Sunday, October 24, 2010

El flujo habla por sí mismo

Apuesto que podría tener a la mujer que quisiera, si me lo propusiese. No es una sospecha, es una convicción. Y ni siquiera diría que tiene que ver conmigo, con que tenga más o menos méritos que los otros. Creo que es un principio generalizable. El problema no son las personas, sino el código justo que se aplica a cada persona. Cada persona es una cerradura a la que se accede con una sola llave. Lo que uno tiene que descifrar es qué llave usar en cada caso. Y a eso se llega estudiando al otro detenidamente, reconociéndolo por lo que es y no por lo que yo especulo que es. Y acá entra en juego uno de los atributos más difíciles de todos: saber percibir. Ahí es válido preguntarse: ¿Sé percibir? ¿Tengo entrenada la percepción? ¿O la computadora me quemó el cerebro y solo sé procesar rápido? Si uno tiene el interés, hay que tomarse el tiempo de ver, de escuchar. El otro está muy inestable, ahí donde está parado. Se sostiene como puede, de lo que puede. Si su nivel de negación no es demasiado grande, bastará blanquear rápidamente que nadie sabe demasiado bien lo que hace, y que ni uno ni el otro tienen mucha idea de lo que pueda surgir del encuentro. Y que, justamente, la gracia de los encuentros es que no garantizan nada, que cualquier cosa puede pasar. Algún día, si la cosa marcha, el rumbo podrá decidirse con un poco más de certeza, en conjunto, mediante una civilizada negociación. Ahí habrá otros problemas, pero no hay por qué adelantarse. Problemas habrá siempre.
La primera instancia, entonces, es la búsqueda del acceso. Hay casos donde rápidamente a uno le denegan el acceso, o algunas pistas fundamentales para que uno descifre por donde llegar, y ahí lo mejor es abandonarlo. No digo que sea irremontable, en absoluto. Digo que si no hay una puerta abierta a la complicidad es de esperarse que tampoco haya mucho interés en general, o al menos pocas ganas de lidiar con la realidad, que siempre es diferente a lo que uno pensaba. Puede llevar más o menos tiempo, pero si uno siente que del otro lado hay remadas para este lado, por pequeñas que sean, hay que seguir ahí. Puede que hasta sea disfrutable, si el intercambio se vuelve juguetón, sin por eso volverse chicle, uno tiene permiso para sentir alegría. Si te pinchan el globo, no podrán quitarte esos breves momentos de expectativa.
Hablamos de buscar estar cerca de lo real, no de la fantasía. No incentivemos el libre vuelo imaginario así, de antemano. Porque si uno no va y dice hola, o alguna frase al pasar que intente ser simpática, o una cara digna de reírsele en la cara, no pasa nada. Todo en la cabeza. Y muy lindo, pero eso no es de este mundo. Si interacciona con este mundo tiene toda la validez posible, pero si se queda atorado entre las sienes es otra cosa. Que el cuerpo está acá y que la mente está allá. Y se puede vivir así, yo les digo que se puede, pero no sé si es lo más satisfactorio.
Es más fácil, yo digo que es más fácil. Hay una intuición, uno intuye algo. Y esa intuición, que la razón y la lógica no pueden explicar, suele no estar tan errada. El problema es que la mente que habita en aquél mundo (y no en este) no venga a juzgar prepotentemente, a poner distancia. "Es muy gorda para vos", dirá, o "es medio boludo, canta las canciones mientras las baila". En general lo más irrelevante nos distrae de cosas mucho más esenciales, pero mucho más problemáticas. Una persona es una entidad compleja, y por lo tanto problemática. La absoluta imposibilidad de controlarla dificulta todo muchísimo, pero: a) No tenemos otra; b) Esa imposibilidad de predecir al comportamiento del otro puede tener su gracia.
No conocemos nunca al otro, ni siquiera a nuestros amigos y amantes más cercanos. Ni siquiera a la familia. Uno conoce momentos concretos, tal vez algún patrón que uno esperaría verse repetir. Pero en realidad no hay manera de saber qué es lo que define al otro. Por eso hay que percibir: prestar atención a lo que el otro hace en cada momento. Si uno descubre que el accionar del otro le resulta satisfactorio en situaciones muy diferentes, el interés puede volverse algo más profundo, más arraigado. Pero en general para llegar a ese nivel de detalle uno tiene que pasar tiempo con el otro, y si logró pasar el suficiente tiempo como para reconocer esas variaciones de actitud en circunstancias diversas, entonces al otro uno también debe resultarle interesante al punto de permitir el acceso a su cotidianeidad en todas sus facetas.
Prueba y error. Búsqueda y aceptación. Reconocimiento de la particularidad y profundización. Así de complejo es el vínculo humano. Es errático y delicado, es frágil. Uno siempre puede decir algo que hiera profundamente al otro sin tener la intención. Uno omite información para evitar conflictos incluso con las personas más cercanas. Uno hace esfuerzos para mantener la relación. No va sobre rieles, no fluye sola. Es un trabajo diario, cuestión que uno elige si los beneficios son más fuertes que los contrapesos. Suena evidente, ¿no? Pues no lo es. Seguimos tropezando con las mismas piedras. Seguimos dando por sentado las mismas verdades. Seguimos pensando intensamente en cómo dirigirnos al sexo opuesto, porque sabemos que decir lo incorrecto puede generar distancias practicamente irreversibles. Tal vez el tiempo y las necesidades del otro acerquen el vínculo, nunca se puede saber. A veces uno cree que el otro va a retroceder y nunca lo hace, y la espina queda, clavada, indeleble: No me quiso. No le hago falta. Cuando decía que ya no quería verme, lo decía en serio. Esta vez no puedo ganar.
Entonces uno desarrolla el personaje, y lo desempolva cuando la cosa se pone brava. Si lo trabajó bien, será aceptado. Sino, sus ojos jamás se cruzarán con los de los otros. Quien no mira, no quiere mirar. Quien haya chocado demasiadas veces seguidas con el desdén y la indiferencia de los temerosos, se refugiará en su grupo más afín, ese donde uno no teme tanto a salirse del libreto. Es algo que vale la pena hacer, decir eso que uno piensa y sabe que no debería decir. Todo depende del tono. Absolutamente cuaquier cosa puede decirse si uno encuentra el modo de que suene simpático. Se pueden decir las verdades más crudas, se pueden expresar los deseos más profundos, uno hasta puede confrontar abiertamente con el otro si encuentro el gesto justo, el tono adecuado, el momento perfecto. ¿Y lo mejor, qué es? Que eso solo puede hacerse en el preciso momento, que no se puede ensayar o planificar. Hay que estar en el momento, estar presente. En fin, como decíamos antes, percibir. Hay que ser un malabarista de factores, un estadista de variables. Hay que ser preciso y atinado sin ser acartonado, sobre todo con uno mismo. La falta de sinceridad con uno mismo casi siempre resulta en falta de sinceridad con los demás.
Lo que no se hace, se paga, Eventualmente cobra su factura. La palabra que no se dijo y la ocasión que se dejó pasar vuelven como fantasmas, como la construcción atemorizante de la culpa. La fantasía molesta y cíclica de pensar que de haber actuado, las cosas serían diferentes. Es cierto, lo serían, y tal vez en uno de los infinitos mundos paralelos con coviven espacio-temporalmente con este eso pasó, y el destino fue otro. Pero no en este mundo. Este mundo, en el que yo que escribo y ustedes leen, se rigió por las circunstancias concretas que lo fueron conduciendo. No es consuelo de necios pensar que existen otras realidades paralelas donde las cosas sí salieron como yo quería, pero tampoco hay que recostarse en eso y dejarse estar. Hay que reconocer la diferencia entre presionar para que pase el momento y que pase el momento por sí solo, por su propia voluntad. La oportunidad surge, uno escasas veces la fuerza y sale airoso. Puede que lo consigas, pero de ahí a que acabes satisfecho hay una distancia. Saber leer la realidad en su azarosa naturaleza. Presente puro, ni pasado ni futuro. Volver atrás lo menos posible, construir de cero cada vez, con alegre predisposición y sin amargura ni cansancio. Aprender es el sentido final de todo, y si uno no se muestra predispuesto a aprender de cada circunstancia está frito. La tarea primera, es descifrar lo más posible el misterio, encontrar pequeños fragmentos de ese sentido total al que bien podríamos llamar Dios. La esencia secreta de la vida es ese brillo infinito e impensable, pero está velado, no se puede ver. Solo se puede intuir. Solo se revela a partir de la experiencia. Cada vez que uno se entrega a lo desconocido se corre más el telón del brillo secreto del mundo. Cada vez que uno cierra las puertas a esa diferencia radical se pierde la oportunidad de subir un escalón hacia el trasfondo secreto donde todo se cuece. Somos seres imperfectos que vivimos con miedo, el miedo de los otros nos paraliza. Animal egocéntrico, el hombre, atado siempre a la conciencia de ser. Y el goce del pensamiento, motor inacabable, amplía las fronteras de este mundo. Pensar libremente, pensar y repensar la dinámica de este mundo es intentar ponerse en los pies del creador - porque no podemos realmente concebir a este mundo como autogenerado, nuestro ateísmo es solo verbal, decimos big bang pero en realidad solo imaginamos rocas flotando y eso no nos convence. Cuando creamos algo somos dioses imperfectos, y eso nos eleva, nos substrae de tanta miseria tan pequeñita que nos altera la percepción. ¿Cómo llegamos a esta desviación? ¿O así fuimos concebidos, intencionalmente, con fines oscuros, para el propio divertimento de los dioses perfectos que habitan nuestras mentes? Necesitamos pensar que hay algo completo ahí afuera, que no sufre nuestras penurias. Porque eso calma, la idea de lo sublime que nos protege nos salva de ser solo esto, de que todo sea tan difícil, de cargar con el peso que nadie más en el reino vive tiene: el de poder moldear lo que hago con el tiempo que me fue dado.
Somos lo mismo. Todos somos lo mismo. Todos lidiamos con lo mismo. Todos queremos que sea más fácil, menos arduo. Todos tenemos que rever nuestras decisiones al final del día. Todos queremos que nos dejen tranquilos, que el difrute siga, que no nos interrumpan cuando estamos saboreando el momento, que nadie venga a decirnos que lo que somos o hacemos no vale nada. Todos podríamos dar la bienvenida a las deformidades que engendra la mente humana en sus múltiples facetas. Todo podría estar permitido. Todo podría ser tan poco serio como la existencia en sí misma: la planificación rigurosa y el sistema de jerarquías que rige nuestro hacer solo llevaron a la destrucción masiva.


El flujo parece ser eterno. Me brota de la cabeza y siento que es mi deber comunicarlo. Hoy pensé por un momento que ya no necesitaba a nadie y que estaba cerca de la santidad. Después me sentí un idiota. Me di cuenta que necesitaba a todos, que todo el mundo me parece extraordinario, aún en su mayor penuria. Mi dificultad es amar a alguien porque amo a todos, y también los odio, pero los odio porque les temo y ese temor no me pertenece. Ese temor me lo enseñaron. Le temo al que puede hacer lo que yo no puedo hacer, le temo al que consiguió lo que yo no supe conseguir. Hay suficiente para todos, pero a menudo muchos queremos lo mismo. Y no sabemos colaborar para alcanzar el fin, o no sabemos colaborar con el otro porque no nos gusta cómo quiere hacer lo mismo que nosotros. Es una terrible pena que seamos tan apegados al juicio. Porque del choque entre el otro y uno, podría salir una deformidad hermosa. Choque todo es choque, hay que abrazar el choque. Todo se fusiona contra todo pronóstico, todo se transforma, lo querramos o no. El otro al que yo idealizo se está degradando a medida que lo miro con ojos enamoradizos, y mejor es interlazar mi existencia con la suya antes que el infortunio nos lo impida. Y no es por pensar dramáticamente en demasía, pero no es descabellado asumir la inmensa fragilidad de todo, porque todo se desarma. Que sea, que así sea.
Ya no sé si voy a camino a la iluminación o a perderme enteramente de este mundo, preso de las mismas fuerzas negativas que combato. Ese es mi sacrificio, el sacrificio que yo felizmente asumo: renunciar a este mundo para aprender a leerlo. No comer de sus frutos sino describir su apariencia para que otros los sepan comer mejor. ¿No necesite el mundo gente que decodifique la ontología de todo? ¿No es la interpretación un modo complementario a la percepción, como formas de aprehender el mundo? Ojalá supiera como coordinar ambas fuerzas, ojalá supiera gozar con el pensamiento y vivir. En uno soy exitoso, en el otro fracaso. Pero siempre salgo optimista. Algo debo estar haciendo bien, por favor que alguien me diga que estoy haciendo algo bien. Yo solo no me basto.

Saturday, October 23, 2010

Juegos de museo

La tarde fluye en una plaza pública, es sábado, tal vez domingo. Ya pasaron las noches del fin de semana, pienso ahora, ya pasó la locura de conocer gente nueva. Sí, diría que es domingo. No hay nada que hacer, todos los jóvenes salimos a la calle con resaca, arrastrando los restos de la noche anterior. Vamos al cine a ver cualquier cosa, o tomamos café con el o los amigos del alma, no queremos que sea lunes, divagamos tratando de sacarle jugo a las últimas horas de sol del fin de semana. A mí me acompaña un amigo, Mariano, nos vimos la noche anterior y él no se acuerda mucho lo que pasó. Yo me acuerdo pero apenas refrescamos algunos momentos, nada demasiado memorable, pero hay que hacer historia. Caminamos sin rumbo, no queremos ir a ninguna parte en particular, sino que el día nos lleve. Abrimos los ojos, pero el andar es pausado. El peso silencioso del lunes ronda el aire, pero no lo suficiente. Soñamos despiertos.
Estoy cansado. Despierto y lúcido, pero las piernas piden tregua. Entramos a uno o dos museos, chocamos con cuadros y fotos al azar. Me concentro poco, ando disperso, pensando en alguien que todavía no sé quién es. Entonces te veo. Mirás los cuadros de los retratistas venecianos y me doy cuenta de que te interesan pero no te importan. A mí me pasa lo mismo. Los miro, los estudio, pero en realidad quiero mirarte. No sé quién sos, te asigno una personalidad antes de poder elegir. Por un instante te siento cercana. Busco tu mirada, no la encuentro. Sospecho que me mirás cuando yo no miro, o eso querría creer. Las holandesas y alemanas trazan sus recorridos, no son lo mío. Me gusta tu altura, la remera que no alcanza la cintura, ese andar displicente.
No me entusiasmo. Ya estuve acá antes. Ya te vi en otras caras. Ya tuve fantasías veloces y, una vez elaboradas, te dejé ir. No me importó. Ya no me hago mala sangre. Lo que viene, viene. Pero me mirás. Dura un segundo, pero me di cuenta. Es la puerta de un mundo nuevo. Ya sé que vas a ser complicada, ya sé el precio que voy a pagar. Es el juego. Es así.
Girás haca la sala vecina. Miro a Mariano, ocupado mandando un mensaje a alguien. ¿Te sigo? ¿Me atrevo? ¿Tendré algo inteligente qye decir? ¿Querrás escucharme? Las pinturas dejan de existir, los guardias del museo se vuelven difusos. El museo es ahora el territorio de una persecusión. No quiero perseguirte, quiero envolverte. Quiero que tu mundo no tiemble cuando yo diga hola. Quiero ser sofisticado sin ser falso. Quiero romper con lo predecible.
Te vas, te miro partir. Mariano me mira, yo lo miro. Nos sonreimos. La vida sigue, tu vida sigue en un carril diferente. Voy a retenerte en la memoria, al menos unos minutos más. Te alejás y tu jean gastado roza contra el suelo. No puedo. Pienso que podríamos haber sido grandes amantes, pero ya nos volveremos a ver. Otra cara, otro lugar. El destino tiene su propio juego.

Wednesday, October 20, 2010

La vida es tenaz

Hoy es uno de esos días. No me dan muchas ganas de vivir. La gente me llame y me dice cómo estás, yo digo bien, sin muchas ganas de vivir. Ay, por qué estás mal, me preguntan consternados. Yo digo que no estoy mal, que simplemente no veo el sentido de todo. La gente no entiende ese tipo de zonas grises, a la gente no le causan gracia los chistes sobre la muerte. A mí sí me gustan, porque siento que son verdaderos. A mí me encantan las catástrofes, porque nos sacan de nuestros ensueños infantiles, de la negación de que la existencia es finita. Yo no paro de pensar en la muerte, no siento pena ni miedo ni angustia ni nada, solo fascinación. Pero la vida es tenaz, y acá estoy, sentado, escribiendo. Creo que es la única actividad absurda dentro de esta vida absurda que puedo hacer sin cuestionarme. Porque hoy abolí toda acción, toda acción que considero superflua. Hoy no hice llamados, ni arreglé reuniones ni me encargué de trámites que tengo pendientes ni me dediqué a hacer cosas que dan placer. ¿Placer? Qué cosa estúpida el placer, no lo entiendo. Me da lo mismo comer mierda al horno que el mejor manjar. Si me lo ponen delante, me lo como. El sexo tampoco me importa en lo más mínimo, suelo masturbarme solo para sentir algo. Y es rápido, es efectivo y no implica tener que tener largas conversaciones después mientras pienso en las ganas que tengo de echar a la otra persona de mi casa. Fumo un cigarrilo tras otro aunque ya no tengo ganas y ya no me lavo los dientes a la mañana. No veo el sentido. No tiene sentido, nadie me puede decir lo opuesto. Me hubiese gustado tener una vida ordenada, una vida aferrada a este mundo, o aferrada a sí misma. Noto que a mis amigos y familiares les importa y mucho, les cambia que algo sea de cierta manera u otra. Ya no deseo producir nada, no deseo decirle nada al mundo, solo quiero silencio y paz. La larga espera. La larga espera que nada tiene que ver con la esperanza sino con la espera misma. Y yo, que en general me siento viejo, me siento súbitamente demasiado joven, ridículamente joven. ¡El tiempo que falta aún por delante! ¿Qué voy a hacer en todo ese tiempo? Hoy pensaba si mi tiempo no será una larga preparación psicológica para el momento sublime donde me quite la vida, el largo proceso de descubrimiento de cuál es el método más acorde a mí para terminar mis días. Pero no encuentro motivación suficiente para hacerlo, al menos no hasta ahora, no veo de qué modo podría cambiar tanto que ese día llegue. Esa sería una obra gigante, pienso, encontrar minuciosamente el mejor modo de matarse, pero parece que lo mío son solo los pensamientos gigantes, no las obras gigantes. No fui hecho para eñ trabajo, ni siquiera el trabajo necesario para planear el propio final. Ya intenté demasiadas veces aferrarme a esta vida, hacer lo que hacen todos, elegir los detalles, consumir cultura, intentar la extensa aventura del amor, decretar mis principios. Pero la desidia siempre gana, el peso existencial siempre triunfa. ¡Que alguien venga a decirme que algo tiene sentido, que cambia algo hacer las cosas o no hacerlas, que vale de algo embarcarse en prolongados proyectos! No, una vez que uno es demasiado conciente de eso no hay vuelta atrás. Ni psicólogos ni psiquiatras ni píldoras ni tratamientos ni religiones que extirpen el pensamiento malo. Yo creo que es lucidez. Yo creo que soy demasiado lúcido. Y el exceso de lucidez mata. Así es, me creo tan gran cosa que no me creo digno de nada. Me siento tan por encima de la media de los mortales que no tengo nada que hacer en este mundo. Y entonces deambulo solo, por mi departamento, surcando el éter de mi propia mente, pensando, pensando, solo, con mi sombra, con el maullar melancólico de los gatos, esperando, esperando, muriendo a cuentagotas, agotando los recursos, mirando a la humanidad desde mi ventana o desde el reflejo de mi computadora, saliendo ocasionalmente, olvidándolo todo, los días de mi niñez en los que la vida me sonreía, los tiempos de cucharas de oro donde todo era esperanza y candidez, la idílica infancia que me alimentó de saber y buenas costumbres, el fiel cariño de los cercanos, la fe familiar en el hijo pródigo, el último hijo varón del linaje, el portador de las cartas del triunfo, el hijo de papá y la luz de mamá...
¿Y saben qué? A punto estoy de rendirme. A punto de estoy de quedarme quieto, muy quieto, apenas respirando, y esperando, esperando...

Thursday, October 14, 2010

Yo no estoy a la deriva. Soy la deriva

Ojalá pudiese elegir. Ojalá pudiese vivir tranquilo con las decisiones tomadas. Pasan los años y no lo logro, vivo en un constante estado de incertidumbre. Veo a mis amigos y allegados aferrarse a este mundo a partir de sus pequeñas decisiones tomadas y muero de envidia, aún conociendo las penurias que padecen. Hay días en que siento que todo está perdido, en que tengo razón en estar a la deriva. Hay otros en que me juzgo un cobarde, que la eterna indefinición es en realidad miedo a tomar un camino y abandonar todos los otros. Vivir da miedo, es abismal. Si uno no cierra las puertas de lo imprevisto, es abismal. El absoluto caos en el que vivimos, disfrazado de prolijo desfile, es aterrador. Si uno se detiene un segundo a pensar en la belleza enigmática de un rejunte de basura, la vida puede irse allí sin jamás descifrar nada. ¿Para qué?, me pregunto. Para qué hacer las acciones más diminutas si no puedo entender el sentido del todo. No puedo seguir adelante con la farsa de que las cosas importan, cuando la existencia misma parece irrelevante. La muerte es el parámetro de todo, lo que vuelve a todo trágico o absurdo, según el día. Es una existencia finita, lo sé, todos lo sabemos, la cuestión es qué hacer en el medio. O qué elección toma uno para intentar trascender esa finitud. Ser burlón o ser pomposo, ahí la gran elección de todas, la que puede salvarme. Porque hay días en que me digo mejor terminar todo aquí, mejor cortar el cable fino que me ata al mundo de un tijeretazo y cerrar toda percepción, adelantar el final que eventualmente llegará. Otros días digo no, mejor abrazar el vacío, mejor reír a risa salvaje de esta vida inútil y hacer cualquier cosa, la excusa perfecta para la tan ansiada libertad. Entonces me lanzo a ser poético, pero siempre me siento excesivamente prosaico. Porque, en algún lugar remoto, en alguna reminiscencia infantil de futuro próspero, me importa. Todo me importa. Me importa tanto que no veo más allá de mis pies. Perdido en el pensamiento, en las rosas del jardín. Una fuerza moral que ya no puedo controlar prevalece y se impone, rige todas las decisiones. Lo que hay que hacer, lo que otros tienen que hacer, lo que la vida debería ser, lo que la vida no es y por eso deja de valer. No puedo construir edificios o salvar vidas o lavar la ropa sabiendo que me pudro por dentro, que estoy en un trance vertiginoso hacia la nada. No puedo amar desinteresadamente, porque el amor siempre tiene la cara de una salvación temporal a tanta perdición colectiva. Y siempre se descubre, a fin de cuentas, que detrás del amor idílico, del amor cultural, del amor etéreo, hay una persona que se está muriendo igual que uno, que anda por ahí tratando de asir algo del saber universal, y que, igual que uno, falla. Cada día temo, pero también celebro secretamente, la sospecha de que pertenezo a ese tétrico y selecto grupo de suicidas que acaban prematuramente sus días por exceso de lucidez. Si existiese tal cosa como el destino, me ha traído a este callejón sin salida. Ya no puedo mentirme y decir que tendré una formación profesional, un próspero hogar en los suburbios, una familia modelo que encaja en el sistema productivo. Yo no miro a la tierra, miro siempre al cielo. Veo a un árbol y pienso en lo impenetrable de la materia, en la vida secreta de los gatos, en la nebulosa perdida de la memoria. Ya no me conciernen el dinero, las pequeñas traiciones cotidianas, las ambiciones pasadas de grandeza y éxito entre los hombres. Ya no creo en los hombres ni en sus sietemas sociales, ya no creo en el porvenir ni en la seguridad de los objetos. Finalmente, parece que logré lo que ciertos sabios panfletariamente predican: soy puro presente.

Saturday, October 09, 2010

Guardianes del sueño

Amanece. Ella duerme y yo vigilo su sueño. Mi amiga, mi hermana, rechina los dientes molesta por mi constante teclear, pero no dice nada. Acepta. Hablamos durante horas, mitigamos nuestras penurias de amor a la luz de una lámpara diminuta. Ella se posa en la cama y yo sigo ansioso, invadido por un ansia existencial que parece apoderarse de mí cada vez más seguido. Ella escucha, asiente, cada tanto se ríe. Afuera no hace ni frío ni calor, podría ser una estación indefinida. El cielo se torna azulado, por el lapso de unos instantes naranja, pronto será celeste. Y yo no puedo dormir, no quiero dormir. Porque la hora crepuscular me abriga, su fugaz existencia parece durar días, reina un silencio que ahuyenta mis fantasmas. Fue otra noche de exorcisar demonios, múltiples personalidades que no cesan de salir. El proceso es eterno, parece, todo indica que será así hasta el final. Pero cuando nos encontramos, y cerramos las puertas del mundo entre cuatro paredes, el vértigo parece disminuir. Pensar y poner en palabras nos calma, saber que somos comprendidos nos apacigua. Porque el amor no fue amable con nosotros, o nosotros no fuimos amables con el amor, quién sabe ya a esta altura. Ambos podemos decir que hemos aprendido más de la derrota que del triunfo, ahora nos tenemos el uno al otro, no como amantes - porque la palabra parece pueril a estas instancias - sino como hombros que se ofrecen, oídos abiertos, un mutuo socorro a la soledad infame de ciertos días. Somos lo que podemos ser, lo que la ocasión permite. Pero prefiero esto al vacío, al traquinar metálico de mi mente sola, que no descansa, que puebla el éter con pomposas ideas que cada día parecen más lejanas de lo tangible. Algún día, me digo, llegará el amor, la encarnadura de viejas fantasías perdidas, el sutil delirio de noches tórridas y mañanas de abrazos. Por ahora tenemos la palabra, la mirada atenta del guardián junto a la cama. Ese soy yo, el soldado herido, el que guarda el sueño de los vulnerables. Algún día, en alguna habitación que aún no vislumbro, alguien me cuidará el sueño a mí.

Friday, October 08, 2010

Escribir

Ayer estaba cenando en Villa Malcolm con algunos compañeros de teatro y tuve una revelación. Bueno, en realidad habría que poner en tela de juicio eso de las revelaciones, pero digamos sencillamente que me salí del hilo de la conversación para quedarme como en estado de trance, mirando atontado a un ventanal superior que se había vuelto furiosamente rojo por el rebote de una luz. En medio de esa superficie rojiza traslúcida, unas ramas de árbol dibujaban su silueta negra recortada, como si fueran viñetas de tinta china en una historieta de Hugo Pratt.
El motivo de mi distancia era la necesidad de pensar. Porque uno piensa constantemente, pero a veces necesita solamente pensar, como una acción aislada, como una única maniobra, así como a veces uno necesita respirar hondo, más allá de lo meramente mecánico que implica a la subsistencia. Una de las chicas presentes dijo que había empezado a actuar a los siete años. ¿Siete años?, pensé, pero qué precoz. Yo no, razoné, yo empecé a actuar como a los veintitrés. Suele ser común, fue mi siguiente pensamiento, que la primer actividad que uno elige desarrollar sea la que acaba marcándolo, al menos en el terreno de lo artístico. Yo no me decidí a actuar de adolescente, a pesar de que muchos me lo sugirieron. Yo no agarré una cámara a los once años y salí a filmar películas de terror barato con mis amigos. Yo, si hago memoria, lo primero que hice fue escribir. Escribir en la secundaria, leer y copiar a cuanto autor me pasara cerca, entregarme al placer solitario de poner palabras en una hoja, de improvisar sobre la marcha en base a una idea previa pero sin destino fijo. Yo, de tener que elegir una actividad que me da constancia, escribo. Y entonces me pregunto, alejándome de la conversación con los ojos clavados en un gato fugitivo o en un ventanal damasquinado por una luz insolente, si realmente no pierdo mi tiempo pensando en actuar, pensando en filmar. Porque nada indica que el deseo esté puesto allí, no hay un motor visceral que me fuerce indefectiblemente en esa dirección.
Dentro del sinsentido de la vida, navego solo en una casa, mis pensamientos ocupan todo el ámbito y lo pueblan, a tal punto que no necesito muebles. Pero hay voces allí atrás que no registro y que, sin embargo, son mías. Soy yo, hablándome a mí, intentando que yo misme escuche. Pero yo soy yo, el que está de este lado, y no el o los que están de aquél lado, intentando filtrar el mensaje. Yo soy el del hemisferio izquierdo, el que intenta unir las piezas del puzzle, el que mete en cajas las ideas importantes. Y el que construye puentes de papel con el otro lado, puentes que se rompen a la primera brizna, porque aún no hay firmezas o descubrimientos los suficientemente significativos como para que ambos lados se junten, sean uno. Falta una actividad que los unifique, que defina al ser completo como una unidad compleja y no como una multiplicidad ridícula, una esquizofrenia pueril. Mirando a la ventana, pensando en la infinitud del mundo y en la finitud de la vida, del absurdo despertar de cada día y del derrotero personal, lidiando con los objetos que el mundo arroja arbitrariamente, digo (dije, y ahora digo): escribir. Tengo que escribir.