Saturday, September 30, 2006

Gante

Eran las dos de la tarde pero la luz que emanaba el cielo hacía pensar que eran las siete. Luz gris y opaca, invernal. Tiene un efecto en nuestra psiquis mucho más intenso de lo que estamos dispuestos a aceptar. Eran apenas las dos de la tarde y ya se sentía inmensamente agobiado por fuerzas ocultas que venían desde el fondo de su mente. Voces. Y la luz no era un factor menor en su ataque de temor, de soledad, de importencia.
Asumió que esa debía ser la plaza central. Y no sólo porque la larga peregrinación de turistas que provenían de la estación de tren se había detenido allí, sino porque inmensas torres góticas bordeaban al área, piedras antiguas y gritos del pasado, ahogados entre esas paredes. A la derecha, a lo lejos, castillos e iglesias. A la izquierda, lejanas, más iglesias, más castillos, más gárgolas. Todo gris, la piedra, el cielo, la gente, monumentalmente gris.
Un mapa. Siempre todo comienza con un mapa, real o imaginario. Hay un gran miedo en vagar a la deriva, en simplemente perderse por las calles. Y no se trata solamente del miedo superficial y vacuo de perderse cosas valiosas para ver, sino del miedo más profundo y real, el miedo a encontrar allí, donde nadie más va, secretos, llantos antiguos y males no curados. Y llevárselos, como una maldición, sobre los hombros.
Aquellos de nosotros que no somos europeos lo sabemos bien. No hay que fiarse de Europa. Tras sus muros de piedra y madera hay relatos que todos eligen olvidar. Hay magia negra en esas iglesias celestiales, en esos castillos poseídos, en esas calles donde corrió la sangre y el vino. Europa vive aún anclada a sus costumbres medievales y a sus dioses paganos, sus habitantes nacen con el don de obviar la historia secreta que corre por sus venas. Pero quienes estamos de paso sentimos esa fuerza anciana y siniestra que se esconde en cada ladrillo, en cada cara arrugada, en cada taberna centenaria. Como indígenas supersticiosos, aprendemos a temer y a venerar a Europa mucho antes de pisarla.
Comenzó el derrotero delineado con total pulcritud y responsabilidad, con la seriedad de un artesano y sin el menor vicio del turista. Evitó los cafés y los puestos de souvenirs, salteó los museos poco relevantes y no dejó iglesia sin pisar. Siguiendo a los caminos de flechas punteadas, atravesó los puentes y dobló en los callejones, estudió los balcones y retuvo en la memoria los ornamentos en techos y ventanas. No habló con nadie, no emitió palabra, no mantuvo contacto con otro ser vivo. Podría no haber estado allí, nadie lo hubiese notado. Su barba gris, sus prendas grises, su mirada gris y una melancolía fatal y feroz de la que nadie más sabía. Alguna lágrima corrió por sus mejillas grises, pero nadie jamás lo supo. Hacía tiempo ya que había aprendido a conservar sus emociones para sí mismo y que se había formado en la firme creencia de que toda muestra pública de dolor es exhibicionista.
Se sorprendió al toparse con El Bosco, en el sótano de una de las catedrales, pero sus gestos no denotaron esa sorpresa. Hizo una pausa en un banco de plaza verde, pero no descansó. Agotó todos los recorridos propuestos, memorizó los nombres de las calles más salientes y analizó con la mirada a la concurrida calle de tiendas. Al caer la tarde, negra como la noche más profunda y helada como el terreno más ártico, averiguó sobre un pequeño hostal y allí recayó con el silencio y la discreción de un criminal. Pagó la cuenta, cargó sus sábandas y se tomó una extensa siesta, tanto para reponer energías como para hacer pasar las horas. Habló en inglés con su compañero de cuarto italiano, a pesar de que sabía que podrían llegar a entenderse en sus lenguas nativas. Y se entregó al sueño.
Entrada la noche, se calzó nuevamente las botas y salió a la calle. Caía una lluvia corta y lascerante, pero no detuvo su marcha. Atravesó nuevamente los puentes y cruzó otra vez las plazas, espacios que ya conocía de memoria y de nombre. Comió un sandwich barato y poco apetitoso y siguió su ruta. A las afueras, pensó, adónde va la gente de verdad. Donde las mujeres desembocan cuando se sienten solas y donde los hombres ahogan sus penas en la mejor cerveza del mundo. Donde haya peleas, donde haya amor, donde haya vida.
Caminó por las calles de empedrados, custodiado por esos edificios vivos, por esas paredes inquietantes e inquisitivas. Caminó y, en la enésima iglesia, dobló. En un pequeño bar se había juntado un grupo de lugareños y, dispuesto a escapar del frío y la humedad, ingresó. La iluminación naranja y los rostros de papadas espesas calentaban el ambiente. Se sentó junto a la barra y le pidió a la inmaculada camarera rubia que le sirviera una cerveza tirada. Bebió la cerveza en silencio, mirando a los grupos de gente que se reunía a beber y a narrarse los eventos del día. Los miró a todos y pensó sus historias, pero no habló con ninguno. Al terminar su cerveza, pidió otra. Y luego otra. Terminada la tercera cerveza y con los ánimos más ligeros, decidió volver a la calle. Ebrio y perdido, vagó ahora sí, sin rumbo, por las calles periféricas de la ciudad. En el enésimo puente, se perdió y en el siguiente castillo recuperó el rumbo. Frente al sex shop sonrió y ante la tienda de curiosidades se detuvo a mirar. En el siguiente puente cruzó y desembocó en el hostel, mojado y borracho, solo y pensativo. A su derecha, los sauces eran figuras frágiles, arrastradas por la furia del viento nocturno. La luz de los faroles los obligaba a dibujar sus siluetas deformes, sombras legendarias y románticas. Caminó hasta los árboles, quiso escuchar sus gritos mudos y ver cómo sus hojas eran arrancadas y depositadas sobre el río, cuyo cauce rugía como una bestia en celo. No había otros sonidos más allá del vaivén de los árboles, del río en movimiento, de la noche en su máximo esplendor. La ciudad dormía, o vivía detrás de paredes, ciudadanos acostumbrados a noches oscuras y cargadas de angustias. No había más rastros de humanidad que su propio cuerpo, violentado por la naturaleza. Atravesó el puente con la valentía de los borrachos y se dejó llevar por una calle que no había notado antes. Se topó con un puente diferente a todos, más angosto, más estrecho, más endeble. Pensó el riesgo de caer a las aguas turbulentas, pero no temió. No se detuvo. Cruzó ese suelo pendiente de piedra fría y llegó al otro extremo. Frente a él, tibio y primaveral, un pequeño jardín italiano, compuesto de la más bella vegetación toscana. Y, sobre su cabeza, erguido y magnánimo, un dragón, amenazante, demoníaco, rígido. Sintió todo el peso de la historia, del pasado, de la fuerza ancestral enterrada en esa región del mundo. Sintió en esa cabeza enorme de dragón y en ese viento atemporal toda la furia latente de Europa. Y tuvo miedo, mucho miedo. Ese miedo primitivo e ingenuo que sólo puede tener quien no ha nacido allí, quien ve a todo con los ojos del extranjero y quien no se conecta tan visceralmente con las entrañas de la tierra.
Deshizo sus pasos con sigilo, para no despertar a la bestia. Dejó a sus espaldas a los árboles lagrimeantes y a los ejércitos quietos de iglesias y castillos. Pulsó el código secreto y la puerta del hostal se abrió. Unas adolescentes angloparlantes se disponían a salir. Norteamericanas. Ellas no ven el miedo, no lo sienten, pensó . La ignorancia puede ser una bendición.
El italiano dormía. No quiso despertarlo y evitó todo tipo de ruido. Fue, en un sentido absoluto, una sombra, un fanstama.
Un fantasma más en un mundo de fantasmas.
Mucho tiempo debió pasar antes de que pudiera descubrir la maravilla oculta en esa noche, el abismo de tinieblas al que se había enfrentado. Y, pensándolo una vez más, se sintió un personaje literario, como si alguien esa noche hubiese creado los acontecimientos, los hubiese colocado allí arbitrariamente y con alevosía.
Hay imágenes que es mejor olvidar y puertas que es mejor no abrir.

Friday, September 29, 2006

Quien dice veinte dice treinta

Todos los jueves juego al fútbol con mi cuñado sus amigos, quienes me llevan, como mínimo, diez años. El juego suele ser entretenido y dinámico y, si bien por momentos carece de velocidad, lo compensa con intensidad, con garra y con concentración. Es una actividad que disfruto.
La costumbre para los muchachos, que son amigos hace ya mucho tiempo, es que después del partido hay cena grupal. Se bañan todos juntos, se hacen chistes, se pegan con las toallas y, una vez limpios, se comparte la comida y alguna bebida de turno. Yo siempre desisto de estos encuentros, pero esta vez dije que sí. Y aprendí mucho.
Estos tipos tienen hijos y esposa, pero hay cosas que no cambian. Fue una grata sorpresa: el hombre no cambia entre los veinte y los treinta. Cambian las circunstancias, pero uno sigue siendo el mismo irresponsable, hace los mismos chistes y jode con los amigos del mismo modo.
El alcohol no desaparece y uno se sigue emborrachando con la misma impunidad.
Los chistes sexuales y soeces siguen a la orden del día. Y el famoso tema de lugares exóticos donde masturbarse tampoco se va. La variante divertida en la mesa fue "momentos en los que tu mujer o tu novia te agarró ajusticiándote" (gran verbo, de paso, para hablar del onanismo). Uno de los comensales narró la vez que su novia lo encontró a las dos de la mañana frente al televisor, "ajusticiándose". En el momento en que ella preguntaba "¿Qué hacés?", él acabó. Hilarante.
Obviamente, se habló de fútbol ("Eso pasó en la Supercopa del 88", "No, boludo, en la Libertadores del 90") e incluso pude contar cómo una anciana de 70 años le hizo una mamada a mi amigo Emiliano.
Pero el colmo fue cuando uno de los amigos de mi cuñado mostró su reloj Casio, muy noventoso, con control remoto para la tele y calculadora. La mesa entera se puso de acuerdo para apagar la tele del restaurant. Una vez que las mozas y el dueño habían perdido la cabeza, lo encendimos de vuelta, les cambiamos los canales y lo volvimos a apagar. La mayoría mantuvo la cara de poker, pero más de uno rió como un niño.
Treintañeros, señores. Pero sólo el documento y su estado civil los delata.
Qué bueno ver que el futuro pinta así de bien.

Prueba

Una vez más, me borraron. Pero sigo vivo. Esta es la prueba: voy a postear, como lo hago siempre.
Y si esto se puede leer, es que me salió bien.

Tuesday, September 26, 2006

Tres en un auto, parte 3: el camino de regreso

Eran apenas las nueve y media de la mañana y los rayos del sol aún no calentaban tanto como nuestros semidesnudos cuerpos hubiesen deseado. A veces le pedimos a la primavera que sea un verano anticipado y resulta que el calor es sólo uno de sus aspectos, del mismo modo que el frío liviano de la mañana o el florecer en tonos de verde y rosa la componen. Habíamos dormido poco y mal, pero no se da todos los días de estar en Cannes y pronto nos pusimos de pie para recorrer sus callecitas y sus aires de ciudad del glamour.
Cabe aclarar que no existe tal cosa. El glamour y la sofisticación los traen los visitantes que, una vez al año y durante apenas diez días, hacen de este parador costero un paraíso del jet set. Pero las playas son pequeñas y privadas (lo mismo se puede decir del Lido, en Venecia), el mar tiene poco más que el atractivo de su color azul turquesa y los transeúntes son apenas una multitud variopinta de diverso origen y aspecto caricaturesco. De más está decir que nosotros tres, con nuestros pelos revueltos, nuestras ojeras de vida nocturna y nuestro parecer general de película francesa de la Nouvelle Vague, llamábamos la atención en esas playas.
Salimos a andar. Cannes, como toda la costa francesa, es bastante pueblerino. Su plaza central, su Mairie (alcaldía), sus estatuas conmemorativas y sus cafés. Claro, vale sumarle sus fotos de festivales anteriores, su mural con grandes momentos de Hollywood y las tiendas improvisadas que venden souvenirs. Uno se pasea por la costanera, mira los veleros pasar y atraviesa el recorrido que bordea a las playas, donde tanto señoras mayores de grandes proporciones como jovenzuelas que apenas si han probado los goces de la carnalidad se quitan los sostenes y hacen de la desnudez un acto de naturalidad. Aquí cabe hacer la salvedad que, siendo yo un sudaca conservador, diferente en mis costumbres y educación que los europeos de avanzada, no podía parar de mirar a toda mujer que pasara sin ropa. O, dicho de manera más trivial y directa, "una teta es una teta".
Finalmente, hacia el mediodía e impulsados por la frugalidad de nuestro desayuno, nos detuvimos en un puestito atendido por un italiano, donde consumimos paninis. Nuestras billeteras comenzaban a lucir vacías, pero aún así no dudamos en invertir esos morlacos en una comida refrescante y apetitosa. Así, con la barriga satisfecha y el sol en su máximo esplendor, nos echamos en una nueva playa a dormir la siesta, rodeados por turistas jugando al vóley y por francesitos que eran el vivo retrato de la vida familiar: los niños rubios, la canasta de comida, el diario o el libro de intelectual y parejas poco apasionadas pero bien asentadas en la moral y las buenas costumbres.
Cuando el reloj dio las tres y aún sedados por el calor y el sueño, nos miramos. ¿Apuntábamos a Niza, seguíamos viaje hasta que la responsabilidad y el dinero nos detuviesen? No. Esta vez dijimos no. Porque siempre es mejor retirarse cuando uno está ganando y con la frente en alta. Y, por otra parte, Barcelona también tiene sus fabulosos encantos y de poco valen las experiencias si uno después no las puede relatar a gente que se maraville con ellas. Así, pues, con algo más de seis horas de auto por delante, arrancamos el camino de regreso.
Aún con el registro de conducir vencido y bajo el riesgo de ser detenido, me hice del volante y conduje gran parte del trayecto. Mis acompañantes tomaron algunos snacks, durmieron sus sietas y la música volvió a sonar a todo volumen. La entrada a España fue tan silenciosa y discreta como era de esperarse y arribamos al corazón cívico de la Catalunya cuando comenzaba a oscurecer.
Rápidamente hicimos cuentas, nos dimos los abrazos de fin de viaje y dejamos a David en la residencia, donde tendría su merecido descanso. Andrea y yo caminamos juntos hacia el Metro y, luego de que me explicara los tormentos que la esperaban en su casa junto a sus disímiles compañeros de morada, fui depositado en mi casa, donde una cena improvisada y vegetariana, la compañía del can Bobi y un buen rato de lectura me condujeron a la cama.
Las grandes travesías solo pueden terminar así. Con el cuerpo cansado, el estómago lleno, la inspiración excitada y la conciencia tranquila.

Sunday, September 24, 2006

Intermision en el relato

Estaban tomando el té. Mi padre recostado en el sillón rojo de cuero, los invitados esparcidos en los demás sillones del living y mi madre de pie, sirviendo el agua en las tazas. Sobre la mesa, numerosos platitos de porcelana, cubiertos de plata, saquitos de tés exóticos y libros. Yo acababa de despertarme de una siesta improvisada.
Mi papá me dirigió la palabra.
"¿Vas a ver el partido conmigo hoy?".
"No", respondí, previsiblemente.
"Traidor", acotó, "¿Al menos me prendés el proyector antes de irte?".
"Te enseñé mil veces a prenderlo", me quejé tibiamente.
"Pero quiero que lo hagas vos", retrucó.
"¿Qué vas a hacer cuando yo no esté?", dije, casi sin pensarlo.
Y entonces sí que no hubo respuesta, solo unas sonrisas leves y onomatopeyas formadas por vocales, como "uuu" o "aaa".
Claro, no prentendí que sonara tan impactante.
Pero ya para nadie es un secreto que en el seno familiar y en la tierra materna tengo los días contados.

Saturday, September 23, 2006

Tres en un auto, parte 2: al norte de la frontera

El destino fijado era Niza, aunque más a la manera de un límite matemático al que nunca se alcanza que como una obligación autoimpuesta. El auto rodaba por las autopistas de Catalunya, siempre pobladas cada vez que se da un fin de semana largo. David conducía, yo daba indicaciones con el mapa y Andrea comentaba sobre los paisajes, o sobre la música.
Cruzamos la frontera a Francia con total normalidad y emprendimos el camino hacia la Costa Azul. Pero estábamos ávidos de posibilidades y empezamos a dejarnos llevar por las atracciones que ofrecían los carteles.
"¡Arles!", dijo alguno.
"Lyon", propuso otro.
Finalmente, fue Marsella. Dada la unanimidad, tomamos la salida correspondiente y, hacia la media tarde, llegamos a la famosa ciudad portuaria, donde los marineros y las prostitutas supieron decorar las oscuras calles. Pero había pleno sol y, luego de pasear en auto por sus calles y de mirar hacia el mar desde curvas elevadas, decidimos detenernos y caminar. Mi teléfono sonó, era mi madre.
"¿Dónde estás?", preguntó.
"En Marsella".
"¿Qué hacés en Marbella?", se interesó. Expliqué.
La búsqueda de una zona de playa con arena fue en vano, pero eso no impidió que nos dejáramos llevar por un pasaje angosto que, escaleras abajo, nos derivó en un pequeño atracadero, rodeado por casas blancas y muy mediterráneas. Una melodía comenzó a sonar desde una de las casas, un piano solitario. Los tres nos acercamos sigilosamente a la ventana y nos detuvimos a escuchar. Andrea intuyó que se trataba de Chopin. Seguimos camino hacia las rocas de la bahía, mientras la música se disipaba en el aire.
Visitamos sin suerte una típica panadería francesa y, una vez que el hambre se había asentado, recorrimos la extensión de la costa, buscando un camino que desembocara en la autopista hacia Niza. Mientras el sol caía y la temperatura descendía progresivamente, notamos que no habíamos elegido el camino correcto. Y, por otra parte, el hambre nos estaba haciendo perder la cabeza. Decidimos cenar en un pequeño restaurant junto al mar, iluminados por velas y por la luz tenue y naranja del atardecer. Si bien yo venía insistiendo en que no podíamos retornar a España sin beber vino rosado francés, el presupuesto nos llevó a beber coca-cola y resultó un adecuado acompañamiento para las pizzas.
Nuevamente camino a Niza, hacia las once de la noche, tomamos la autopista principal. Había sido un día largo y extenuante y los ánimos no estaban como para conducir las tres horas y media que faltaban para llegar al balneario. Propuse, para no perder ese aire de película francesa de los años sesenta, que durmiésemos dentro del auto, en un descanso. Eso hicimos: compramos unos snacks en una estación de servicio, fantaseamos mirando el mapa ("estamos muy cerca de San Remo... y desde allí se puede ir a Torino... y, si seguimos...") y, finalmente, al compás de la guitarra de Andrea y de su interpretación de Villalobos, nos echamos a dormir.
El intenso frío, la incomodidad y la luz de la mañana nos tenía a todos despiertos a las siete. Desayunamos sopas calientes y galletas de viajero en la estación de servicio y, luego de que Andrea desapareciera misteriosamente durante una hora (había subido al monte, a una estación más lejana), volvimos al asfalto. El sol salió, nos iluminó y mi iPod musicalizó uno a uno los momentos. Rumbo a Niza íbamos, pero finalmente se apareció el cartel verde anunciando la cercanía de Cannes y la curiosidad pudo más. Al unísono se decidió conocer a la cumbre del glamour, donde año a año se juntan las luminarias del cine para autocelebrarse. Faltaban aún dos semanas para el comienzo del festival y resultaba tentador ver cómo avanzaba la organización, si la alfombra roja estaba ya lista, si las playas y los yates y los hoteles y los restaurantes habían comenzado a pulir su color, a lustrar sus rostros y a sacar a relucir su mejor perfil para recibir a la flor y nata del mundillo audiovisual.
Estacionamos sin preocuparnos por si estábamos en infracción. Nos quitamos los pantalones, nos colocamos los trajes de baño, nos calzamos las gafas de sol y enfilamos hacia la playa.
Echados en la arena, como si no hubiese nada mejor que hacer, nos dejamos calentar por el sol mediterráneo y, en medio de una siesta fugaz, soñamos que volvíamos a estos lares, a bajar por la alfombra roja, a pasear por cócteles varios y a recibir saludos de gente que nunca antes habíamos visto en nuestra vida.

Friday, September 22, 2006

Tres en un auto, parte 1: al sur de la frontera

Para variar, fui al cine solo. Una película mitad tailandesa y mitad hongkonguesa, de esas que uno asume que no resultarán atractivas a los amigos o familiares y opta por el plan solitario. Empezaba a las diez y, me dije, a más tardar a las doce estoy libre para disfrutar de mi sábado a la noche. El lunes sería feriado y pensé eso implicaba ganar una noche de jolgorio gratis.
La función terminó y, como se suele hacer en las noches de fin de semana en que uno no tiene un plan previo, empecé a mensajear a mis amigos, a ver en qué andanzas se encontraban. Unos no salían, otros no sabían qué hacer y más de uno no respondió.
Pero David no me falló. Fiesta, cumpleaños de una becaria de la Caixa, bar Falstaff, calle Bruc al fondo, entre Libertad y Peligro. Pues hacia allí me dirigí, pensando que no podía estar mal y que era una situación propicia para beber y bailar. Chiara había partido ese mismo día hacia Roma - con toda la carga emotiva que eso implicaba para ella - y yo sólo quería pasarla bien, emborracharme, olvidarme hasta de mi nombre.
Al llegar al bar, David vino a recibirme como si yo fuese una diva. Me presentó uno a uno a los demás becarios allí reunidos, todos con cara de gente inteligente pero más interesada en perder la cabeza que en expandir sus conocimientos. Fiel a su estilo, david hizo énfasis en mi argentinidad y desarrolló todo mi curriculum en diez segundos, incluídas mis perspectivas de futuro, ante la mirada atenta de jóvenes interesados en temas como la implantación de células de líquen en tomates o planes de mestizaje cultural entre Europa y Africa. Pero todos queríamos bailar. Y reirnos y tomar hasta el agua de los floreros.
También estaba allí Andrea. En ese momento, ella y yo nos llevábamos bien pero no teníamos mucho diálogo. Teníamos un trato cordial, de pasillo, y yo me mostraba un poco frío, como suelo ser cuando me pongo caprichoso.
El alcohol era barato según los estándares y bebimos como cerdos. Al rato, todos éramos íntimos amigos y yo había acuñado apodos para todos, a los cuales respondían. Sonó Juanes y todos giraron a mí, acariciando mi camisa negra. Incluso me quitaron los anteojos, diciendo que estaba más sexy sin ellos. Luego de un rato, invité a todos a fumar de mi marihuana, pero hasta allí llegó la confianza porque ninguno quiso tocarla. "Peor para ustedes", y nos fuimos afuera el David, la Andrea y un par de amiguillos que por allí pasaban para fumar unas caladas.
Varias neuronas menos después, volvimos al interior y, cuando decidí que ya había socializado lo suficiente con mis nuevos amigos, hallé la compañía de Andrea y nos pusimos a dialogar animadamente como no lo habíamos hecho antes. Se hicieron las tres y el bar cerró, como todos los bares en Barcelona. Andrea y yo salimos y afuera nos encontramos a David.
Comenzamos a caminar sin rumbo y desembocamos en Paseo de Gracia, aún borrachos y aún colocados. Hablábamos con entusiasmo, pero sin hilar temas concretos. Hasta que uno tiró una idea, otro se sumó, yo expresé mis dudas y luego me callé.
"Vamos a Francia", dijo Andrea.
"Yo cojo mi coche y nos vamos ya mismo".
"No sé", dije.
"Sí, sí", dijeron ellos.
"Bueno, pero salimos mañana. Pasemos a buscar cosas por nuestras casas y a las doce en Plaza Catalunya", acordé.
"Vale", dijeron.
A las once me desperté y armé una pequeña mochila, sin mucha confianza en el viaje. Dado que vivía a meras diez cuadras del lugar de la cita, pensé que nada podía salir mal. "Voy, seguro que no están, espero veinte minutos y vuelvo a dormir".
Pero al llegar, Andrea estaba allí, con su vestido de flores años sesenta y sus botas, guitarra al hombro y un pequeño bolso de mano. Nos sonreímos y ambos delatamos por la sonrisa que no creíamos que el viaje fuera a producirse. Compramos un helado y hablamos de nimiedades. Sonó una bocina que se elevó por sobre las bocinas de los taxis de la plaza.
David se había detenido en la mitad de Pelayo y, enfundado en una camiseta ajustada a rayas azules y blancas y unas enormes gafas de sol Dolce & Gabbana, hacía señas desde la ventanilla del auto. Corrimos al encuentro y montamos todo. No lo podíamos creer, estábamos en marcha.
Con el mp3 conectado al equipo de música, las ventanillas abiertas, algunos snacks y mucho pero mucho glamour, partimos en auto hacia el soleado sur de Francia.
Jamás nos habíamos sentido tanto como en una película.

Thursday, September 21, 2006

Series continuas

Palabras. No me encontrarás en ellas.
Sino en los números.
30409874
929
34
A2113
1550983582
178
1* 2*
38385
678128469
1565919685
5171
¿No te dicen nada?
Convenciones.
Uno siempre queda reducido.

Wednesday, September 20, 2006

Ya mismo, ahorita

Hace unos días, hablando con un reconocido crítico de cine de modo informal, le mostré que estaba leyendo La Montaña Mágica, de Thomas Mann. Me miró con cara de respeto pero al mismo tiempo de sorpresa, como diciendo con la cara que debe ser un poco pesado de leer y que seguro que hay cosas más entretenidas.
"Si no lo leo ahora, no lo leo nunca", le dije. Desde sus treinta y tantos, me miró y, entre risas, me dijo:
"¿Nunca? Tenés 23 años".
Y sí, uno a veces se olvida de que no es tan grande. Supongo que es la ansiedad por vivirlo todo ya, ahora, a mil revoluciones. Sé que en la vida en general, y en el camino que elegí en particular, la paciencia es un factor clave. Pero no es fácil de adquirir. Yo me rijo por esa máxima adolescente que dice que no sé lo que quiero pero lo quiero ya.
Del mismo modo, ayer, en un encuentro amistoso con un amigo ecuatoriano a quien hacía varios meses que no veía, hablamos del futuro inmediato. Me dijo que en Diciembre vuelve a su patria, al menos por un año. Que la experiencia internacional (descontando a Buenos Aires, claro) le apetece, pero aún no. Y no es el primero que lo pone en esas palabras. Y yo pensaba "joder, cómo admiro esa capacidad de decir aún no".
Porque para mí todo es ya, debe ser ya. Me levanto a la mañana, miro a mi alrededor y pienso "¿Qué hago que todavía no estoy encaminado del todo hacia donde quiero ir?". Y es tanto un tema de edad como de rumbo.
Pero después me acuerdo de la paciencia. Y me digo que seis meses más acá o un año no van a hacer la diferencia. Construir lo que uno quiere es una cuestión de tiempo, de trabajo progresivo y no siempre veloz. Los frutos pueden llegar en la madurez y, aún así, quienes reciben un reconocimiento promediando la vida, se lo toman con calma, siguen en su sitio, no varían el modo de ver las cosas.
Hoy es una de esas mañanas en las que todo es urgente, nada es presente y no hay pan para hoy.
Una de dos, o me pongo frenético y empiezo a recopilar información, para convencerme de que no estoy haciendo nada; o me pongo a leer La Montaña Mágica, como ejercicio de relajación y como autoenseñanza de que hay que saber esperar para luego cosechar.

Tuesday, September 19, 2006

Una duda menos

Era el primer día de clases de mi quinto y último año de colegio secundario.
Mi mamá se ofreció a llevarme en auto hasta el colegio, más para honrar al tiempo pasado que por necesidad.
Como solía ocurrir en ese trayecto de media hora desde mi casa de zona residencial hasta el corazón del microcentro porteño, ella me ofrecía dormir una siesta hasta llegar a destino. Y yo casi nunca decía que no (a menos que tuviese que repasar para un examen, claro, o que me diese culpa el sacrificio que mi madre hacía por mí), pero ese día no dormí, aún si la noche anterior me había acostado tarde y había descansado poco.
En plena travesía por la avenida 9 de Julio, a escasos metros de llegar al obelisco, la miré. Y le formulé la pregunta como si la acabase de pensar, pero supe que había estado merodeando por mi mente los últimos días y que no era irrelevante el hecho de que ese día era el comienzo del fin para una etapa, el ocaso de la adolescencia absoluta y el comienzo de la adultez:
"Ma, para vos, ¿Qué sensación es más importante, la nostalgia o el amor?".
Y hablamos, pero el tiempo fue escaso para responder a tamaña duda y creo que el tema quedó pendiente.
Lo hemos retomado varias veces y, sin embargo, no puedo recordar a qué conclusión llegamos, o si siquiera llegamos a una conclusión. Hoy en día, no creo que la pregunta merezca una respuesta.
Ambas ganan. O ambas son una sola cosa. Son los dos grandes motores de todo, la base oculta de la belleza de todo y el motivo de sufrimiento más profundo. No puedo ni quiero elegir, me quedo con ambas sensaciones.
Y así cierro otro episodio más de mi adolescencia, con ustedes como testigos.

Monday, September 18, 2006

La rata interior

Hacía apenas una semana que había vuelto. Todo me afectaba.
Abrí el diario con desinterés, sección Espectáculos.
Y ahí estaban Guillermo Toledo y Andrés Lima junto a Daniel Fanego, Daniel Hendler y un par más.
No lo dudé.
"Mamá", dije, "vamos a ver Hamelin. Y que sea antes del 20 de Septiembre, que ese día el elenco argentino reemplaza al español".
Y sí, asumí que la obra sería buena y también me apeteció la idea de ver de cerquita a Toledo, a quien considero uno de esos actores a los que uno siente cercanos, aún si hay una pantalla de por medio.
Pero la verdadera razón era escuchar una vez más y por el espacio de dos horas sin interrupción al acento español. Las jotas, las zetas, las vocales pronunciadas, las menciones anacrónicas a las pesetas y los giros verbales. Como un ave carroñera, ando mendigando un poquito de cultura hispana, de donde sea y cualquier precio. Y me dije "es un combo perfecto: buen teatro, buenos actores, sonidos que extraño y la posibilidad de mentirme un buen rato, como si estuviese en un teatro céntrico de Madrid o, mejor aún, en alguna sala de Barcelona".
Hoy fui a la función y la disfruté, aunque eso es anecdótico.
Estoy seguro que el elenco argentino hará un gran papel.
Pero yo sólo quería ver al español.
Hay decisiones que te marcan.
Y te dicen de qué lado elegís caer.

Saturday, September 16, 2006

La indiferencia del mar

Es jueves, dice el calendario, pero eso al mar le da igual. Y a él también, porque lo recrea y es un sábado más, se siente como sábado. Esa extraña sensación de que el día fluye, de que las horas están amalgamadas en un fluído viscoso y único no puede ser de lunes, mucho menos de miércoles. Es de sábado, aún si el viernes aún no ha llegado.
El atuendo debe ser veraniego, según la omnipresente mirada del calendario, y hay que honrar al termómetro. Nadie discute la elección de un traje de baño en tonos de naranja y marrón, estilo militar, camiseta naranja haciendo juego, con una estrella roja, anaranjada por los reiterados lavados de una prenda que ya ha cumplido sus cinco años de uso. Calzado abierto, nada de medias, anteojos oscuros hasta que caiga el sol (e incluso un rato más tarde) y luego mirar el atardecer, sin ninguna capa de vidrio que lo separe del astro ardiente.
No está solo. Las horas no corren cuando uno está solo, se derriten lentamente. Pero hoy (ése jueves), se apresuran, se amontonan unas sobre otras, dejan obsoleto al reloj. Cada palabra equivale a una medida tiempo, pero las palabras son tantas y tan bonitas que nadie piensa en segundos, ni en minutos, ni en horas. Y se hace de noche. Habría que pasar por el hogar a acicalarse, a saltar a la modalidad de atuendo nocturno. Pero el tiempo se fugó y no es hora de reproches.
Suena el teléfono y es atendido, tanto por la inercia impune de ser cortés como por la curiosidad latente en descubrir qué surgirá desde el otro lado, o por el encanto inevitable de ser solicitado por otro ser humano. El siente la tentación y no duda dos veces en deslizar su mano por la diminuta falda amarilla, que poco oculta en ese paisaje arenoso. Hay una breve resistencia, pero es muy difícil mantener una conversación civilizada y ocuparse de evitar provocaciones erógenas en la entrepierna. Todo acaba en risas, como el resto de la velada.
El espacio es abandonado cuando una leve brisa marina comienza a invadir al calor y cuando la hora de cenar empieza a ceder paso a la hora de los cócteles para los más atrevidos o la hora de dormir para los resignados. La arena en el pelo, el atuendo informal y despojado, los ojos cansados; poco importa, son sólo el ego y la coquetería quienes salen dañados.
Más tarde, junto a la plaza, ya es jueves otra vez y el calendario está contento. Las calles se abarrotan de manadas de gafas y vestidos, luces y sonidos, camisas y peinados de temporada; movimiento de jueves, recuerdo de jueves. Pero a él le da igual, una vez más, pues sólo los calculadores y los nostálgicos llevan cuenta del tiempo.
Ennumerar es fácil, es la forma más inmediata del recuerdo. Es ordenar y clasificar, una incursión de la prosa en el terreno más emocional de la poesía. Hoy es sábado, piensa él, y sólo puedo ennumerar como un idiota. La playa, la arena, el mar, la falda amarilla, el traje de baño naranja, la camiseta naranja con la estrella roja, el teléfono, la mano en la falda, la noche, la plaza, los margaritas, el travesti, el bar. No hay poesía en esa sucesión, sólo miedo al olvido. Y flashes de sensaciones y sonrisas que se filtran entre las rendijas del recuerdo, momentos para los que no hay palabras, para los que los demás están excluídos. Detrás de la enumeración hay una profunda negación a lo solitario que es el acto de hacer memoria.
La tarde, el jueves, el sábado. Varias vueltas al calendario pero el mismo sabor. De él depende que todo sea hermoso, producir algo hermoso, expresar algo hermoso, conservar en secreto algo hermoso, sentir algo hermoso, olvidar algo hermoso, regalar algo hermoso. Que la palabra "hermoso" invada todas las cosas del mundo.
Pero eso al mar le da lo mismo.

Friday, September 15, 2006

Jugendzeit

...le parecía que a pesar de que el honor tenía sus ventajas, también las poseía la desgracia, y que las ventajas de ésta última eran prácticamente infinitas. Intentó colocarse en los zapatos de Herr Albin e imaginar cómo debía ser cuando uno se libera finalmente de las presiones que el honor trae y puede disfrutar ilimitadamente de las ventajas sin fronteras de la desgracia - y al joven lo atemorizó una sensación de dulzura irresoluta que hizo latir su corazón aún más rápido durante cierto tiempo.

Thursday, September 14, 2006

Pasion de multitudes


Yo: ey, Croc, ¿Quién juega?
Croc: No sé, acabo de llegar.
Yo: ¿Pedimos una cerveza y una porción de fritas?
Croc: Mmmm... prefiero comerme una nutria. O un coatí.

Y, como tantas otras veces, perdimos el tiempo viendo fútbol, sin importar quién estuviera jugando, por qué razones o con qué consecuencias.

Wednesday, September 13, 2006

El saquito de hilo y el moño rosa

Se puede decir que tengo un historial amoroso torrentoso. Con aquellas mujeres que considero puntos claves en mi crecimiento emocional suelo compartir relaciones pasionales, desbordadas y terriblemente agresivas. Es decir, las cosas suelen alcanzar grandes picos de amor, pero al mismo tiempo tienen altos puntos de violencia (no física, solo verbal), de maltrato y de irracionalidad. Simplemente suelo elegir seres con los que no hay punto medio: las amo cuando nos entendemos y las odio cuando surgen los malentendidos.
Cecilia es probablemente quien se lleva los premios. Fueron diez meses de intensidad salvaje: nos amamos con desmesura, nos extrañamos con desesperación, nos separamos con dramatismo y, después, nos peleamos con crueldad. Hubo un tenue reencuentro, un tanto hipócrita, y, cuando yo intenté reanudar al menos una relación sexual (unos ocho meses después de la separación), desembocó en poca cosa, con la terminante frase salida de sus labios: "No me vas a penetrar".
Se dio la ridícula situación de que compartimos clases en el período lectivo 2005 y fue recién en Noviembre de ese año cuando retomamos diálogo, de forma cordial y bastante sincera. Ya no había razón para llevarse mal, ambos habíamos retomado exitosamente nuestra vida amorosa con otras personas y la pelea parecía absurda.
Desde entonces (y salvando el hecho de que estuve en España todo este tiempo), tengo ganas de irla ver tocar con su banda, las Kellies. Ella me invitó personalmente y cada tanto me llegan los mails, pero nunca fui. El jueves pasado tocaban y me dije que era el momento de ir a presenciar el desempeño de Ceci en la guitarra, ya que, después de todo, le guardo un gran cariño.
Por razones de vagancia y de distracción mental, no fui al show, pero fue tema de conversación con mis operadores de sonido ayer por la tarde (el trío dinámico que conforman Mechi, Hernán y Vir). Y la cuestión obviamente pagó sus frutos.
Por la noche, soñé con Ceci. Y fue un sueño de lo más agradable. Ella había usado aparatos y acababan de sacárselos. Se ve que la experiencia de la corrección bucal la había modificado radicalmente. Era gentil, civilizada y escuchaba muy atentamente todo lo que yo le contaba, incluso emitía respuestas pertinentes. Incluso cuando ella y yo nos llevábamos mejor en la vida real, la conversación siempre fue extraña: siempre fuimos dos seres diametralmente opuestos, con intereses diferentes y aptitudes alejadas. Ese era el encanto de la relación, cómo dos personas tan disíles podían coincidir juntas y quererse.
Pero en el sueño ella se había vuelto similar a mí: hablábamos de libros, perdíamos el tiempo en conversaciones pretenciosas y barrocas sobre cuestiones etéreas, intercambiábamos comentarios cordiales a la hora del té. Ella ya no poseía ese vocabulario un tanto callejero ni ese tono más bien provocador que la caracterizan, sino que hablaba en voz neutra, con palabras cuidadosamente seleccionadas.
Pero no crean que había atracción ni tensión sexual ni nada de eso. Era como esas amigas de las que tengo tan pocas, con las que me puedo juntar a hablar y compartir ideas, intereses, proyectos.
Luego, cenábamos. Había una enorme piscina vacía, de fondo celeste, de la cual hacíamos algún comentario.
Ella no tocaba ningún instrumento ni vestía con borceguíes o faldas cortas, sino que llevaba un saco de hilo y creo que tenía el pelo atado con un moño rosa.
Era Cecilia, pero a la vez no era Cecilia. Y fue un sueño ameno, amable, sin sobresaltos.
Qué demonios estaba pasando por cerebro en esos instantes no es más que un gran misterio.

Nairobi

No había cumplido los trece años cuando pisé Nairobi por primera vez. No recuerdo que mi joven e inexperto cerebro estuviera remotamente preparado para recibir esa invasión de imágenes, olores, sabores y entornos tan extremadamente ajenos, tan infinitamente nuevos. Y, para esa cabeza de niño frágil y poco amigo de lo inestable, no fue tarea menor asimilar ese paisaje hostil, caótico, visceral en su pobreza y realismo.
Recuerdo decirle a mis padres el sentido de estar allí, no entendía dónde recaía la belleza de caminar por un sitio derruido y golpeado por el calor, la devastación económica y el desamparo. Mi extensa experiencia como turista juvenil se había caracterizado por hoteles de acomodo, destinos fáciles y predecibles, experiencias contenidas donde nada podía fallar, donde el trayecto y el final estaban predeterminados. Nadie me había prevenido sobre los riesgos de descubrir, sobre el miedo a no encontrar lo planeado, sobre la posibilidad de que las cosas no siempre sean bonitas o decentes o sencillas.
Nairobi, como ciudad negra y como mercado gigante, como ex colonia y como tierra en transe, como pasado tribal y presente semi civilizado; en todos sus aspectos, Nairobi fue para mí un aprendizaje.
Ni Guatemala ni China ni Camboya ni Bolivia hubiesen sido experiencias tan hermosas en su complejidad sin Nairobi, centro civil y espiritual de la Kenya de fin de siglo veinte.

Sunday, September 10, 2006

A.D.


No es inusual encender la televisión en un momento de ocio. Uno no pretende mucho, solo pasar el rato y, ocasionalmente, algo surge y te alegra el día. Como me pasó ayer, cuando haciendo zapping llegué al canal Retro, uno de los mejores canales de televisón que conozco en cualquier contenente, programa series y películas de antaño en copias maravillosas y subtituladas. Hacia las cinco de la tarde, en mi televisor, Retro comenzó a emitir una película bélica en blanco y negro bajo la firma de Paramount. En el comienzo, aparece Hitler interpretado por un actor alemán y mi curiosidad ya estaba tomada. Luego, el título "Is Paris burning?" y el cartel del cargo máximo, responsabilida de René Clement. Decidí darle una oportunidad, si bien el director francés no es mis preferidos y el cine bélico o relacionado a la guerra mundial no es de mi particular agrado.
Hasta que apareció él y todo cambió.
Alain Delon.
Joder, qué bello es. Frío, delicado, rozando lo femenino pero con rasgos aguzadamente masculinos.
Alain Delon es como Estrasburgo, es bien francés pero tiene un dejo germánico. Y eso que a mí las alemanas me aburren y me resultan insulsas, pero este muchacho lo tenía todo. Lo tenía, digo, porque ahora pasa por un período pésimo y se quiere sucididar debido a la soledad. Pero ahora no vale nada, ha desperdiciado hasta su perfección en el rostro. Este señor tenía la más sublime y perfecta cara de piedra jamás, su sonrisa hacía helar las montañas y mirar en sus ojos celestes era como caerse en un precipicio profundo de las altas regiones de Renania.
La película daba igual, ni siquiera vi quince minutos. Pero verlo a él me alegró la tarde, me vino esa prisa irracional y juvenil por afeitarme, ponerme un buen traje y una corbata de esas finitas y salir a la vida. Sonriendo, gélidamente, distante, salvajemente seductor pero a la vez perdido en mi mundo de elucubraciones.
No sé ustedes, pero yo quiero ser como Alain Delon.

Saturday, September 09, 2006

Amenaza inicial

Supongamos que hoy cierro. Que mando todo a la mierda y al carajo las historias, los relatos, el pasado reinventado y masticado y escupido como un presente variopinto y ecléctico. A la red le dará igual, probablemente, otro hijo nacido y criado para perdurar flotando en su composición inmaterial pero caído en la lucha por la supervivencia. Pero sé que hay seis o siete de ustedes que me visitan seguido, que me toman como parte de sus día, que dejan huella de su presencia.
Sé que a ustedes sí les molestaría. Y para ustedes escribo, la verdad. De alguna manera u otra, es la realidad.
Iba a escribir sobre el sexo y su valor como impulso vital, pero me detuve.
Hoy no, dije.
Alguna vez hay que aprender a guardarse las cosas y construir pequeñas barreras, nichos de secretos bien guardados.
Hoy me callo la boca, Y escucho al silencio.
Y me voy a dormir, derrotado y apaleado por la vida.
Bona nit.

Friday, September 08, 2006

Mis amigos me dijeron, Andres, no te enamores por primera vez... y no les hice caso

La vida está llena de cosas locas. Uno envía parte de su cotidianeidad por correo (19, 90 kilos de lirbos, ropa, recuerdos, papeles) con total desgano, a precio económico, en barco, con tres meses de demora en llegar... y llega a las dos semanas. Como esas mujeres que uno desatiende porque no le despiertan interés y por eso corren a golpear la puerta... este paquete llegó antes de lo planeado, y ahora no tengo tiempo para ir a retirarlo.
¿Por qué no puedo levantarme temprano e ir a buscar mis pertenencias?
En primer lugar, porque estaba en un sueño muy entretenido y ya no me levanté temprano.
En segundo lugar, porque empecé a hacer llamados y se me fue más tiempo.
En tercer lugar, porque me dediqué a leer el blog de Calamaro. Que es maravilloso, leerlo es como leer el blog de un amigo, con sus anecdotillas, sus palabras inventadas y sus sensaciones (que está enamorado de Julieta, que está resentido con algo que dijeron, que extraña a tal o cual).
Y por eso escribo hoy, chicos.
Porque ayer no tuve migraña (¡iupi, quiere decir que no entré en un ciclo!).
Y porque es hora de que entren al blog de Andrés, joder...
http://www.calamaro.com/blog/index.asp.
Voilà.

Thursday, September 07, 2006

Chico migraña



Padezco de una extraña patología.
Así como viene, se va. Del mismo modo, luego de crecer día a día, desaparece.
Un día, sin previo aviso, comienza. Y sé que ha vuelto a empezar.
Al principio es un pinchazo en la sien, sobre el costado izquierdo.
Dolor intenso en el ojo izquierdo, malestar indescriptible.
Siempre llega entre las dos y las tres de la mañana y dura aproximadamente media hora.
Se produce casi exclusivamente en jóvenes hombres de veintipocos años.
Siempre llega a la misma hora, dura lo mismo y desaparece solo.
Se llama Migraña en Racimo y es, aparentemente, un defecto del propio sistema nervioso, con causas desconocidas.
El dolor es tan intenso que uno desea morir inmediatamente, solo para evitarse la tortura.
Hacía más de un año que no lo padecía, pero ayer volvió.
Ya nos conocemos, no atiné a detenerlo, sólo esperé. Me puse de pie, paseé por la habitación, pateé el borde de la cama, me di golpes en la cabeza con el puño, grité, me senté a esperar y, finalmente, se fue.
Hoy me levanté aturdido y con los ojos rojos.
Y sé que mañana será, una vez más, una larga noche.

¿Qué tiene que ver la foto?
Nada. Hay que alimentarse bien, eso debe querer decir.
"Potasio", dicen las madres cuando uno come banana. "Hace bien".

Tuesday, September 05, 2006

Ni un problema ni una solucion

Todo el día, entre los mails y el teléfono, la camarita del Ichat y el televisor. Todo el día en casa, encerrado en un libro o en los recuerdos del pasado. Todo el día, leyendo el diario o tomando café, o postergando las obligaciones o esperando para comer. Todo el día, pensado qué escribir o decidiendo dónde estar parado en Enero de 2007. Todo el día, fantaseando con el festival de Venecia o imaginándome si supiera tocar un instrumento. Todo el día, trazando puentes imaginarios o derribando puentes inútiles. Todo el día.
Haciendo cualquier cosa por eliminar lo real, lo tangible, lo inmediato, lo ajeno, lo corporal.
¿Comienzo de una depresión o período de transición?

Monday, September 04, 2006

El legado de Benny Hill



Jamás me dijo que no, pero noté cierta quietud en ella. Se dejaba, y eso nunca es mala señal, pero me hizo desconfiar su frialdad y su silencio. No recuerdo su nombre, pero creo que jamás la olvidaré. Mujeres así de dóciles ya no se consiguen.

El efecto de la madalena

Súbitamente, sin previo aviso, llega esa etapa de la vida en la que uno bebe de botellas variadas y fuma más o menos cualquier cosa que le alcancen, o algo así. Esta etapa dura unos diez años, supongo, al menos con esta intensidad. Se supone que al rondar los treinta este ritmo mortal decae, a menos que estemos hablando de la creciente tendencia de ser joven hasta los sesenta, si la cirugía nos hace el favor. Pero durante un buen rato, nos subimos a autos, perdemos la mente, buscamos gente del sexo opuesto y hacemos todas las guarradas posibles sin pensar en buenas excusas para justificar tan salvaje falta de respeto a la moral y las buenas costumbres.
Este proceso suele ser expansivo. Ni bien entramos en un ritmo regular de parranda, tendemos a anhelar nuevos ambientes, nuevos contextos, nuevas experiencias. Uno se aleja del nido maternal para encontrar adrenalina y velocidad en terrenos desconocidos. Esta es también la faceta en la que uno más o menos acaba definiendo qué es lo que le gusta en la vida y qué no, qué disfruto que me hagan y qué prefiero esquivar. Inveitablemente, en la búsqueda, caemos en fiestas siniestras, antros de perdición, burdeles de escaso nivel, festejos populares con motivos inciertos, cumpleaños ajenos de seres del bajo mundo, orgías baco-romanas y todo tipo de evento de baja calaña y dudoso gusto.
Promediando esta etapa, uno siente que ha perdido toda decencia y que es hora de encontrar opciones nocturnas más acordes al estilo y porte que uno cree poseer. Es entonces que comienza a volcarse por fiestas en casas de zonas adineradas, para las cuales uno adapta su vestimenta, sus costumbres groseras y sus modales - aunque en nada varía la cantidad de líquidos y sustancias consumidas - para intentar gozar civilizadamente de la celebración y aspirar a mujeres más refinadas, de alta alcurnia y de andar gatuno.
En una de esas innumerables ocasiones, uno está en el asiento del acompañante y nota que el conductor dobla en una callesita que parece no tener salida. Uno enfoca bien y se da cuenta que reconoce exactamente el paisaje y dice en voz alta, casi sin pensar, "doblá acá a la derecha, que esta calle es medio ondulada". El conductor nos mira y dice "¿Qué, conocés esta zona?", a lo que uno responde, casi con una lágrima pendiendo del ojo, "sí, acá nomás quedaba mi colegio primario, pero lo demolieron para construir una mansión".
Desconcierto. El violento retroceso hacia la infancia y el pasado despierta sensaciones y emociones hace largo tiempo sepultadas, ocultas bajo los escombros que dejaron años de negación y nuevos desafíos. La calle de piedra, los enormes árboles que hacen sombra y bordean a la pequeña calle ondulada, los autos estacionados en un incierto territorio que no es ni calle ni vereda, el silencio intimista que pertenece solo a esa calle, el olor suave de las plantas de jazmín...
Es una zona oscura, la infancia. Las fotos y las historias y los espacios de la infancia dicen que somos el mismo que ese niñaco de flequillo que caminaba por esta calle. Yo dudo seriamente que ese muchacho y yo tengamos mucho que decirnos, incluso creo que yo sería un terrible ejemplo para él, dudo que él aspirase a ser yo a mi edad. Ese niño aún tiene toda la inocencia del mundo, rechaza ciertas cosas que ve, le tiene miedo a las mujeres y es atento a las reglas, a los mandatos. De haber sido religioso, le habría temido a Dios.
El efecto de la madalena, si yo fuese Proust. Supongo que la sensación se llama nostalgia, y el estado en el que uno está sumido, adultez.
Joder.

Saturday, September 02, 2006

Imitacion de la vida

"Estar ocupado viviendo o estar ocupado muriendo".

Ayer volví a las andanzas, más por inercia o por deseo de normalidad que por ganas. Como solía hacer antes de que mi vida cambiara, fui a la casa de Narciso, el del smoking, y nos tiramos en los sillones. Comimos pastas, que siempre rinden y son baratas, y nos tiramos de vuelta. Yo estaba decidido a no moverme de la casa. Luego surgió la posibilidad de ir a una fiesta y pensé que lo peor que podía pasar fuera que no valiera la pena. A deprimirme ya estoy acostumbrado, así que no sería novedad.
Bebimos un vaso de whisky con soda, mezcla que nunca había probado más allá de haberla vista veinte mil veces en el cine, y partimos. Nos encontramos con otros dos amigos de Narciso, Zeta y el Abuelo (juro que no tengo nada que ver con esas denominaciones, venían de fábrica), y fuimos hacia el río, donde matamos un poco el tiempo y las dagas punzantes de la lluvia invernal. Luego, en dirección a uno de esos barrios privados con calles propias y autoriades propias, como si fueran principados perdidos en una zona de la ciudad. Al poco de pasar el control policial de la puerta (que incluía fotos y el pedido de datos peronales), nos topamos con la geografía típica de este tipo de sitios: calles con nombres de árboles, casas de suburbio, triciclos y pelotas esparcidas, arbustos meticulosamente recortados y un ligero silencio solo interrumpido por algún perro de raza que se aburre en un jardín.
Llegamos a la fiesta helados y deseosos de cobijo. No conocíamos a nadie y obviamente fallamos en saludar a la cumpleañera, pero pronto divisé una cara conocida y saludé. Retomaría a ese personaje más tarde, aún luego de encontrarme con un amigo del colegio primario, Manolo, a quien cada vez que veo es más ancho y musculoso. Hablé un buen rato con él, francamente, de todo un poco, con desorden. Cordial, nada falso, y yo llevaba una borrachera que difícilmente me permitiera hablar sin decir la verdad.
Bailamos, pero solo para sentirnos - al menos yo - lejos de todo. La gente nos miraba, se decía cosas al oído, nos sonreían. Me daba igual, solo quería sentirme lejos de allí, transportarme. Seguía bebiendo a roletes, cerveza, fernet, cualquier cosa. Beber para olvidar o para no pensar. Un energúmeno se acercó gritando y me abrazó, repitiendo "vos, vos tenés cara de que no te importa nada", y yo respondiendo "ojalá fuese así, pero los rostros engañan, flaco". Y él que no, que "a vos no te importa nada". En fin, para qué discutir con deficientes.
En el proceso de dejar mi saco en una silla, me topé con la chica que había visto en la entrada, una española que va a mi universidad. Me apetecía que me hablaran con acento de tierras lejanas y añoradas, y creo que si me hubiese dicho que era de Granada o de Oviedo o de La Coruña, igual le hubiese hablado animadamente, pero no, valga mi suerte, era de Barcelona. Y me saqué el gusto, me fui mentalmente de allí, hablamos largo rato de las calles, de los lugares, de la gente, de lo que extrañamos... Pero claro, yo no sabía su nombre, y pensé que eso de que ya es muy tarde para preguntar es una tontería, así que le dije "esto puede sonar un poco tonto, pero no sé tu nombre". Elisa, contestó. Ella ya sabía el mío, pero igual no me avergoncé de mi ignorancia.
Es evidente que, visto de afuera, parecía que yo la estaba seduciendo, pero nada más lejos. Yo solo necesitaba que alguien me hablara de todo aquello que perdí, que ya no tengo, poder volver mentalmente a lugares que frecuentaba y poder decir cosas en catalán sin que nadie me pregunte qué significan.
Fuimos los últimos en irnos. Le dije a Elisa que nos veríamos por la universidad. Narciso y yo nos partimos, todavía afectados por los vicios de la noche. Llegué a casa hacia las seis y media de la mañana, supongo, y obviamente me senté en la computadora. Una vez más, como todas las noches, como todos los días, le escribí un mail a Chiaretta. Y fue un mail tierno, ya que no me salen de otra manera para ella, pero también fue amargo. Y me fui a dormir, rogando soñar con algo bonito.
Hoy es un día triste, melancólico y gris. Todo me queda lejos. Me desperté, almorcé y volví a dormir hasta las cinco de la tarde. "Tranquilo", me dije, "no hay nada mejor que hacer. En Buenos Aires, no hay nada mejor que hacer que dormir". Y me levanté, tan muerto como si siguiera dormido.
Las cosas ya no están tan mal, no paro de decirlo. Pero sólo en la superficie, porque en el fondo siguen igual. En el fondo, vivir en esta ciudad me convierte en un cadáver. Y, si bien puedo decir que no paro de hacer sólo lo que quiero, y veo y hablo sólo con la gente que quiero, y voy sólo a los lugares a los que me da la gana, las cosas no están bien. La diferencia es clara: en Barcelona ocupaba mi tiempo viviendo, en Buenos Aires ocupo mi tiempo muriendo. U olvidándome de la muerte, que para el caso es lo mismo. Esto hace que, inevitablemente, esto no sea vida, sino una mera y barata imitación de la misma.
Es probable que hoy a la noche vuelva a ser otro olvidable capítulo de este opaco melodrama.
Un día más perdido en una existencia perdida, que sólo volverá a ser colorida y alegre y digna cuando vuelva donde dejé todo, menos el esqueleto.