ¿Es posible que uno sea un cobarde cuando ha elegido los caminos más peligrosos? ¿Podemos juzgar a una vida por un solo acto?
Yo no soñé con el heroísmo, yo lo elegí.
Somos aquello que elegimos ser.

Ah... olvidar. ¡Qué infantilidad! Yo te siento hasta en mis huesos. Tu silencio me grita en las orejas. Podés inmovilizarte la boca, podés cortarte la lengua, ¿Y acaso eso te va a impedir existir? ¿Detener tu pensamiento? Yo lo escucho, hace tic tac como un despertador, y yo sé que vos escuchás el mío.
Estás en todas partes, los sonidos me llegan sucios porque vos los escuchaste antes.

Pensé noche y día de quién era la culpa, y cada vez que pienso sale una culpa nueva que se come a la otra; ¡pero siempre hay una culpa! Callar y quemarse es el castigo más grande que nos podemos echar encima. ¿De qué me sirvió a mí el orgullo y el no mirarte y dejarte despierta noches y noches? ¡De nada! ¡Sirvió para echarme fuego encima! Porque vos crees que el tiempo cura y que las paredes tapan, y no es verdad, no es verdad. ¡Cuando las cosas llegan a los centros no hay quién las arranque!

Todo está acabado… y sin embargo, con toda la ilusión perdida, me acuesto, y me levanto con el más terrible de los sentimientos, que es el sentimiento de tener la esperanza muerta. Quiero huir, quiero no ver, quiero quedarme sereno, vacío (¿Es que no tiene derecho un pobre hombre a respirar con libertad?). Y sin embargo la esperanza me persigue, me ronda, me muerde; como un lobo moribundo que apretara sus dientes por última vez.

Tuesday, October 14, 2008

Yo soy el nexo

Un intento de totalizar inútil. Emprolijar las cosas para que parezcan una sola, partes inconexas de un todo. Pero vamos, no nos engañemos, no hay un todo. No hay un motivo, no hay un orden, no hay una evolución hacia ser mejores personas, o hacia entender más de qué va todo. No avanzamos en una línea recta ni nos movemos por un camino definido. Lo único que nos detiene es esta estúpida costumbre de escuchar cuando nos enseñan mal y de repetir esos modelos que creímos que jamás repetiríamos. Estamos condenados a no ser libres por esos mismos motivos que creemos que nos hacen felices.
Y esa chica hermosa a la cual besaste en un arrebato, inesperadamente, como si lo acabases de pensar. ¿Verdad que lo venías pensando desde que entraste e imaginaste en tu cabeza lo que dirías y lo que harías y lo que esperabas obtener de ella? Sé que sos bueno simulando que todo acaba de pasar, que todo comienza ahora, que el mundo es solo hoy. ¿Hoy? ¿Alguna vez fuiste capaz de estar aquí hoy? Estás allá, en el pasado, en esos tiempos felices y obsoletos en los que creíste haber sido libre; o estás allá, en el futuro, en esa idea prefabricada que te hiciste para cuando las cosas sean mejores, para cuando logres romper las ataduras de la rutina, de los malos amores, de los daños que te causaron los que eligieron no quererte. Aprendé a saborear tu propia herida porque a las moscas les da igual.
Y hoy vagás, repitiendo que sos feliz para no pensar, para no escarbar más en tus cajones buscando esos restos de alguna promesa que no supiste cumplir. Tu felicidad es real, no niego eso, ¿Pero es plena? ¿Rebalsa tu felicidad como el agua de la bañera mientras hablabas por teléfono indefinidamente con esa futura novia que nunca llegó a concretarse, repitiendo tonterías por la línea, aprovechando el medio para escuchar sus voces mutuamente, sin nunca dejar de estar solos? Creíste que llegaría ese día en que correrías de forma contestataria, haciéndole saber a la sociedad que no eras uno más, que sabías lo que querías y que estabas parado en tus dos pies y que tendrían que herirte realmente duro como para voltearte. Y ahora que te lastimaron donde más duele, en el autoestima, ¿Qué quedó de ese sueño épico de triunfos masivos? Nada. No quedó nada. Algo salió mal en el camino que te llevó hasta donde estás.
¿Yo? No estamos hablando de mí. Yo apenas existo, soy una ficción mal diseñada, literatura de estación, un boceto de lirismo que se echó a perder por la muerte prematura de un poeta adolescente. No me mires cuando te hablo porque no estoy aquí. Cuando, hirviendo de la pasión espontánea y efímera que traen las pequeñas victorias, corras hasta la casa de tu mejor amigo y narres atolondradamente tu último diálogo, tu última inspiración, tu mínimo, minúsculo avance en esta tragedia absurda llamada vida, recordá: pronto pasará, pasará como las estaciones, dejará su lugar a un período sombrío y denso de mirar hacia adentro, de preguntar por qué debo pagar este precio desmedido por mis errores si nadie nunca me enseñó a vivir. Tendrás consuelo en saber que todos los que te rodean han cumplido la misma condena, que no ha habido ejemplar que se haya salvado del tormento de no saber cómo se hacen las cosas. Tus grandes ídolos han caído en desgracia igual que ese familiar lejano al cual tus parientes ignoran por ser un reflejo demasiado evidente de sus propios fracasos. Solo cuando entiendas que tu fallida existencia es idéntica a la fallida existencia de todos los demás podrás finalmente eliminar tu ego y saber, ya lejos de mesianismos, de pretensiones de reconocimiento y de toda aspiración de cumplir con los deberes que te han impuesto tus padres, lo que es ser libre, lo que es ser nada, lo que es simplemente ser.
O al menos eso digo yo, que no soy nada, que no existo, que no estoy aquí.
Yo, que soy realmente libre y por eso te miro desde arriba.

Friday, October 10, 2008

La última copa

Los dedos temblorosos y una pelota de bilis atragantada desde que amanecí; así me encuentra la media tarde en un bar céntrico de Helsinki. Rodeado de madonnas rubias y diosas mitológicas, perfectas en sus poses nórdicas, armónicas mientras entonan una prosa amable con forma de conversación. Tengo la camisa abierta de un modo casi obsceno. El chaleco, desabotonado, es más una molestia que un signo de elegancia. La barba ha crecido desprolijamente y los anteojos están sucios, sin que sienta la menor necesidad de limpiarlos. La noche de ayer, o lo que quedó de ella, me juega una mala pasada y mi último intento de vomitar no surtió efecto. Mareado, perdido y aún borracho miro al sol finlandés por la ventana y pienso: ¿Ahora qué?
Debería tomar el tren a Tampere, pero me retiene la duda. Hoy toca Leonard Cohen en el Hartwall Areena de esta mismísima ciudad, la Metrópoli del diseño. Leonard Cohen, carajo. 80 euros bien gatillados, pienso, pero 80 euros al fin. Mis intentos por simular que soy un periodista argentina escribiendo sobre el modo finlandés de consumir la cultura no funcionaron. "No hay entradas de prensa para este evento", me informa Tomi Lindblom, el - curiosamente - manager de prensa. No hace falta aclarar nada, los dos sabemos que mi intento fue desesperado y tenía pocas chances de funcionar. 80 euros, joder, con eso come un etíope una semana entera, con eso vivo yo en Buenos Aires una semana y media.
La noche de ayer fue trágica. Nada especial en ella, salvo un tour nocturno por Helsinki. Lo habitual: borrachos, anteojos de marcos raros, rubias con tacos, humo de discoteca donde se pierden los amores que nunca ocurrirán. Ossi fue un gran anfitrión, debo decir, con su bigote juguetón y su corte de pelo disruptivo. Mi ciclo no fue el más recomendable: cerveza rubia a media tarde, cerveza negra entrando la noche, vino chileno antes de cenar (paréntesis de salmón, papas, cebolla y zanahorias con ensalada de remolacha), vino sudafricano para seguir y remate con cervezas robadas en bares gays. La pasada por Redrum, un boliche típico de la movida local, no fue satisfactorio: fumé más de lo que debía, bailé con más ganas de mostrarme que de divertirme y ponderé largamente las desventajas de vivir en Escandinavia. Vino a mi cabeza ese verso de Shepard sobre el tipo que parece loco porque "no oculta desesperada distancia que lo separa de la gente". En ese momento, encontré un espejo y entendí a qué se refería.
No era nuestra noche, no era la noche para un par de románticos empedernidos que creen aún en el amor toruoso y eterno mientras el mundo se sigue cayendo a pedazos. Hablamos de esos amores efímeros, veloces, siempre elusivos; Ossi habló de su novia, una chica curiosa que vive en Oulu, al norte del país, atada a esa región por un hijo y por un pasado mal resuelto. El, promesa de gran regisseur, escritor de óperas y actor todoterreno, resultó ser un tipo sensible, un alargado ser nocturno, elegante y frágil, cómico de una manera gentil. Al menos tiene un amor en algún lugar, pensé, al menos alguien lo espera. Yo, "el majara", "el que está como una chota", el loco perdido que no puede disimular la distancia que lo separa de la gente, no tengo a nadie. Tal vez ese sea mi triunfo, tal vez mis noches de soledad sean el amparo de un Dios melancólico, ahogado por su propia superioridad. No sé por qué la idea no me suena tan halagadora. Más aún, suena falsa.
El vómito sube y baja por mi organismo y yo sigo aquí, tecleando duro sin resignarme. No correré al baño, pienso, tal vez debería hacer un escándalo y vomitar acá, inundar este anticéptico bar de diseño con el fruto de mis entrañas, solo para ver las caras de las rubias, sus zapatos nuevos cubiertos de las máculas de esta bilis sudaca. Sí, señores, cultivado y todo, soy y seré un sudaca, la semilla de la tierra pobre, el hijo legendario de los vicios de nuestros padres, los Libertadores del Yugo Ibérico.
Entonces entiendo que ya no importa, con o sin Leonard estaré igual. Los discos sonarán mejor, el cobijo de un hogar será más grato, la soledad de una estufa junto a la ventana, ver las hojas caer de sus ramas, pensar en los insondables caminos, en las decisiones mal tomadas, en los aciertos inesperados, en las apuestas que no supe hacer cuando el hierro estaba caliente.
Levantar el vaso una vez más, lejos de excesos báquicos y de vómitos traicioneros, y brindar con altivez, con el silencio y con la soledad, esos amigos inseparables de todo poeta fallido:
"Por los nuevos amigos, por los viejos amores y que todos y cada uno de nosotros le pague al diablo su parte".
Salúd.

Tuesday, October 07, 2008

Cursos extracurriculares

Saber callarse a tiempo. Saber decir lo adecuado con el tono adecuado. Saber sostener la mirada cuando cuenta. Saber cuando vale la pena salir de la casa. Saber aceptar una propuesta. Saber manejar la ansiedad de los otros. Saber no mirar atrás. Saber aceptar lo innegable. Saber reconocer una derrota. Saber mirar hacia el futuro. Saber cambiar a tiempo. Saber reconocer la propia ignorancia. Saber no anteponer la idea a la cosa. Saber tocar con suavidad. Saber ser discreto. Saber distinguir la elegancia del escándalo. Saber moderarse. Saber no perder la calma. Saber disfrutar la tristeza. Saber escuchar sin pensar en otra cosa. Saber soportar una tormenta. Saber hacer feliz a los demás. Saber darse un placer necesario. Saber postergar la culpa. Saber desprenderse del dinero. Saber expandir sin perder la esencia. Saber entender el final de algo. Saber aceptar las propias imperfecciones. Saber comprender la fe ajena. Saber poner a un sabor en contexto. Saber entregarse. Saber decidir cuando nadie se hace cargo. Saber sugerir sin imponer. Saber jugar sin propósito. Saber recordar sin melancolía. Saber mentir por el bien comun. Saber hablar con quien mejor puede escuchar. Saber vivir el momento. Saber excederse con tino. Saber disfrutar lo simple. Saber olvidarse del paso del tiempo. Saber reconocerse bello sin vanidad. Saber descansar y saber vivir sin dormir, cuando los tiempos lo requieren.

Y, además, saber no preocuparse por no saber cómo se hace todo eso al mismo tiempo.

Sunday, October 05, 2008

Adaptación 2

Llueve fino sobre Tampere y las calles van despoblándose mientras la gente se agolpa en cafés y bares, café aguado en mano o cerveza de estación. Se encuentran unos con otros y hablan de lo habitual, de la lluvia repentina, de lo que dejó la semana, de algún evento que promete cambiar la vida de alguno de ellos. No lo sé, en realidad, no comprendo el idioma, ni comprendo a la gente, apenas si me comprendo a mí mismo. Este paréntesis que impuse a mi vida no carece de encantos pero tampoco de asperezas. Aprender duele, dice mi padre, crecer es un proceso de piedras en el camino antes de entrar en tierra firme.
La biblioteca Metso (principal) estaba cerrada. Caminé hasta la biblioteca de revistas y periódicos y leí Newsweek de punta a punta y El País. La crisis económica, la ineptitud de Sarah Palin, la excarcelación de los bolxos que ocasionaron disturbios en el último derby catalán. Y yo, aquí, más descansado que nunca, dominical sin iglesias (abren a media tarde, aunque la ortodoxa tenga horarios más extremos), inmerso en una soledad de soltería más pronunciada que en Buenos Aires. Nada cambió, a decir verdad, solo el contorno. Desnudo de disfraces, soy aquí el corderito indefenso que siempre fui, despojado de esa latinidad que es en verdad una forma de negación. La posibilidad de interacción con las rubias que pueblan estas calles no parece tan a mano.
Pero no hay lamento en estas palabras, sino ese silencio otoñal más acorde a estos paisajes. Miro afuera y pienso en las pinturas de Friederich, en las paredes despojadas de la iglesia luterana en la que, sin entender qué hacía, dejé flotar mi subjetividad. Pienso, ¿flotó en realidad mi subjetividad libremente alguna vez? ¿Se salva este escrito del velo de narratividad que le doy a todo? Creo que no, creo que aún ahora que estoy solo y que el vagabundeo por el mundo corre por mi cuenta únicamente tampoco logro ser del todo yo.
Entré a comer a MacDonald´s, impulsado por ese placer morboso de comprobar si existen realmente diferencias en compañías multinacionales en extremos opuestos del mundo. Me maravillé en la similitud del sabor de la hamburguesa (el Macfiesta se llama MacFeast, y hay algo que se llama El Maco, ni idea con qué propósito), pero encontré la racionalidad práctica escandinava. Te dan una bolsita como de esas para vomitar, las papas y un condimento concentrado. Se echan las papas en la bolsa, luego el condimento, se la cierra, se bate y se obtiene como resultado papas condimentadas uniformemente, sin ensuciarse. No ensuciarse, esa parece ser una de las claves de escandinavia.
La gente es cordial, sin embargo. Para nada vulgares, sutiles al borde de lo impensado. Yo pensé que yo era sutil, pero no, aquí soy más bien burdo. No me parece mal, pero no me ayuda en las relaciones sociales con gente cuyo mundo convive con Trolls y seres mitológicos de los bosques. Cuando afirmé que quería conocer chicas finlandesas, una rubia con la cual venía manteniendo una conversación de lo más civil y amable se puso seria y me retiró la palabra. Acabaré masturbándome en los bosques, si todo sigue así. Eso de ser un macho sudamericano parace no tener la menor relevancia, oleadas de inmigrantes árabes me opacan y la cantidad de estudiantes de intercambio aseguran que haya tanta variedad étnica y de facciones que yo sea uno más. Cada día más blanco en este clima (herencia de mi madre, los genes polacos que me emblanquecen), llegué al punto en que la gente me habla en suomi. La diferencia no es tal.
La idea de mundo es una recopilación fugaz de impresiones: hojas rojas y amarillas, cervezas espesas, cabelleras teñidas, convivencia total entre grupos sociales y diferentes generaciones, amor por la Naturaleza, reciclaje, comidas sanas, medioambiente, un mundo adulto con rasgos de infantilidad, civilización, escaparates extravagantes, café con poca consistencia, muchas K en el hablar, palabras esdrújulas...
Finlandia y yo todavía vamos en carriles paralelos.