Tuesday, April 28, 2009

Gasti

Gasti perdió su ojo izquierdo a los ocho años y eso lo hizo crecer de golpe. Anda con la manada, pero en realidad está siempre solo. En la Sagrada Trinidad ya nadie hace preguntas, ni siquiera los pendencieros que buscan la ruina del vecino. Algo han aprendido esos niños sobre la mínima cortesía; los motivos se saben, algunos pesares no deben mencionarse jamás, tal vez porque el regocijo de esa humillación ya surtió efecto, tal vez porque hay rostros que, sin decir lo que les pesa, lo están diciendo alto y claro. Gasti nunca se queja y habla franco, si acaso decidirera hablar.
El buzo le queda grande pero nunca se lo saca, lo prefiere toda la vida por sobre el uniforme llano, no le gusta el cuadrillé y la camisa lo encorseta. No es solo por el viaje de egresados inminente que lo lleva noche y día, sino porque dice su nombre, como la insignia de un guerrero: Gasti, dice el buzo, en letras bordó bordadas, sobre el blanco siempre sucio del algodón del Once.
Ustedes se van siete días, si quieren salir el octavo día pueden, chicos, pero es tema de ustedes, dice el coordinador, que no alcanza los treinta y es regordete, de pelo ralo y de cachetes hinchados. Su discurso tiene algo de marcial, pero más tiene de desinterés y de desgano. Bien podría estar hablando ante un concilio de monaguillos como un obispo en oficio. Las chicas, altas e inestables, se lamentan de que el coordinador sea un ensayo de obeso sin bíceps ni credenciales. En su silencio, o en sus reuniones de alcoba, hablarán de ese lamento, queja de colegiala con ambiciones de mujer.
Las chicas no lo miran a Gasti, lo tratan como a un cachorro. Nunca ha besado a ninguna y tampoco sabría cómo conseguirlo. Una vez, escabulléndose en el baño de mujeres que queda detrás del aula de Química, una tarde de otoño, Gasti, escoltado por Orellano, vio el pezón prominente de una compañerita desde la impunidad de una ventana alejada.
El tío Raúl siempre le pregunta a Gasti, cuando su mujer está en la cocina preparando las ensaladas para el asado, si la puso. Gasti no responde, mira fijo a la panza prominente y a las manchas de vino en las comisuras de los labios y espera a que el diálogo cambie de rumbo, o que las bandejas de carne que trae papá Horacio finalicen el interrogatorio. Pero es persistente el tío Raúl, no le basta con el cargo nominal: desea con fervor y con nostalgia encarrilar la vida de ese chico taciturno que le tocó de sobrino. Gasti solo quiere que lo dejen tranquilo, golpear las botellas de plástico contra los troncos de los árboles a la salida del colegio y ser el dueño de la cuadra, gritarles puta a las chicas que le pasan al lado y mirar fiero con su único ojo a los chicos más chicos, ahora que tiene el privilegio y el derecho a tiranía de un alumno de quinto año.
Un lunes de brumas, Lucrecia, la profesora de Literatura, en un inusual rapto de romanticismo, les habla a los escépticos alumnos sobre lo ardua que es la vida del escritor. Escribir es un trabajo muy doloroso, y muy sufrido, les dice. Musacchio piensa en su padre, que dirige una fábrica automotriz en Pilar, y susurra por lo bajo algo que hace reir a Carolina, que es la más desarrollada de las chicas, con sus pechos erguidos y sus mejillas de rubí. Lucrecia, corrida por un instante de su rol de institutriz, se ha lanzado a un paréntesis gigante sobre los tormentos de las grandes luminarias de la literatura: Cervantes perdió una mano, Quevedo era jorobado, Borges se quedó ciego y Beethoven, que no escribía libros pero sí unas melodías deliciosas, se quedó sordo. Musacchio sigue endulzando los oídos de Carolina, que no lo mira pero que responde a todos y cada uno de sus comentarios. Gasti piensa que Musacchio es un idiota, un deficiente que cae bien porque compra a todo el mundo con golosinas y cigarrillos o con sus chistes fáciles que roban sonrisas involuntarias. Pero más lo enoja que Carolina, que es bella y sensible, festeje a ese bufón adinerado. No podría importarle menos el destino de los literatos que tan poco lo atraen, pero le ofende profundamente esa escena de coqueteo obscena, ridícula. Chista Gasti, exige silencio reverencial de parte del cortejante y de su presa. La declaración de guerra no pasa inadvertida. Borges sufrió de ceguera en sus últimos años, dice Lucrecia, pero eso no detuvo a su genio creador. ¡Entonces Gasti es un genio!, grita Musacchio, ante la carcajada general. La afrenta es tan grande que Gasti calla, y una lágrima amarga corre por su único ojo vivo.
Al siguiente encuentro con el tío Raúl, el mismo diálogo se repite, como un vinilo atascado. Las chicas, quiere saber Raúl, ¿Qué pasa con las chicas? ¿Debutó finalmente Gasti, sintió esa adrenalina de penetrar a una mujer y verla extasiada? Gasti cree que la pregunta es repulsiva y se avergüenza, pero desearía poder responder que sí, que ha cumplido con su tarea de macho y que ha hecho gozar a una mujer como nadie antes. Le gustaría poder afirmar que Carolina quedó desparramada en las sábanas como hacen las mujeres después de las escenas de sexo, después del fundido encadenado que revela la mañana del día después.
¿Entonces?; insiste Raúl. Entonces, nada, dice Gasti, que no tiene ni fuerzas para fingir. ¿Nada? Nada. ¿Y por qué? ¿Cómo, por qué?, grita Gasti con una voz aflautada y húmeda, porque soy un monstruo. ¿Un monstruo? Yo a tu edad era obeso, y al final a nadie le importó. Lo abraza, el tío Raúl, pero con uno de esos abrazos violentos, que ponen distancia del afecto verdadero y que dejan los pelos revueltos y los ojos parpadeantes. Vos dále para adelante, dále. Gasti no entiende qué quiere decir con eso.
En el baño de colegio, en el recreo de la clase de Algebra, Orellano le muestra a Gasti un cigarrillo armado muy fino y muy largo. Es porro, le dice, marihuana. Lo encontró en el cajón de su hermana Silvina, mientras trataba de encontrar plata escondida en algún rincón del cuarto que ambos comparten. Le propone fumarlo esa misma tarde, a la salida, a la vuelta de la heladería. Gasti preferiría no hacerlo, pero hay cosas en la adolescencia que no se eligen, que se hacen y punto.
Al terminar la jornada, Gasti y Orellano se escabullen tras una camioneta grande al lado de la heladería y, mientras uno hace guardia, el otro le da unas pitadas sufridas al porro, que acaba doblado y mojado hasta la mitad de la succión constante. Gasti se siente un poco mareado, al principio siente un leve malestar, luego las cosas giran y cree que los sonidos se oyen un poco más fuertes que lo habitual, o tal vez es su percepción. A través del ojo ve las cosas de otra manera. Comienza a reír, Gasti el tosco se vuelve Gasti el burlón. Se siente tan confiado que podría desafiar a Musacchio y vencerlo en un concurso de chistes. Corre hacia la puerta del colegio nuevamente, no sabe bien con qué fin. Su botella habitual, aquella con la que suele golpear troncos, es abandonada y descastada con un patadón furioso. En el momento en que la botella impacta contra la vereda, Gasti se cruza, frente a frente, con Carolina. Está reluciente bajo la luz tibia de las seis, espera a que la pasen a buscar mientras hace girar en falso a su zapato, cuyo cordón pende sobre la baldosa sin jamás llegar a tocarla. Al verlo correr impulsivamente, Carolina se exalta y se asusta, pero Gasti, quien usualmente le hubiese dicho puta o la hubiese mirado con cara de bulldog, se detiene ante ella y sonríe. Sonríe sobre sus dos pies, holgadamente, sin tensión y sin disimulo. El monstruo se detiene elegantemente ante la princesa y, sin pensarlo ni rumiarlo, le hace una reverencia y luego la mira con su único ojo franco, con un ojo verdadero y cándido. Ella se sonroja y, sin dejar de menear el pie, le sonríe nuevamente. En ese momento, Gasti, que siente el impulso feroz de seguir su marcha, se encoge de hombros y explota en una carcajada feroz y contagiosa. No se queda para contemplar su nimio triunfo. Corre Gasti, corre, huye como un predador por las calles de Colegiales, gritando a viva voz que algo se quebró y que algo está por moldearse.
Al llegar a su casa, encuentra un paquete del tío Raúl. Al abrirlo, se encuentra un parche negro de fieltro, digno del mejor pirata. La nota al margen es igual de pintoresca:
¡Dále, Titán, a ver si ahora con esto la ponés!

Sunday, April 26, 2009

Variación sobre el tema del asco en días de domingo

En la luz ocre de domingo sin flores corre las cortinas justo lo suficiente como para poder ver los vestigios del jardín de los ancianos, que ya empieza a deteriorarse. La palmera está seca, ríspida, una silueta de espanto. Entre las sábanas todavía húmedas duerme ese cuerpo efímero cuyo olor a extrañeza le resulta aterrador. ¡Ese cuerpo, qué tragedia horizontal! Esa mujer, de la cual nada sabe, nada sabrá jamás, nada querrá saber. Esa mujer y ese olor a cigarrillos robados, a vino volcado sobre camisas de lino nuevas, a resaca de rostros contorsionados de tipos con pecas por doquier y bocas deformadas por malos besos. Asco siente, asco que no se lava con agua, asco de siglos y de culpas, asco impregnado en cuerpos, en ideas, en vínculos, asco por la extrema fragilidad de la vida en el planeta, por los fluidos, por los suspiros, por la decadencia y por la negligencia encarnada de esa palmera gris, solitaria, senil como los ancianos.
Y esa mujer, qué castigo esa mujer, un cuerpo pero también una historia y un anhelo, una esperanza disfrazada de cautela. Y él, un panel de metal, una lámina de acero inoxidable y un motor regular, automático, un artefacto de tejidos y viscosidad.
Querría vivir en un mundo perfecto donde la disciplina reine, donde todo sea antiscéptico, donde no se evidencie esa humanidad brutal en los sudores en la frente, sin lágrimas pusilánimes, sin caricias y sin penas, sin risas arbitrarias ni ambiciones de poesía. ¡Qué asco, qué tragedia, qué fracaso! Si tan solo pudiera, borrar a esa mujer, borrar la transpiración seca en esas sábanas, borrar la luz deprimente de mediodía nublado, borrar a la palmera y a los viejos - que no son más que una visión de sí mismo futura en tiempo presente - y después borrase a sí mismo, qué asco ser persona, qué tragedia, qué experiencia futil e inmunda como excremento de buey y tormenta de arena y el cielo abierto como una puñalada a la hora del almuerzo.

Thursday, April 16, 2009

Trenes y aviones

Extraje el alicate recién comprado en el Farmacity de Santa Fe y Suipacha y empecé a cortarme las uñas, ahí, en la plazoleta en medio de la Nueve de Julio, ante la mirada atónita de la parejita que se mataba a besos. Los amantes se prodigaban amor en público, ante la mirada - a su vez - de los peatones que corrían a encerrarse en oficinas, a reuniones de negocios en cafés o a encuentros urgentes con amores fugaces con una agenda ajustada.
Yo no corro, no tengo por qué correr. Como un buen flaneur - ¿No era ese el término que usaba Baudelaire para hablar de los paseantes parisinos, ese estudiosos del comportamiento humano que se montan sobre la fachada de la haraganería para hurgar en las miserias y los goces? -, yo no corro. Recordé que me había salteado el almuerzo y, más por respeto al organismo que por hambre, decidí sentarme en La Madelaine a comer un tostado y tomar Coca-Cola. Pero, antes de sentarme parsimoniosamente a exhibir mi desidia en una mesa de la vereda, me topé con Luqui, lo que parece ser un encuentro fortuito que repetimos semanalmente, sin citas ni indicios.
- ¿En qué andás, Luqui?
- Voy a comprarle un avion para armar a mi viejo. Es el cumpleaños.
- Bueno, vamos, te acompaño.
Y juntos fuimos a la tienda de reliquias infantiles. Llamarla juguetería sería faltarle el respeto a ese templo de la miniatura, sería pasar por el alto el trabajo minucioso de hombres que invierten gran parte de su libido en réplicas de tanques, locomotoras y soldaditos que alguna vez pelearon guerras de secesión y batallas míticas, aunque más no sea en la mente de su creador.
Mientras Luqui le explicaba a uno de los vendedores, un tipo de unos sesenta con camisa a cuadros y anteojos pendidos del cuello, yo inicié una conversación informal con otro, uno más joven y regordete, un tipo de frente amplia, cachetes rosados y una barriga bien llevada de asados y vino.
- Ando pensando en armar una maqueta con trenes, algo no muy sofisticado. Es para una filmación - dije, mintiendo a medias - ¿Me podría tirar un presupuesto?
- Y, mirá. Algo básico podría ser una madera de dos por uno. Una sola vía, digamos, un cilindro. Un óvalo. Eso te saldría unos mil doscientos, entre mil doscientos y mil quinientos pesos más o menos.
- ¿Y si le pongo arbolitos y casitas?
- No, eso no varía mucho. Ahora, si le querés poner ondulaciones o cambios de vía, o vagón remolque, eso es otra cosa.
- ¿Y si le quiero meter un túnel y montañas?
- No, más o menos lo mismo. Puentes te diría que no, porque en un dos por uno no tenés espacio para puentes.
- Entonces me saldría unos mil doscientos, aproximadamente.
- Claro, sin contar la locomotora y el transformador. Eso te sale unos ochocientos cuarenta, descontando las vías, que vendrían con la maqueta. Digamos que saldría unos dos mil pesos todo.
- Pero mire que tiene que ser vistoso. Digo, es para que aparezca en cámara.
- Sí, ¿pero cuánto se va a ver? Tiempo neto de cámara, digo.
- No sé, unos cinco o diez minutos, a lo sumo.
- Por eso, esto va a andar bien. Por unos dos mil pesos te lo armo. Dáme quince o veinte días y lo tenés. Te va a quedar precioso.
Quedé en contactarme con él en cuanto supiera las fechas de rodaje, fechas ficticias, dado que el rodaje sería mío y no creo tener dos mil pesos para invertir en ferromodelismo.
Mientras tanto, Luqui había elegido ya un modelo de avión de trescientos cincuenta pesos y estaba encantado con la elección. Faltaba que apareciera su hermano, el socio capitalista, y la transacción estaría sellada. Sólo quedaba esperar, y me ofrecí a acompañarlo en la espera. El modelo que Luqui había elegido, llamativamente, despertó una apasionada conversación entre el vendedor que me había atendido y un tercer vendedor, un hombre de unos cincuenta años y calvicie prominente, quien tenía ánimos de aleccionar al de bigotes sobre la historia del avión, un Boeing B-29 que se había fabricado a fines de 1941 y que había entrado en servicio en los últimos meses del 43. Ambos aguzamos el oído y escuchamos con disimulo al coloquio único de la cual éramos testigos.
- Este tenía armas en todas partes. Vos podías disparar de adelante, de acá, acá y hasta de atrás. Con estos bombardearon Hiroshima y Nagasaki.
- ¿Con estos?
- Sí, eran aviones fantásticos. Todo funcionaba en forma independiente, estaba oprimizado. Mirá, acá está la mesa del navegante. La verdad es que era un avión fantástico, muy electrónico, muy electro-mecánico, pero tenía muchos problemas. Al principio se incendiaban los motores. El problema estaba en el séptimo cilindro del segundo round, el segundo de catorce... no, de dieciocho.
- Qué bárbaro. Pero le encontraron la vuelta, al final.
- Sí, claro. ¿Viste que tiene deflectores de aluminio? Son como aletas. Tuvieron que hacer un estudio para que el séptimo cilindro del primer round pasara al segundo round, para que no se les incendiaran los motores. Sabés que a este bombardero lo diseñaron para bombardear a unos nueve mil metros de altura, pero, en realidad, las mejores prestaciones se dan a mil metros. Para agarrar a los japoneses de noche... cuando Curtis Le May agarró a estos aviones, los bajó de altitud y funcionaron mucho mejor. Con estos destruyeron Tokio, y en ese ataque murieron unas ciento diez mil personas. Hay quien dice que fueron unas sesenta y ocho mil, pero fueron más. Este avión fue el más eficaz, y eso que ahí lo llevaron a los diez mil metros.
- ¿Pero los japoneses no tenían defensa antiaérea?
- No, no tenían radares. Los japoneses pusieron lo mejor en artillería, pero no tenían radar. Lo que tenían eran antenas antirradar, que avisaban si había algo cerca que lanzara ondas de radar, pero no sabían si era un avión, un barrilete o qué otra cosa. Identificaba al enemigo, para eso era. Este objeto, una vez que identificaba a la onda, debía responder. Si se prendía la luz verde, era un amigo. Si se prendía la luz roja, apagaban el aparato. IFF, creo que se llama.
- ¿Y cómo fue el bombardeo?
- Tiraron bombas incendiarias M-47 y lo incendieron todo en cuestión de minutos. El tema es que Tokio, que era toda de papel y madera, se prendió fuego inmediatamente. Los últimos aviones, que venían a tres mil metros, subieron en un minuto a cinco mil, por el calor, que llegó a los mil grados centígrados por efecto de las tormentas.
- ¿Y a Tokio desde dónde entraron?
- A Tokio venían de las Islas Marianas, ahí tenían como mil doscientos aviones listos. Desde China llegaban a las islas japonesas, pero no hasta Tokio.
- ¿Los japoneses nunca llegaron a la India?
- No, llegaron a Birmania y a Malasia. Pero a la India no.
- ¿Y a Vietnam tampoco?
- No, a Corea sí llegaron, porque era japonesa, pero a Vietnam no, porque era china. No era un problema de gente, eran un montón los japoneses. El problema de la India es que requería de una invasión naval, y que además por ahí andaban los ingleses, que todavía eran fuertes. Algo hicieron los japoneses, igual, en el Indico, pero los ingleses tenían a la Fuerza Z, creo que así se llamaba. Los japoneses tenían menos aviones y un portaviones viejo. Igual, creo que a los ingleses les hundieron el George V y el Ripolls, si no me equivoco.
En ese momento llegó el segundo inversionista, concretaron la formidable compra del Boeing B-29 y, con un poco de conocimiento de la historia de la aeronave, partieron a su casa, a esconder el regalo hasta el día siguiente. Yo procedí a sentarme en La Madelaine y, como un buen flaneur, me comí un tostado, me tomé una Coca y miré a la gente pasar, hasta que la noche y el cansancio me dieron respiro.

Sunday, April 12, 2009

Intangible

Ella venía de una familia bien, de esas que te crubren todos los pantanos. Vivían en un jardín flotante y, más allá del barrio, respiraban libertad. Los hijos habían salido bastante bien, sanos y alimentados, y se veía que no se detenían en tonterias, que hacían preguntas inteligentes. Los años pasaron, y las niñas se hicieron mujeres. Mujeres bellas, agraciadas por una belleza interior, seguras de su camino. Y esas mujeres crecieron, y se abrieron paso, pelearon por lo que querían y consiguieron su lugar, primero pequeño, luego mediano y, a fuerza de empujones, grande. No sé si enorme, ¿pero quién quiere enorme? Ellas pensaban que el dinero no hacía a la felicidad, y así siempre acababan en algo placentero, o disfrutable, aunque no siempre bien remunerado. Las tragedias familiares dejaron secuela, pero eso solo las hizo más fuertes. Al momento de sonreir, su sonrisa era plena, no se quedaba a medias tintas. Como si la experiencia de la muerte les hubiese hecho estar en términos con la finitud, como si ahora no quedara más que sonreir y ponerle el pecho a las balas.
Los hijos varones también salieron bien, pero esa es otra historia.
Mientras ellas florecían, cada día más hermosas, cada día más enteras, el hombre particular, el de los rituales y el torturado, las miró pasar y, rindiéndose a un bostezo, soñó con ellas y se fue a dormir.

Friday, April 10, 2009

Niñez

Cuando yo era niño, en primer grado, rondando los seis o siete años, hacía muchas cosas. Algunas me vienen al recuerdo con bastante nitidez, otras son borrosas o juraría que le pasaron a otro. A los siete, yo tenía el pelo muy corto y una trenza muy larga, y los más grandes me decían puto. Mamá y papá estaban encantados con mi trenza, supongo que me daba un aire oriental, o que me distinguía del resto de los mocosos. Creo que ya ellos pensaban en criar a un hijo que se distinguiera y ese mandato, enterito, me cayó a mí. Pero el psicologismo me interesa más bien poco. Prefiero rescatar el "asadito pochengo", el momento del día donde alguno traía fideos crudos y los lanzábamos arriba de la estufa para que se cocinaran parcialmente y luego comerlos. No era que el estado original cambiara demasiado o que tuviera mejor sabor, estaban casi igual de crudos. Pero el manjar no era gustativo, sino lúdico: jugar, jugar a todo, pensar al mundo como un parque de juegos.
Siempre le pegábamos a Matías Arena. Eramos pequeños sádicos salvajes. No solo era desleal el embiste, todos contra uno, sino que venía acompañado de un chantaje: divertinos y juramos que no te pegamos. Queríamos ver "las morisquetas de Canal 9", nombre que nunca entendí de dónde provenía ni quién lo acuñó. Matías nos hacía las morisquetas, un compendio de mutaciones faciales y contorsiones de los músculos que nos hacía a reir a carcajadas. Una vez acabadas, Matías buscaba nuestra aprobación y su fianza, pero el castigo era inamovible. No era saña, sino un ritual. Matías Arena nunca se salvó de los golpes, su madre tuvo una extensa charla conmigo para rogar que Ezequiel y yo dejáramos de ordenar la paliza y, poco después, lo cambiaron de colegio. Yo nunca acaté su pedido, tal vez porque siempre fui un defensor de las tradiciones.
Mi novia se llamaba María Paz. En realidad, no era mi novia. O era tan novia mía como de Martín Suaya o de cualquiera de los chicos que se lo propusiera. María Paz era delgada y huesuda, su tez era cetrina y de frente amplia, nunca flequillo y el pelo siempre recogido. Era más bien fea y más bien insulsa, pero despertaba nuestras pasiones. Ibamos a su casa en tandas y llevábamos a cabo una ceremonia: en un armario o detrás de una puerta, ella se bajaba la pollera del uniforme, el candidato de turno se bajaba sus shorts y, con el pequeño miembro erguido, nos recostábamos sobre ella y nos quedábamos estáticos. No había penetración ni movimientos espasmódicos, apenas contacto. Ese era el goce: tocarnos la piel. Había días en que ibamos de a varios a la casa de María Paz y nos turnábamos. Ella nunca se quejaba y tampoco parecía cansarse.
Tuve varios episodios sexuales en esos tiempos. A una maestra de la que nada recuerdo le toqué el culo. Tampoco recuerdo su culo, si al menos era redondo, o carnoso, o flácido. Me inclino por esta última opción, dado que para un niño de siete años un culo enorme es más divertido que uno parado. La maestra mandó a llamar a mis padres, por eso y por decirles a mis amiguitos que en un libro con muñecos había dos conejos que "estaban cogiendo". Mis padres acudieron a la reunión y regañaron a la maestra. Mi mamá, psiconalista de niños, le explicó a la maestra que los niños a esa edad están descubriendo la sexualidad y que no hay nada malo en ello. Que era ella la equivocada en censurar el comportamiento de los alumnos. Creo que las relaciones entre el colegio y mis padres nunca más se recompusieron, porque mis padres siempre estaban de mi lado.
Una vez me agarré a las piñas con Mariano Federman en la cancha de voley porque él no nos dejaba jugar al cabeza. Mariano era más grande y estaba convencido que era lindo. Se comportaba como James Dean y en los micros al volver del campo de deportes se aferraba a su miembro constantemente con las piernas apoyadas en los asientos. Los demás los mirábamos con admiración: no solo estaba cómodo con su cuerpo, sino también con la sexualidad y con el deseo. Hablarle era un desafío, había que cuidar las palabras. Una vez me atreví al diálogo franco y a cambio recibí un golpe seco en la frente y un grito en la cara: ¡Lisiado!
Supe estar muy enamorado de Romina Carniglia y, para impresionarla, le conté que usaba gomina al salir de la ducha y que me hacía un jopo. Se río en mi cara y nunca entendí si había algo de ternura en su carcajada. También le declaré mi amor a través de una carta a una chica rubia cuyo nombre no recuerdo. Era compañera de los mellizos Tesone y, como yo compartía el pool con ellos - las madres se turnaban, un día a la semana cada una, para dejarnos en nusetras casas -, le pedí a Andrés que entregara la carta. Al día siguiente, camino al baño, la chica me encaró y yo me atrincheré. Nunca pasó nada. Cerca de esa época fue cuando corrió el rumor de que a Ati lo había expulsado por moler tiza y hacerle creer a un compañero que era cocaína. Yo estaba escandalizado: había escuchado nombrarla, pero no conocía a nadie que la hubiera tenido cerca, aún si era de mentira.
Mi relación con Nadia fue breve y poco profunda. Ya nos veníamos mirando, el colegio primario se terminaba y la calentura era algo más establecido, más normal. Uno anhelaba que llegara la secundaria para intentar tener sexo, pero para eso faltaba aún un año y medio. Yo mandé a Gato o a Guido Gonnet, no recuerdo, a preguntarle a Nadia si "se quería meter conmigo" y, al rato, el mensajero volvió con la aceptación. Era un hecho: tenía novia, todos podían saberlo. El beso tardó en llegar. Se hacía a escodidas, en alguna habitación de la fiesta pertinente. Besos sin lengua, besos de labio. Bailábamos lentos, nos cruzábamos en los recreos (ella iba a A, yo iba a B), yo trataba de impresionarla en el campo de deportes y creo que lo lograba. En algún momento no sé qué pasó y yo escribí con Liquid Paper en un banco que ella era una puta fácil. Nunca pensé eso verdaderamente, y tampoco sé por qué lo hice. Creo que necesitaba salirme del corset de un compromiso, cosa que me pasa y me pasó siempre, aún hoy. Ella me preguntó si era cierto que estaba haciendo el ingreso al Buenos Aires, yo negué y, al año siguiente, empecé primer año en el prestigioso colegio de la capital. El diálogo se acabó.
Pero no me fui en calma, no. Me fui haciendo ruido. Cuando River perdió la final de la Copa Intercontinental con la Juventus, escribí en la tabla periódica "italianos de mierda, soretes, que se mueran todos", o algo por el estilo, una furia pueril. La profesora de Química se salió de sus casillas. A la dirección, me dijo. Me negué. "Esto es mío y con mis cosas hago lo que quiero". "No, este es material del colegio y estás en un ámbito educativo, esto no se puede escribir". Su argumento era idiota y yo estaba convencido de tener razón. Acaté la orden y me ligué amonestaciones, pero mis principios nunca se mancharon. Mamá, al hablar con la Rectora, una mujer reaccionaria e hija de militares que se apellidaba Varela, volvió a darme la razón a mí. "Escuchemé, Marta", dijo mamá. "¡Mónica!", retrucó Varela, indignada con el error.
Después vino el episodio de la pared, cuando uno de los chicos vio que una de las columnas tenía un huequito y empezó a escarbar. Sacó concreto y más concreto y descubrió que la pared era hueca. A todos nos gustó la idea. Metimos dedo, luego mano y, finalmente, empezó el concurso de pegar patadas a la pared, a ver quién sacaba más material. Yo, que había pegado el estirón y que tenía un pie considerable, pegué un tremendo patadón y arranqué la mitad de la columna. A Hugo, el buchón de Varela, la cosa le pareció atroz, impresentable. Todos a dirección. La sentencia: diez amonestaciones a cada uno y el deber de venir un sábado a arreglar la pared con un balde, cemento y una palita. Chicos y padres pusieron el grito en el cielo: eso era doble castigo. O nos daban amonestaciones o arreglábamos la pared. No hubo acuerdo. "Por suerte te vas de ese colegio", dijo mi mamá cuando terminé el ingreso al Buenos Aires.
Martín Seldes y su madre Ana María, que era bailarina y eso implicaba para todos nosotros que participaba en orgías. "A tu vieja se la cojen los cubanos", le decíamos al pobre, que tenía que repartir golpes para defender el honor de su madre. A Fefe lo burlábamos con su color de pelo. Una vez, haciendo oraciones para la clase de lengua, escribí: "Fefe es colorado porque en el momento de tenerlo su mamá tuvo una menstruación". En su momento me parecía genial. Por suerte a esa maestra las cosas mucho no le importaban.
Así pasaron los años de la primaria, años de formación y de anclaje a un mundo de castas, un mundo de dinero y de pretensiones de aristocracia. Nosotros éramos judíos, con lo cual siempre tuvimos un cable a tierra. Mi abuelo fue sastre y supo lo que es el hambre, con lo cual nunca se perdió un sentido social, ligado también al pasado comunista de mi abuelo. Fue preso con Onganía por organizar cooperativas y la abuela lo sacó al poco tiempo. Pero bueno, eso, los años pasaron y al entrar al Buenos Aires un mundo se abrió, mi cabeza se abrió y hasta mi perspectiva de las cosas. Atrás quedó ese niño bien de aventuras sencillas en un claustro institucionalizado. Alguna vez también me habré cagado en el pantalón porque no me dejaban ir al baño en calse de educación física (Aconcagua le decíamos a Carlos, el profesor, porque siempre parecía tener el pene erecto y se notaba en el jogging) y algunos logros tuve, como competir yo solo en un intercolegial por no haber ido al viaje de egresados y hacer que el colegio termine décimo de veinte.
Así pasa la gloria del mundo y así se viven los recuerdos, mediados por la nostalgia y por la perspectiva del tiempo.

Thursday, April 09, 2009

La Plata, parte uno

Estábamos en El Imaginario bajando la birra como beduinos en el desierto. A tragos grandes, con ímpetu, en tandas de a dos. María, dos más, decíamos. Y la comparábamos con la moza nueva, la que parece que tiene tetas grandes pero en realidad es el corpiño que engaña...
Nos fumamos un porro en puerta, para afinar el tino. Apareció Lila, con una campera de nylon negro, brillosa. Como siempre que la veo, pensé en cogérmela. Como siempre, estaba con un flaco, un tipo de cara de niño y aro en la ceja. Esta mina cambia de tipos como de vestuario; pero no la cuestiono, la respeto. Su intensidad es tan roja como su pelo y sus tetas son maravillosas. De hecho, su cuerpo es como una selva tropical: abundante y húmedo.
Empecé a hablar con Marina de temas que solo ella y yo podíamos hablar en esa mesa. Naza desconfió y aguzó el oido.
- Seguí en la tuya, le ordené.
- ¿A qué vas a La Plata mañana?, me respondió, astuto. El tipo es un estratega.
- Cosas mías.
- Qué vas a hacer.
- Voy a ver al doctor Zaratiegui.
- Suena medio turbio, pela.
- Es un especialista, una eminencia en temas de la mente. Mejor no preguntes.
Marina y yo fuimos a la parte de atrás del bar, a fumar sus cigarrillos y a hablar. Hablamos de amor, de semblantes, de apariencias. De quienes aparentan ser feroces y aguerridos pero no nos engañan, les vemos la hilacha de ternura o de necesidad de afecto, o como se lo llame. Somos expertos en develar la charada y nos enorgullecemos de eso. Hablamos también de amor y me contó, con más detalles que nunca, cómo pasó lo de Naza y ella. Detalles, sensaciones, fue muy descriptiva. Su relato me atrapó.
- Yo me iba a encontrar con mi novio de entonces en Constitución. Yo estaba ahí y él todavía no había llegado, y yo rogaba que tardara diez minutos más, así me iba a verlo a Naza. Yo sabía lo que quería, lo tenía clarísimo. Así que lo llamé y le dije así, de una: no sé qué hacer. Y bueno, me dijo, venite. Y me tomé un taxi y fui a la casa, sin saber qué esperar. Lo voy a hacer esperar, pensé, lo voy a hacer esperar todo lo que haga falta, hasta que ruegue. Y fui y fue zarpado. M dijo por qué no me quedaba a dormir y le dije: ni en pedo, en la cama de tus viejos no... o sea, yo me quería quedar a dormir y también al día siguiente, pero tenía que seguir firme...
Había algo en su cara que estaba transformada. La ilusión de contarme eso la invadía completamente, al borde de llenarle los ojos de lágrimas. Me estaba contando un hecho relevante, un momento de esos únicos y escasos donde uno sabe lo que quiere y lo quiere ya. Y sabe que no puede perder, porque el deseo es tan grande que compensa por todo, por las dificultades, por los malentendidos, por la histeria labrada a lo largo de encuentros íntimos pero medidos...
El alcohol me subió súbitamente, y el porro me hizo añicos la razón y sentí miedo, uno de esos miedos fieros que indican que hay que actuar y actuar ya.
- Perdón, Mari, tengo que salir. ¿Me prestás tu teléfono? El mío está medio muerto.
Corrí a la salida con el teléfono de ella en una mano y el mío en la otra, buscando desperadamente el teléfono de Sol. Necesitaba escucharla, oir el tono áspero de su voz, decirle cosas sinceras y bellas, permitirme ser frágil un instante. No lo pensé, llamé. Contestador. ¿Dejo o no mensaje? El teléfono es desconocido, puedo hacerme el imbécil y dejar todo ahí, jugarla seguro.
Pero no, me moría de ganas de dejar un mensaje, de lanzar al aire una expresión de deseo. Empecé a hablar intentando ser espontáneo, que es para mí la tarea más titánica que pueda imaginar.
- Hola... soy yo. Ya sé que parece extraño que te llame, pero te extraño, extraño tenerte cerca, extraño... la energía que transmitis. No sé, si tenés ganas de verme llamáme, o avisáme y vemos qué hacemos con todo esto. Un beso grande.
Desde el momento en que colgué supe que no me iba a llamar. También supe que hay algo maquiavélico y retorcido en mi pensamiento. Paso del amor absoluto a la distancia total a la estrategia al ablande a...
No soy digno de amor, dignos de amor son los que saben escuchar y los que hacen sacrificios.
Las cuatro menos cuarto se hicieron en el reloj de la pared y pensé que había postergado la partida hacia la fiesta. Cumpleaños de Gabo y Denise. Karaoke con helio, para cantar con la voz finita y hacer un poco el payaso. Llegué tardísimo, ya nadie cantaba. Me encontré lleno de deseo, la mirada furtiva a todo cuerpo femenino. Dios mío, qué temibles son. Qué enorme misterio oscuro, esos seres que se pasean al lado de uno como si fueran de la misma especie que uno...
Apoareciò Lau. Lau, Lau, con quien compartí la secundaria y con quién me acosté una noche helada de Julio, días antes de mi cumpleaños de 2002. Tuvimos una charla franca, ambos hemos progrsado de algun modo, ambos buscamos la libertad como la hierba fresca, estamos màs cerca (geográfica y mentalmente) de lo que creíamos.
Le dije que Denise estaba hermosa. Ella asintió.
- Pero tiene novio, acoté.
- ¿Vos decís? No se comporta como si tuviera novio.
- Es cierto, me acerco y todo bien.
- Tal vez se separó. Andá a hablarle, dále, no lo pienses.
Aún así, lo pensé. Unos minutos. Basta, me dije, la vida se te va. Si querés actuar, actuá, no mires, no pienses. Le toqué la espalda suavemente, su vestido sedoso tenso contra su cuerpo, adherido como una sopapa amorosa. Giró y me miró desde su altura y desde la robustez de sus rasgos. Sonrió. Sonreí.
- Estás muy hermosa hoy. Ese vestido te queda muy bien.
- Ay, gracias.
- Y tus zapatillas deportivas son muy simpáticas.
- ¿No te dijeron? Ese es el tema de la noche: ponerte cosas que nunca te pondrías.
- ¿En serio? ¿Y por qué no me avisaste? Me hubiese puesto mis prendas más disparatadas.
- Te mandé un mail y un mensaje de Facebook.
- Es que soy medio idiota, no leo bien.
- Sí, ya veo.
- ¿Y el karaoke? ¿Estuvo bueno?
- Sí, cantamos.
- ¿A dúo?
- Sí
- ¿Y vos solita no?
- No, no me animé
- ¿Te incomoda que te hable a esta distancia?
- Sí, la verdad que sì
- ¿Por qué?
- Y... porque estuviste con Lai, que es mi amiga. Tengo códigos, ¿viste? Y no los rompo. No da.
- Pero Lai no está acá y con ella está todo hablado...
- Sí, pero además... tengo pareja.
- Sí, lo sé, pero creí que valía la pena intentarlo.
- Claro, está bien.
- Me dije: mejor que ella me diga que no a que yo asuma que es un no.
- Está muy bien.
Me alejé a los saltitos, disimulando que el fracaso me había dolido. Lau se disculpó por incentivarme. Gabo se enojó un poco, creo que es amigo del novio. Lucas me habló de dos hermanas a las que se encaraba al mismo tiempo y, mientras le sacaba el mail a una, le daba un beso a la otra. Un laburante, pero también un adicto a la seducción; Lucas no para hasta no llevarse varios teléfonos por noche.
Acabé partiendo hacia casa. Las cinco y media. Tenía que estar en Constitución a las ocho para tomar el tren a La Plata, para encontrarme con el doctor Zaratiegui, mi psiquiatra. Lo veo una vez por mes y me receta Lamictal, que es algo que le dan a los epilépticos, pero también algo que regula los valles anímicos.
Dejé una paja a la mitad y me dormí cuarenta minutos. Me levanté a los tumbos y corrí al subte. Empecé a encontrarle el gusto a Catch-22, el libro de Heller, y llegué justo al tren de las 8:12 a La Plata vía Quilmes.
Dormí todo el viaje y desperté en City Bell, o en Gonnet, no sé. Un gordo rubio que llevaba una canasta con palmeritas y facturas me preguntó la hora. Saqué el celular de la mochila.
- Las nueve y veinte
- A mí me robaron el celular la semana pasada.
- Bajón, espeté, dando a entender que se equivocaba si pensaba que le iba a dar charla con sueño y cierto sentido de desorientación.
- Fui a ver a un amigo al hospital de Quilmes que se accidentó y dejé apoyados la billetera y el celular. Cuando volví no quedaba nada, me lo habían choreado.
- No hay que confiarse nunca, respondí, y miré por la ventana hasta llegar a La Plata. Al rato el grandote encontró a otro con quien hablar y creo que hasta se fueron caminando juntos.
Llegué a ver al doctor justo y me preparé un té de frutilla. Me recibió con un tono afable, pero siempre me trata de usted. Me senté en el sillón de terciopelo mostaza y empecé a hablar de las mejoras que siento a partir de la medicación. El tomaba mate, siempre toma mate solo, sin convidar. El doctor Zaratiegui no oculta que es un hombre particular. Hay algo uruguayo en él, pero también erudito; una serenidad austera, una modestia que proviene de un saber amplio y desprejuiciado.
- Los picos anímicos están mucho más estables, ya no me cuesta tanto levantarme a la mañana y postergo mucho menos hacer las cosas. Cada tanto tengo un bajón, pero responde a razones concretas y logro entender por qué se produce.
- Parece que nota una amplia mejoría. ¿Qué le produjo esos bajones, por ejemplo?
- Ver que otro hizo algo que yo quería hacer, lo cual me da envidia, o que una mujer me rechace por exceso de intromisión de mi parte. Esta semana ya me pasó dos veces. No së si es la medicación, pero me pasé un poco al otro lado, estoy como sobreexitado, digo todo lo que pienso. Eso no necesariamente es malo, me encanta, pero no funciona muy bien socialmente.
- Claro.
- Lo que sí me preocupa es que siento muy seguido que no logro interactuar bien con el mundo, que logro conectar con la gente, y que los otros, los que me rodean, sí. Es como si todos entendieran cómo relacionarse con otros menos yo. ¿La medicación disminuye el deseo sexual?
- No, para nada. ¿Por qué?
- Porque mi deseo sexual aumentó, pero a la hora de concretar tengo desinterés, me cuesta conectar con la otra persona. Es parte de lo mismo, supongo. ¿Debería dejar de decir todo lo que pienso?´
- Y, el problema es que va a coger menos.
- ¿Y hasta cuándo debería tomar esto?
- Tarda al menos un año en hacer efecto, hasta estabilizarse. Tal vez deba tomarlo varios años. La dosis no tiene nada que ver con estar más o menos medicado. es el estómago y el hígado el que define eso. Hay gente que tiene un hígado fabuloso, que tiene enzimas qúe resisten a cualquier medicamento. Entonces hay que aumentar la dosis. Pero esto viene de hace millones de años, antes de los medicamentos. Las plantas desarrollaron toxinas para defenderse de los animales y los animales desarrollaron enzimas para protegerse. La guerra química comenzó antes de nosotros.
- Ah... otro tema que me preocupa es que pienso demasiado y a veces me impide actuar.
- Eso es típico de los obsesivos. ¿Recuerda el primer antecedente de eso?
- Sí, a los quince años, pararme antes de hacer un examen para el cual había estudiado y pensar: no lo puedo hacer, no me va a salir. Después me sale, claro.
- Mire, esto puede sonar un poco biologista, pero el cerebro tiene dos hemisferios. El izquierdo el más racional y el derecho más creativo, digamos. Los dos hemisferios pueden reconocer una cara, pero si desordena los rasgos, sólo el izquierdo la reconoce, el derecho no. Esto se descubrió por mala praxis. No sé si conoce la historia.
- No, quiero saber
- A los epilépticos les separaban los hemisferios con un tajo para curarlos, pero se comportaban extraño, hacían cosas locas. Y así se vio que hay autonomía, o que a veces un hemisferio sabe algo que el otro no. Para una tarea creativa como la de usted, el hemisferio derecho es muy importante. Hay ejercicios para desarrollarlos.
- Eso quiero, eso. La libertad, yo busco la libertad.
- Entonces incentive al lado derecho de su cerebro.
Me despedí prometiendo volver en Mayo y el doctor me recomendó que visitara el bosque platense, en 53 y 1, y de paso viera el museo. Me perdí caminando, crucé la catedral y acabé en un edificio con escudo frigio y fachada en remodelación. Era el museo en honor de Malvinas. Sencillo, pero contundente. Ví las fotos de los jóvenes soldados, sus caras de entusiasmo y de desconcierto, la demagogia de Galtieri en el balcón y los miles de argentinos eufóricos, ignorantes de la tétrica realidad; los recortes de diarios triunfalistas, los restos de cuchillos, pasta de dientes, botas, amuletos.
Lentamente, empecé a llorar. La mirada se me empañó y lloré solo en esa sala inmensa, contemplando a la injusticia y al dolor y a la tragedia de un pueblo que se niega a crecer, que elige tapar antes que cuestionar, que se escuda en el olvido inmediato pero que sigue tropezando con la misma piedra hasta el fin de los tiempos.
- Mierda, me dije, podría haber sido yo. Me salvó la historia, pero ellos eran como yo. Y yo estoy acá, ellos están muertos. ¿Qué podría yo hacer por ellos para aliviar su dolor de fantasmas que aún no han sido redimidos?

Wednesday, April 08, 2009

¡Viva la muerte!

Uno sabe distinguir a un melodrama cuando ve uno. Sí, hay amor y desamor, llantos y risas. Pero, sobre todo, pasan muchas cosas en poco tiempo. Los hechos se suceden muy rápido, los cambios de humor o de suerte son abruptos. Por eso se lo suele juzgar como exagerado o se lo acusa de falta de verosimilitud: en el melodrama no hay tiempos muertos. Es tal vez el más heideggeriano de todos los géneros: tiende a la muerte, vive como ente consciente de su finitud y no duda, avanza. Tal vez esto lo haga también niesztcheano, pero no deseo ponerme pretensioso. Deseo decir otra cosa.
En el último lapso de tiempo me pelée con un amigo muy cercano y hace dos semanas que no nos hablamos; experimenté una muerte cercana y no sentí nada; perdí a un amor potencial por carecer de los síntomas básicos del amor y a veces me surge un arrepentimiento arbitrario; me gané la enemistad de varios directores de cine; me reencontré una ex novia y tuvimos chispas verbales; dejé ir a dos mujeres muy elegantes y deseables de treinta y pico porque en realidad no tenía ganas de irme con ellas; tuve una amante fugaz y prioricé cuidar a un amigo que seguir viéndola; empecé a tocar la trompeta y empiezo a disfrutarlo; definí que me voy a Londres un tiempo a estudiar teatro en una institución muy seria; me dí cuenta de cuales son algunos de los problemas básicos que tengo al interactuar con el mundo y rechacé un viaje muy tentador con la familia a Brasil para invertir mi tiempo en crecer y no en relajarme.
Mi vida se parece mucho al melodrama.
Cuando creo que nada pasa, es mi percepción la que me traiciona.
Cuando exijo más de la vida, no me doy cuenta de que en realidad esto es la vida. La suma de triunfos menores y, esporádicamente, mayores; los desencantos, la consciencia de muerte que se esconde en cada relación que se acaba, en cada némesis que uno se gana, la sensación de infinito ante la hoja en blanco y las limitaciones de uno, que a fin de cuentas es mortal, es uno solo y está confundido, porque la existencia misma es confusión y búsqueda de claridad.
Pero no olvidemos que soy un inconformista. Y pido más. Más, más, más. Si esto va a ser un melodrama, que se prenda fuego, que arda todo. Quiero salir de mí mismo y hacerme trizas. No quiero callar y sólo quiero quemarme en el fuego del descontrol, no en las llamas internas de la represión auto-infligida.
¡Viva la muerte!, diría Fernando Arrabal. Me sumo al grito.

Monday, April 06, 2009

Los platos pintados y el malvón en el balcón

- ¿Entendés?
- Sí, creo que sí.
- Es como un conducto largo, un flujo, un tubo que va desde... desde el escroto hasta la parte de atrás de la cabeza. Ya sé, sueno como un lama, pero es como la rueda, la rueda sigue girando, no para. Y vos te subís y te bajás de la rueda, pero no frena.
- Claro. Creo que entiendo la idea, pero no es fácil.
- Claro que no, bombón. No te va a salir de una.
- Dejáme, quiero probar.
- Dále, todas las veces que quieras.
(...)
- Muy bien, de nuevo.¿Cómo lo sentís?
- Mucho mejor, siento que fluye.
- Sí, pero estás haciendo mucha fuerza. Tenés que relajar. Relajar no es forzar, es no hacer nada. Soltá.
(...)
- ¿Así?
- Eso, eso. Así. Una vez más, como los tubanos.
- Es como los cánticos esos de los mongoles, ¿no? Esos que hacen muchas voces al mismo tiempo.
- Por eso te digo, los tubanos. Dále, de nuevo. Si lo hacés bien te doy un mate. ¿Querés un mate?
- Puedo esperar.
- Buena respuesta. Vamos.
(...)
- Ahí me gustó. A ver, ahora decíme el texto de Lorca.
- ¿Con el mismo tono?
- Como vos quieras, no me preguntes.
- ¿Pero en forma coloquial o fijándome la respiración?
- Como vos quieras, pero acordáte de hacer vibrar los dientes y no uses la garganta. Y poné la boca como si tuvieras un abrelatas, que las consonantes salgan de ahí. Y acordáte de usar la panza para impulsar el sonido, que salga fuerte. La rueda, subíte y bajáte de la rueda. Vamos de nuevo, vamos da capo. Andiamo.
- Pensé noche y día de quién era la culpa y...
- Pará. ¿Qué te voy a decir?
- Que suena monótono.
- Pero además de eso. Que no estás respirando. Esperás a quedarte sin aire, y es lo mismo que te pasa cuando hablás.
- Claro, es cierto.
- El tema es que vos tenés un pensamiento muy cientificista. Pensás que las palabras son los conceptos, y no es así. Yo puedo usar varias palabras para cada concepto, lo que importa es la elección que hago. Qué te quiero hacer con la palabra qué elijo, qué te quiero hacer con un silencio. Un silencio no es solo un silencio, es también lo que viene antes de decir algo. Todo, hablar, escribir, cantar, empieza antes de que lo hagas, sino sale flojo. ¿Te molesta lo que te digo?
- ¿Estás loca? ¿Cómo me va a molestar? Es lo más importante que podríamos hablar. Seguí.
- Vos sos demasiado eficiente. Te apurás a terminar, y no te das cuenta de que lo importante no es lo que decís, sino cómo lo decís. La eficiencia en el arte no funciona, justamente porque el arte es inútil y porque está hecho para oponerse a lo útil, a lo funcional. El arte es una opinión que uno hace sobre las cosas. Ahí está la humanidad, en la opinión sobre las cosas. Fijáte en la decoración. ¿Por qué decoran las personas? Porque es una forma de apropiarse de las cosas. Aunque sea alquilado, al tipo le das un balcón y pone un malvón, entendés, se apropia. Decorar es opinar.
- Es loco lo que me decís. Yo no decoro nada, mi casa está pelada.
- Ah, ¿viste? Yo creo que hay dos tipos de personas que no decoran: las que no se apropian de nada o las que se apropian de todo.
- Yo creo que soy de los primeros.
- Bueno, tal vez porque tus padres se apropian de todo. Y uno tiene que oponerse siempre a los padres, la gente que es igual a sus padres es un horror.
- Yo no decoro nada porque estoy siempre a la búsqueda de lo esencial, lo necesario.
- Bueno, pero eso es distinto. Elegir no decorar es decorar, de algún modo.
- Me importa eso de opinar, de buscar lo inútil. Yo siempre busco el fin o el sentido de las cosas, y me jode.
- Y claro... mirá, mi abuela, que era una genia, me educó así: un día yo le pregunté cómo había que leer el diario, y ella me dijo: si el Papa está a favor de algo, ponéte en contra. Si está en contra, ponéte a favor. Con el tiempo vas a entender. Y tenía razón, encontró una forma muy buena de hacerme entender el valor de la opinión. Poner un poster en tu pared es opinar del mundo, eso le digo a mi hijo: colgá el poster de Luca Prodan o de Los Redondos, lo que quieras, pero colgálo. De última después pintamos encima. Esos platitos de Portugal con firuletes, ¿Para qué tienen los firuletes? Podrían haberte dado el plato de arcilla y listo, mirá qué lindo. Pero no... la mujer que los pinta opina. Vos disculpáme si insisto.
- Es buenísimo lo que me decís, creo que es uno de los temas que más me preocupa en general.
- Es que además creo que hay una relación directa entre lo que uno hace y la vida que lleva. Por eso Satie hace que sus Vejaciones duren cuarenta y ocho horas. Porque va en contra de la idea de lo productivo, y habla también de qué es o debería ser la música, o la tortura. Y después ves a las pibas de dieciocho años que trabajan de cajeras en un supermercado y que escuchan veintemil veces por día el chi-ching de las cajas registradoras y pensás: es criminal, debería estar prohibido. Yo creo que uno tiene asumir la vida que lleva y no joder a nadie. Las contradicciones o las dicotomías son en general tema de uno, no de los demás. Cuando uno le va a los otros con su quilombo, se equivoca. Viste, si estás casado y tenés hijo pero te calienta Cacho, el de la esquina, andá y hacélo, pero no jodas a los otros. Está bien, ¿Querés hacerlo? Hacélo. Por eso te digo que no hay que culpar a los padres.
- Claro, eso es facilista.
- Es la diferencia entre ser chico y grande. Hay que hacerse cargo, hay que apropiárselo. Ya no es de mamá o papá, es mío.
- Totalmente.
- Bueno, ¿Qué querés hacer ahora? ¿Seguimos con esto?
- Sí, creo que sí.
- Podríamos pasar directo a la práctica, pero con una cabeza como la tuya es mejor ir por lo general y no a lo concreto, porque tengo miedo de que te entre como si fuera un método. No hay nada peor que un método. Con tipos menos analíticos, como Machín, voy directo, porque sé que no se preguntan nada después, pero con vos prefiero ir de a poco. ¿Está bien?
- Está perfecto. Yo te sigo, vos lleváme y yo te sigo.
- Sí, pero mirá que yo no creo en la docencia. Sí creo en darte herramientas para que vos te apropies, pero me gusta preguntar qué te parece. No quiero ser insoportable y que me odies.
- Me parece perfecto. Yo vengo y nos llevámos muy bien y nos divertimos, pero también trabajamos. Y eso me gusta. No me pidas perdón por ser muy rompebolas, no te voy a odiar. Si me hacés trabajar, te voy a seguir.
- Perfecto, ahora decíme el poema de nuevo, así, sin pensar.
- ¿Me puedo parar?
- Podés hacer lo que se te cante el culo.

Saturday, April 04, 2009

Sábado regurgitado, la vida muerta que hay en mí

Odios, no molestias sino odios. Me odian con saña. Es casi inexplicable. Si lo pienso en frío, lo entiendo, de todos modos. Yo lo genero. No sé bien cómo, tratando de ser amable soy un cerdo. Pero me odian. Y trato de corregir ese odio, de apaciguarlo, y no hay caso. Mi bajada de decibeles incita a mayor odio.
Muchos no se sienten cómodos. Me pregunto si será porque me esfuerzo demasiado. El verso de Shepard vuelve una y otra vez: "... no oculta la distancia desesperada que lo separa dela gente". El camino de las revelaciones es interminable, la rueda sigue girando. Y en la borrachera de la noche no hay nada de la mañana de resaca.
Las elecciones no son todo. Hay cosas que se nos van de las manos.
Todo se va, en algún punto, de las manos. Es una lucha infinita contra las fuerzas ocultas. Me siento tonto. Hoy, despierto hace apenas un rato, restos de alcohol y sandwich de churrasquito en parrilla de barrio, dolores de estómago y café gratuito, basta de películas y basta de personas, me siento tonto. Frágil. Inútil. Mareado. Desconectado. Es eso: desconexión.
Pensaba hablar de amor, hablar de mis enamoramientos, de todos mis fracasos - sí, he dicho FRACASOS, no hay otra palabra y no hay otra acción - y de los miedos y de cómo te restringen la libertad hasta aquellos que más te aman. La libertad, la búsqueda de la libertad, la utopía estúpida, esa pretensión baladí de vivir mejor, ese intento de diálogo forzado con los otros, los huecos, los olvidos involuntarios, las palabras mal usadas, los arrepentimientos, irse a dormir con un hueco y una úlcera, levantarse sintiendo el propio peso que hunde, fingir, gritar para no decir nada, hacer el mal por el mal mismo, envidiar - envidiar con todo el cuerpo, con ansias asesinas, deseando ver la sangre que nos traerá culpa -, perdonar, sonreir cuando nada más queda en pie, cuando nada te queda, cuando nadie te quiere, cuando tu único amor te dice hasta nunca y cuando tus migas de pan se pudren.
Pudrirse, creo que es lo define todo. To rot, to decompose.
Hoy veré a mis enemigos, a los viejos y a los nuevos, y espero que sean considerados. Aún a los peores némesis hay que perdonarles la indisposición.

Thursday, April 02, 2009

Vulnerabilidad y máscaras de coraje

Me tomé una birra, un vaso de Warsteiner de medio litro, y después me regalaron un caramelo. Caramelo igual consumisión gratis, otra cerveza grande. Le robo a Anita el enésimo cigarro de la noche, le toco la pierna y se queja. "El cigarrillo es una excusa para tocarte la pierna, en realidad". Romi no para de saludar gente, Juan dice que soy un pedante y un snob pero que me conoce mucho y que está acostumbrado. Masa tiene puesta mi remera, le digo que se la quede, se niega. No sé por qué, yo mucho no la uso, es de un color ladrillo que me da la impresión de suciedad y polvo. Aparece Ana - la otra Ana, la que está de paso, la que se instaló en NY - y se sienta conmigo en el puf. Hablamos, entre porro y birra ando ya entonado. Me pregunto "¿Estoy coqueteando con ella? ¿Y ella, está coqueteando conmigo?" Tenemos muchos nombres en común, creo que me acosté o le di besos al menos a tres amigas cercanas de ella. Me pregunto si eso, femeninamente, le ofende. ¿Por qué ellas sí y yo no? Pero está más madura, lo noto, más asentada, menos volatil. Sigo el ritmo, se ríe una, dos, tres veces, todo el tiempo. Le entretengo. No hay mejor indicio en una mujer que ese: si se ríe con uno, las cosas marchan. ¿Pero quiero? La veo linda, tal vez por primera vez, tal vez nunca la miré como hay que mirarla. Le miro los dientes irregulares en forma de sonrisa cómplice y me gusta, me atrae, creo que hasta me calienta. Voy a decirle algo a Naza, me pregunta "¿Y, pela? ¿Te la arrancás?". No, bah, no sé, no creo. Ana dice que baja, yo espero unos minutos y decido buscar una birra más. Masa me pide que le traiga una y Juani quiere una coca. "Sí, ya sé, soy un amargo, pero quiero coca". Bajo las escaleras, me vuelvo a encontrar con Ana y detrás de ella aparece un cineasta argentino muy conocido, un tipo robusto y de aspecto leonino, famoso por sus pasiones. Tiene la camisa fuera del pantalón,pisa los escalones en forma rotunda. Me agarra de la camisa, me sorprende y me encuentra débil, ebrio, flojo. Me estampa contra la pared sin soltarme y me acerca la cara a diez centímetros, pero no me mira. Me habla sin mirarme jamás. "Decíme una cosa: ¿Por qué votaste la película de Solnicki por encima de la mía en lo mejor del año?" No sé qué decir, no tengo respuesta, balbuceo. "¿Y qué opinás de Castro?", dice, acercando aún más su barba crecida a mi cara en forma transversal. Hablo sin pensar, digo lo que pienso, enumero cosas de la película que no me gustan. Caigo en la cuenta: él es el productor, está sensible, está atacado porque teme que la película no guste. Y yo le digo la verdad, lo que no quiere oir. Se va, sonríe forzadamente. "Era un chiste", dice. Todavía tiemblo. Bajo las escaleras, tardo media hora en pedir en la barra, sigo pensando en lo que pasó. Soy un idiota, pienso, esto me deja muy mal parado. Acabo de ganarme enemigos de peso que no deseo tener. Pero me siento bien, decir lo que uno piensa se siente bien, maravilloso. Respiro, me siento fresco, me siento verdadero. Miro atrás. En un sillón veo al productor y al director de la película hablando muy cerca, recostados sobre un sillón. Le está contando lo que dije, pienso. Siento que me miran mal. Me estoy poniendo paranoico, el mundo no gira alrededor mío. ¿O sí? Subo con las bebidas, les cuento a todos lo que pasó. Le pido a Ana que me diga qué hacer. "¿Les pido perdón? ¿No digo nada? ¿Qué debería hacer?". Ana cree que esto es parte del levante, no entiende: estoy preocupado en serio. Me voy, no quiero confudir los tantos. Una cosa es la seducción y otra es la culpa. Termino bajando nuevamente, gran parte de la gente se ha ido. Se libera una banqueta en la barra y me siento. Me encuentro cara a cara con el director, mi presencia parece incomodarle. Me mira. "¿Todo bien, pa?", dice, finalmente. Intento hablar, pero solo atino a balbucear. Durante largos minutos, no logro articular palabra, me mira raro. Lo tomo por el hombro. "¿Vos estás bien?", le pregunto. "Sí, ¿por?". "No, por las cosas que se dijeron sobre la peli". "¿Qué cosas?". La cagué, pienso, otra vez estoy hablando de más, no sabe nada y se va a enterar por mí que hay mucha gente a la cual no le gusta lo que filmó. "Nada, nada", digo. "Pero completá la idea, la dejaste colgando", insiste. Trato de remarla, no me sale, me siento absurdo y quiero huir, pero sé que si huyo quedaré aún peor de lo que estaba. "Te estoy comiendo la cabeza, disculpáme, mejor me voy". Me mira fijo, no entiendo qué piensa de mí. Junto fuerza y logro articular una frase coherente. Le digo sin miramientos todo lo que pienso: lo bueno, lo malo, lo feo. Todo. Lo elogio, le doy fuerzas, le digo que de la película anterior a esta ha mejorado mucho y que valoro su fuerza y su iniciativa, pero que aún le falta mucho como realizador. "Los diálogos no me gustan, me choca que la mujer de la pensión hable igual que el protagonista". "Es que está basada en una obra de Beckett, así, como un golpe". "Sí, pero a Beckett hay que encontrarle el tono, sino también puede ser una pelotudez". "¡Pero no es una pelotudez!", dice, vulnerable y exasperado. ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué hago diciendo estas cosas en el día en que estrenó su película? "No es la mejor noche para hablar de esto, disculpáme". "No, todo bien. ¿Sabés qué me jode? Que me acusan de antinaturalista. Eso me jode. No entiendo, o sos una cosa o la otra". Tiene razón, se lo digo. "El espectro es mucho más amplio", completo, tal vez innecesariamente. Lo dejamos ahí, camino, me vuelvo a encontrar con el productor. Me agarra. Otra vez la cercanía. "En realidad vos estás resentido porque no te respondí el mail cuando me pediste trabajo en la película". No sé de qué habla, yo nunca le escribí un mail, pero no digo nada. "No mezclemos los tantos, terminemos con esa idea del crítico resentido. Yo escribo porque la paso bien, es mi paja mental, no tiene nada que ver con mi trabajo en cine. Además, yo defiendo tu obra". Por un instante me mira, veo cierto respeto en su mirada. Se incorpora a la conversación una chica, él se aferra a ella fuerte, parece decirme que no la mire ni la toque porque es propiedad de él. Está inseguro, yo no pensaba que era así hasta tal extremo. Veo que ser un cineasta y productor le pesa, no lo disfruta del todo, hacer películas no hace a su vida más fácil. Me siento bien, confiado, decido decir lo que pienso sin tapujos. "Cuando escribo, me cago de risa, me burlo de mí mismo. Y si te enojás con lo que escribo, genial, porque para eso sirve la crítica, para generar algo. Si te enojás, es que algo hice bien". Hace un ademán de aprobación, luego abraza a la chica y la besa en el cuello, pero ella me mira a mí. "Tenés que dejar de prestarle tanta atención a la crítica, dejar de buscar nuestra aprobación. Somos todos unos imbéciles, incluido yo". El se ríe, parecería ser que me teme, pero también le doy simpatía. Busco la complicidad, no quiero pelear ni hurgar en su dolor. Lo invito a boxear en tono burlón. "Te cago a trompadas, te estampo la cara contra la pared y te van a tener que sacar con una espátula". Risas, pero no tanto. Vuelvo a hablar con el director. "Esto es un circo y nada de esto importa. Esto es un circo y yo soy un payaso, como todos. Lo que importan son las películas." Me sonríe, veo un rasgo infantil que no había visto antes. Lo abrazo y le deseo suerte en las próximas proyecciones.
Me tomo el 140 en Córdoba y exploro mi borrachera. A mitad de camino se sube una dark a la que me cruzo seguido y que me calienta porque no tiene cejas y, en su lugar, tiene delineados dos trazos egipcios. Se sienta al fondo, yo al medio. Se levanta alguien del medio y pienso "si viene a sentarse ahí es porque quiere que le hable". Pasa un minuto, pero finalmente viene. La miro fijo, pero ella saca un libro. Avanzan las cuadras, estoy cerca de casa. Dudo. ¿Le hablo? ¿La invito a bajar conmigo? ¿Le anoto mi teléfono y se lo doy? ¿O es tenebroso el hecho de que no tenga cejas? Seguro que me la cojo y despúés me da asco. Pero hay que combatir a la fobia. Sí, no, sí... no. Me bajo. Soy consciente, no me hago el boludo: a esta chance elegí dejarla pasar. Yo elijo no probar. Eso también dice algo sobre mí.

Wednesday, April 01, 2009

La espina

Mierda, pensé, la valija.
Apenas dos horas para levantarme, disimular mi cara de noche movida, afeitarme para recuperar la cara de niño que escondo detrás de la barba ocasional y tomar un taxi hasta Medrano, al antro ese donde tipos en overol te arreglan cualquier valija por un precio exorbitante. Rápido, quítate esas ropas con olor a alcohol, rápido lávate los dientes, rápido: esconde ese resentimiento y esas ganas de mirar al techo hasta el fin de los tiempos y ponte cara de sábado, cara de casamiento ajeno.
Me puse el traje negro cruzado y la camisa roja con pintitas. La corbata angosta, los zapatos sin lustrar. Me peiné módicamente, prolijo pero descontracturado. Corrí una cuadra a un taxi solitario en la mañana de sábado. Nubes pasajeras, rayos de sol filtrados, aroma en el aire a libertad regulada por entidades públicas.
Taxi a Medrano, cola de señoras y de bigotones, un mostrador. Un tipo de ojeras pulidas y otro de pelos escasos y separados en medio de un cráneo chato. ¿La valija enrome verde? Ya se la traigo. Hicimos lo que pudimos. Tenía la manija destruida y el borde inferior tiene el alambre a la miseria... qué va a hacer.
Valija en mano, taxi a Olivos, abandono de valija en living hiperpoblado, saludo cordial a mamá. ¿Estamos listos? Sí, vamos. Ya es la una, los invitados deben estar llegando. Viaje de diez minutos en auto, la vieja casa donde corretée en mi infancia, el pasaje de piedras que conduce a la casa decimonónica, la pileta de estrella de Hollywood de los años cuarenta, la pareja de perras lesbinas que se persiguen por el jardin, el olor a jazmines en el debut del verano. Una carpa enorme, blanca, piso de madera, mujeres y hombres que, con la ayuda de la ropa y del maquillaje, se ven bellos, hasta deseables. Las mujeres poco agraciadas están preciosas; las mujeres preciosas, excedidas en sus afeites, se ven grotescas. La vida es gentil en su súbita ironía.
Me miran, sé que me miran. Debe ser la camisa rosa. Elegante pero juvenil. Crea fantasías en las niñas más jóvenes; ese debe ser atorrante, ese debe ser de los que te seducen y te llevan detrás de los árboles. Se equivocan, pero tal vez pueda aprovecharme de sus fantasías.
Fiambre, queso, vino, champagne, fernet. Estoy borracho antes de que llegue el primer plato. Mi mesa es de lo mejor que se puede esperar: caras que conozco, buen clima, bolitas de pan que vuelan de un lado al otro. En el centro, una foto de los novios en Nueva Zelanda; ese es el nombre de la mesa. Mis padres están en la Patagonia, creo, y algún conocido lejano está varado en la Polinesia. Con Australia se construye una rivalidad creciente: sabemos que en el fondo es envidia. Australia invade Nueva Zelanda, pero al final acabamos hermanados por el alcohol.
Algunos soldados de nuestra mesa escapamos momentariamente a un auto cercano. Somos tres, fumamos flores. Nos sentimos maravillosamente jóvenes: porro y trajes, parecemos gagsters- Los de seguridad nos estudian. ¿Querés un poco, fiera?
Vuelta a la fiesta. Baile y comida. Mucha. Mucho fernet. Estoy dado vuelta. Mamé pregunta qué tal. ¿Qué tal con qué? Con el viaje, pregunta. Bárbaro. ¿Estás nervioso? No, me siento muy bien, muy feliz. La gente no lo puede creer. ¿Finlandia, qué vas a hacer a Finlandia? Mucho trabajo explicar, a alguna señora le digo que me voy a probar suerte trabajando en Nokia y alguna chica con pinta de inteligente le digo la verdad. O media verdad, no sé decir toda la verdad. Aún cuando hablo de mi ser más profundo, miento.
Bailamos, bebemos, todo es un festín: la comida, los cuerpos, el verano.
Ella tiene un apellido alemán. A mí eso, por algún motivo, me atrae. Es rápida para responder a los chistes. Decido que con ella me quedo. Hay otra de vestido celeste, pero... la vida es limitación y aprendizaje, resignación y...
Nos vamos. Colectivo. Pagáme que no tengo monedas. Hablamos de paisajismo. Mandáme fotos de la nieve, dice. Le doy un beso, paso mi mano por su espalda escotada, rozo sin querer a un morocho retacón de pelos erguidos, se escandaliza con la prudencia de las clases trabajadoras. Eso me choca: me hace sentir un oligarca, la corporeización de una fantasía de ascenso social. El pensamiento de los otros es un problema.
Me despido, chau, suerte, hasta acá llego yo. Camino borracho y con la corbata suelta hasta la casa de papá y mamá. Voy a entrar, oigo que me llaman. Una, luego dos veces. Giro, un auto, oscuridad, una cabellera, una ventanilla que se baja.
Cecilia.
¿Ceci? ¿Qué hacés?
Bien, ¿vos? Risas.
Subo, me siento junto a ella. Sonrío, sonríe.
¿Sabías que te quiero mucho?, le digo.
Yo también te quiero mucho.
¿Todo bien?
Sí, más o menos.¿Te acordás de mi hermano, el aviador?
Sí...
Tiene cáncer.
¿En serio? Qué bajón.
Sí... ¿vos?
Me voy a Finlandia. Tres meses. Yo estoy bárbaro, bárbaro.
Silencio. Soy un ser horrible. ¿Cómo puedo haber dicho eso?
Dáme trabajo cuando vuelvas, me dice.
La veo y vuelvo al pasado, años atrás, al amor que le profesé y que ella, con su enorme dignidad, echó a perder. La amo y la odio, quiero lastimarla y después curarla, quiero recomponer todo lo que no funciona en su vida y luego abandonarla, para que sufra como yo sufrí, para que le duela como solo el amor duele. Quiero que me hiera y me golpee y me deje, para gozar con ese dolor yo mismo.
No lo hago. No lo hace. Nos sonreimos sin efusión.
Quiero besarla y también no quiero.
Me bajo del auto.
Aún hoy la espina sigue clavada, y se siente llamativamente bien.