Wednesday, October 28, 2009

Border patrol

Mueve la mano izquierda en el aire, dibuja las calles de El Paso y baja la mirada, que se nubla en el parche de luz que se acaba de colar indiscretamente por la ventana. Sus pies bailan sobre la alfombra decolorada. Escucha e interrumpe. ¿Qué va a develar el programa?, pregunta. El otro, explayado entre la butaca roja y el borde vidriado de la mesa, expone. No es la típica historia del Espalda Mojada. Paredón, paredón, paredón y el partido de tenis en la frontera.
Eso está bueno, dice el primero, y los ojos se le pierden entre la luz y la sombra. Juega con una bolita de papel, piensa en las fotos, en los medicamentos, en el tiempo mismo.
No nos vamos a poder ir en Navidad ni en pedo.
El está. ¿Qué hay que sumar allá? ¿Vamos nosotros?
Tiene que ir un equipo que se tiene que familiarizar con los tipos. Si vamos y nos volvemos antes, nos vamos a comer una puteada de puta madre.
El otro tuerce la mano en el espacio intermedio, frunce el ceño, dibuja un avance metódico con ambas palmas abiertas.
A la distancia es una cosa... Presenta simulitudes con la situación de la guerrilla en centroamérica en los ochenta. Tareas humanitarias... refugiados... Más camas y más recursos...
La familia los reclama, los acoge, les exige postergar esos sueños con dinero prestado. Hablan del desamparo, ¿Pero lo conocen? Las historias que buscan contar parecen afectarles personalmente.
Habría que buscar casos no tan parecidos.
A ver... vos me decís gente pobre. A ellos les molesta que sean todos periodistas.
Hay que buscar un policía.
O un padre de familia que trabaja donde opera un narco.
Suena el teléfono y uno de los dos tira un sobre encima de los libros apilados de la biblioteca y de las viejas películas que ya nadie mira.
Esta es medio monqui.
El que tiene visa va cuando quiere. No es un protagonista, pero sí hay que contar el fenómeno de migración.
No, el que tiene guita caza un plane y se va. Hay que mostrar el cul de sac. El drama del que no tiene.
¿Es lo mismo el que se fue a Chicago que el que se fue cruzando la frontera?
Hay que concentrarse en un foco, la variedad que hay de casos diferentes sobre un mismo problema.
Tiene que ver con la urgencia. De la noche a la mañana, me tuve que ir, como en la Argentina, con los militares.
Callan y piensan, intentan convencerse. Se escuchan y vuelven a darle vueltas a la idea. Pero no dura.
Si el periodista volvió, no tiene fuerza la historia. Dejó de hacer policiales y vive en otra parte, pero ese no es central.
¿Fueron mediáticos? Dicen que sí. Ilícitos del ejército, a pesar de que él mismo se había censurado.
Tres años después le pasó eso. Yo me pongo en abogado del diablo: ¿El tipo estaba sin trabajo?
Hay que ver qué dicen del otro lado. Difícilmente uno tenga pruebas. ¿Hay testigos?
Es muy... se está dando mucho, no es descabellado.
No estoy dienciedo eso.
Hay que viajar.
Las manos van en paralelo y después se cruzan, vuelven al punto de inicio y se ríen.
¿Qué es lo que les pasa? Es una excusa también, vamos a la fuente. Tony Montana. Usted es un criminal.
Eso está buenísimo. La credibilidad y la no credibilidad. La periodista y la morgue de Juárez. El background.
Suena el teléfono, los mismos hilos tiran de las cejas y de los labios, se unifica el rostro en una roca única.
Hay que volar, es fundamental mostrar que son ciudades gemelas. Con la border lo mismo, si uno puede...
Hay que ver cómo meterlo.
¿Ellos a quién se entregan?
A la border.
Juarense... ¿Juareños o Juarenses?
Se encierran en sus máquinas y piensan, fruncen más el ceño, golpean el teclado con la fuerza de topadoras y vuelven a hablar, vuelven a encontrarse, vuelven a decir.
¿A quién mandamos?
Yo puedo ir.
Me miran. Los miro.
Vos no operás cámara.
Sí opera.
¿Operás?
Opero.
¿Estás seguro?
Estoy seguro.
Entonces paso a ser parte del cuadro. Y el que sube al plane, ahora dicen, soy yo.
Pero sigo hablando otro idioma. Another fucking language, mi hermano.

Sunday, October 25, 2009

Salitre en las encías

Es domingo al mediodía y siento todavía los restos de la noche entre los dientes, la boca seca, el vaho tenso que me tiñe las cavidades y las mucosas. Es el día del padre, está nublado, siento que estoy en algún rincón remoto de Coghlan. Aparezco en el local de una compañía de celulares donde predomina el color rojo. Entra en escena mi abuelo materno con una remera lila que ya le he visto antes y se me acerca enfurecido, se queja a los gritos sobre su teléfono. Su ira emana hacia las vendedoras del local, ¿Porque qué habría venido a hacer de otro modo? ¿Qué hago yo en ese negocio inmundo y deprimente un domingo al mediodía? Mi abuelo se lamenta sobre su teléfono y las cuentas y está violento,pero algo me hace pensar que su enojo es hacia mí y me alejo. Es el día del padre, y pienso: ¿Tengo que comprarle regalo también a mis abuelos? ¿Tendré el tiempo?
Llego al festejo y están todos en la calle, sentados en sillitas playeras sobre el empedrado. Hay guirnaldas suspendidas sobre esa calle algo lúbgubre dentro de su tinte festivo y reconozco a las caras, algunas se vuelven opacas, algunas son apenas destellos. Hay una chica hablando efusivamente con un tipo que bien podría ser Ricardo Darín. Le dice que tiene todos los discos de León Gieco menos uno, que se llama Revés o algo así, y después, sin jamás dejar de hablar le pregunta: ¿Y Fito, qué opinás de Fito? Es la única mujer desconocida que veo y quiero que me atraiga pero no lo logro, porque hay algo en ella demasiado cordial, demasiado forzado, que le resta sensualidad.
Viene la oleada familiar histérica y entramos todos a los gritos a una típico bar de Belgrano, a media penumbra, y ahí está mi papá, el único tranquilo. O no, está enfurecido también pero él seguro que no conmigo sino con su propio padre, creo. La cuestión es que están todos muy ansiosos, se ve que el día del padre les pega mal, y todos juntos atravesamos el bar de una punta a la otra, como si fuera un tubo o una oruga vacía.
En la calle me encuentro solo una vez más, y trato de pensar qué puedo regalar a los padres de la familia. El número de padres sigue creciendo y el tiempo se me va, no tengo ni un solo regalo. Pienso en regalarles cosas mías, en darle a mi padre la campera de cuero verde que él mismo me regaló algunos años atrás, darle a mi abuelo materno un par de anteojos míos gastados, algo, pero todo evidencia mi desidia.
Miro entre mis manos y estoy convencido de que tengo un gato pero en realidad es un bebé. Es diminuto, una partícula de vida, y es mío. Salgo a pasear con el bebé entre mis brazos, pero nunca cerca del pecho, sino extendido, suspendido en el aire hacia adelante, y corro, lo subo y lo bajo, extasiado con mi pequeña nueva adquisición, pero tropiezo y siento que se va a caer, y me pregunto: ¿Cómo se sentirá la pérdida?
De vuelta en la fiesta se organiza un grupo y se sale, los mayores se niegan pero la juventud se alínea y todos vamos de fiesta. ¿Un domingo a la tarde, con el cielo nublado, con un resquicio de luz que aún se filtra por entre las nubes? Nadie responde pero sí, salimos, me veo arrastrado a una especie de casa que es en realidad un bar gay. Me reciben dos patovicas con camperas de tela de avión y adentro hay mucha luz, y pequeños grupos de hombres - una sola mujer, fea, campera roja y azúl de un material artificial, apoyada contra un rincón, observando todo - esparcidos por el triste espacio desolado, el paisaje lunar y una sensación inevitable de final. En el crepúsculo amargo, sin mujeres, sin sueños, en falta con todos, a la deriva y sintiendo incesantemente que eso que ayer me hacía feliz hoy me hace daño y que hasta el órgano de contención más armonioso, la familia, se ha desmoronado, y escucho gritos, pirañas, el estruendo de un farol roto y bocinas, mugre, cadenas oxidadas.

Thursday, October 22, 2009

International Playboy

Tracio prendió una tuca y yo ya venía con ganas de vicio, entonces se la saqué de las manos, un tanto más ansioso que de costumbre. Le dimos unas secas cada uno y yo empecé a toser, lo cual siempre es una buena señal, porque quiere decir que va a pegar bien. Yo había quedado con Germán en ir al cine a ver un documental de un ciclo en pleno centro, y mis ganas menguaban minuto a minuto pero soy tan cortés, oh, tan cordial, que no encontraba las palabras para decir que no quería ir. Entonces dejé pasar el tiempo, se me fue subiendo el humo a la cabeza y tardé eternos minutos en elegir qué ponerme, no por un tema de vanidad sino porque tengo la piel sensible estos días, y la tela que me viste debe ser gentil con mi capa más externa. Entonces merodeaba entre camisas ceñidas y un poco constrictivas y remeras que me mucho no me seducen, por ese ánimo de dandy que me pide a gritos que sea la elegancia misma, que no sea un tipo más con su uniforme de calle. Terminé agarrando la camisa de algodón griega que me regaló Marcio porque a mí me quedaba mejor, un pulover color cobre y un sacote gris que me llega hasta las rodillas y que me llena de gozo, porque da ese aire señorial que las calles de Buenos Aires, sucias y erosionadas por la desidia, no favorecen.
Terminamos en una galería donde cantaba a grito pelado y muy armónico una mujer indígena de rasgos muy delicados y un vestidito con aire de torta sorpresa o de acordeón con payaso saltarín, muy bella, una voz formidable, demasiado formidable, cantando melodías a galope de una guitarra acústica. Lo miré a Tracio, que estaba escuchando con un desinterés civilizado, muy de él, esas cosas que no se expresan por pudor a la insistencia.
- ¿No te parece redundante que cante con ese tono y que además hable de indígenas?, le pregunté.
Apenas se rió y me hizo un gesto que me llamara a silencio. La mujer cantaba sobre Tobas y sobre Huichis, y yo pensando que estábamos en Palermo, y que es mucho pedirle a Palermo credibilidad, especialmente de parte de alguien que se ve tan auténtico. O seré yo, que soy un agujero negro en esta vida parca, un parásito más del sistema que se queda en el cinismo por tanto hacerse preguntas.
Me tomé unas copas de vino gratis, feo y en vaso sucio robado a algún despistado.
- ¿Querés ir a enjuagarlo y después te sirvo?, preguntó la chica que servía, sonriendo con dientes manchados de rojo oscuro y denso de Malbec.
- No, ¿Qué es lo peor que me puedo agarrar?
Huimos, pero no todos juntos. La amiga gorda y ruluda de Bieler, el amigo de Tracio, se negó a darme un cigarrillo. La vieja excusa de que es pedido. Bieler se cagaba de risa, incrédulo.
- ¿Y le creíste?
- Yo nunca insisto, le aclaré. No es mi naturaleza. Si no es ella, será otra.
Aguanté las ganas de fumar el tiempo que fue necesario. Ellos siguieron viaje, yo partí rumbo a Estado de Israel y Jufré, o al menos enfilé en ese rumbo, porque nunca llegué. Nacio me avisó que se había cambiado el rumbo de la cena y ahora rumbeaban hacia Caballito, donde no había que esperar a las oleadas de gentes que querían sentarse a una mesa a comerse una tira de asado jugosa. Yo me negué, ni ánimo ni dinero para el taxi para viajar hacia Caballito. Quedamos en vernos más tarde y yo quedé solo con mi sombra bajo el farol, con pocas ganas de volver a casa y muchas de tener entre mis yemas a una chica carnosa para darle amor, solo amor, robarle a la primavera unos minutos eternos y quedarme así, manchado de cerveza, oliendo a cigarro usado, pero feliz, acobijado en una fantasía. Ni eso, porque terminé en Bangalore solo como siempre, solo como el viento, tomando una Scotch hasta el tope y viendo qué esperar de todo. Llamé a Augusta y prometió venir. Yo sabía que no eran sus mejores días, porque después de un sábado promiscuo de engullirse unas rayas, bajarse los botellones y acabar la noche con pastillas en la garganta y sexo desenfrenado de madrugada con el amor frustrado de su vida hasta ahora, la cosa andaba mala. El ánimo por el piso, la fe en la humanidad hecha trizas, martillada con un bate y abandonada. No había hablado con la rubia de mechones quemados desde ese sábado y hoy, siendo miércoles, no sabía qué encontraría detrás de ese cuerpecito, pero sí una mujer firme, una mujer decidida a algo, ¿Y cuántas mujeres en este nido de ratas saben que al menos quieren algo?
Adentro no pasaba nada y me senté afuera, porque necesitaba el viento en la cara y porque la cerveza tiene mejor sabor cuando hay un cielo abierto sobre los ojos. Había tres tipos, dos que habían venido juntos y un tercero que los hostigaba. Un tipo desalineado, con pretensiones de punk y mucho alcohol en sangre. Pero no era el borracho usual, eso lo supe de entrada. Su desencanto no era trivial, no era uno de esos clásicos borrachos que parecen predestinados al fracaso y a la resignación. Los dos tipos ignoraban sistemáticamente sus comentarios y, las pocas veces que los ví respondiendo a las dagas verbales del ebrio, lo hicieron con un desdén demasiado parecido al miedo. El borracho entonces giró, reacomodó las nalgas apretujadas dentro del chupín negro y, aleteando mechones de pelo sucio, les gritó a dos chicas rubias a las que yo acababa de robarles un cigarrillo.
- I´m the last of the famous international playboys!
Su acento británico era cristalino, fluído, ni un tinte de imitador barato. Dos opciones, pensé: o es otro niño rico que gusta de jugar al límite con la noche - herencia colegio caro, educación privilegiada echada por el inodoro al primer golpe imprevisto - o este muchacho es rocker en serio y pasó sus buenos años en Londres, viviendo los deshechos del punk de algún modo verdadero. ¿Cuánto tendría? ¿Treinta y largos, cuarenta y pocos? Algo debía quedar junto al Támesis de tanto odio marginal de juventudes industriales.
- ¡Alguien... alguien que me hable!, rogó el borracho, convocando a las masas que lo rodeaban, cada vez más empecinadas en hacer oídos sordos a su súplica.
- Yo te hablo, le dije, sentándome en su mesa.
- Hola, amigo. ¿Vos cantás?
- ¿Si canto? A veces.
- A ver... cantáme algo.
- No sé, sugeríme.
- ¿Cómo sugerime? Tenés que saber solito... I´m the last of the famous international playboys! Mirá a esos putos de ahí, mirálos. Qué asco, los quiero cagar a trompadas. ¿Vos cantás? ¿Qué cantás? ¿Tango? Primero hay que saber sufrir, despues amar, despues partir... prefummm de carajo en flarrr... ¡Cantá, cantá!
Entonces pensé que él tenía razón, que no tenía ningún sentido protegerse de esa gente temerosa, tener miedo a uno mismo, a entregarse a un goce público sin pedir permisos, sin necesitar de excusas de ebriedad, de motivos pasajeros. Yo me había acercado a él, él no me había llamado. Yo pensé cuando lo ví: esta es la persona más interesante del lugar, acá está la sabiduría que puedo sacar de esta noche. Mejor no cuestionarlo, mejor seguir su juego, ver dónde desemboca todo al final, con el hilo estirado.
Empecé a cantar El Firulete, de Julio Sosa, y eso le gustó, por eso empezó a cantar encima mío su rondó recursivo, a los gritos hasta taparme. Reí efusivamente, los dos tipos serios de la mesa de al lado empezaron a mostrar señales de querer agredirme ahora a mí también, y eso me gustó, me hizo sentir vivo.
- Pablo, me dijo el borracho extendiedo la mano. ¿Vamos a pegarles a esos dos?
- No sé si tiene sentido, respondí, como un cobarde
- ¿Sentido? Tenés que hacer lo que tenés que hacer. Yo me agarro a trompadas, en eso soy bueno. Y mi hermano es todavía mejor. Mi hermano es poeta. Martín Gambarotta, ¿Lo conocés?
- No
- ¿No lo conocés? ¿Vos a qué te dedicas?
- Hago... cine, hago cine.
- ¿Ves? Yo sabía que tenías algo de artista. Yo pinté en una época.
- ¿Sos pintor?
- No, yo soy... soy los restos de esta vida frívola. Mi hermano es un poeta... en realidad no es bueno, pero es reconocido. No puedo creer que no conozcas a Bárbara Belloc, Laura Wittner, Villa...
- ¿Qué Villa?
- Villa, qué sé yo, se llama Villa... I´m the last of the famous...
- ... international playboys!
Mi interrupción pareció gustarle y empecé a sentir que entre él y yo había una complicidad. Se me acercó y, en tono confesional, me miró a los ojos de lleno con una mirada que quemaba las pupilas. Sin embargo, sentí por él una compasión muy cercana al cariño.
- Yo soy malo, dijo.
- No creo que seas malo.
- Soy el demonio, es la mierda de dónde vengo. Yo soy de este barrio, ¿Sabés? Soy de Palermo. Pero el barrio no es esto, no es la cuatro por cuatro, no es esos giles de mierda que se toman la cerveza y que tienen miedo a hablar. Hay que hablar con la gente, hay que hablar. También somos Caballito, somos toda esta puta ciudad, todos somos todo... yo soy de acá... de Palermo.
- ¿Y por qué tenés ese acento británico?
- Porque viví en Inglaterra, desde chiquito.
- ¿En Londres?
- Sí.
- ¿Bien?
- ¿Bien? Qué sé yo. Se murió mi mejor amigo. Pero está bien, porque yo vivo dos vidas, yo vivo por él. Tengo mucha mierda adentro porque vengo de la mierda. Mis viejos son Montoneros, ¿Entendés? Y estaban metidos. Mi viejo es un intelectual y tiraba bombas, nadie puede decir que no estaba metido. Y mató gente, ¿Entendés? Yo salgo de eso, y quedás jodido para siempre, de esa no se sale. Y se habla de Galimberti, de que no tenían nada que ver. ¿Qué no van a tener que ver? No había buenos ahí, no es que estabas del lado de los más buenos o de los buenos malos o de... Estaban todos metidos. Mi viejo ahora es menemista.
- ¿Y cómo te llevás con él?
- No, no me llevo, no lo veo hace cinco años. No quiero saber nada con él.
Me levanté para ir al baño y ahí se quedó, fumando solo, escupiendo reiterativamente al piso, en dirección a los dos tipos de zapatillitas de marca y chalecos inflables que hablaban de sus pequeños conflictos de clase. Escaleras abajo, camino de vuelta hacia la salida, se me acercó un tipo de rastas y camiseta a rayas, de paso cansino.
- Escucháme una cosa, tu amigo, el de afuera, no viene más, ¿Ok? Yo soy el manager del lugar, decíle que acá no puede venir más.
- No lo conozco, lo acabo de conocer recién, le dije, y me arrepentí inmediatamente.
- Bueno, fijáte, porque está jodiendo a mis amigos que están ahí afuera, y no tengo ganas de tener a un tipo así acá. Lo conozco y está todo bien, pero no quiero problemas.
El comentario me pareció desagradable y omití hacer mención al volver a la mesa. Pablo volvió a presentarse y se excusó por haber olvidado mi nombre, pero milagrosamente se había salvado de que lo golpearan. Se había quedado sin cerveza y la mía también estaba por acabarse. Se extendió con sus brazos interminables, enfundados en una campera de lona verde militar, hasta una chica en la otra punta de la mesa y apenas la rozó lo justo como para erizar los pelos en los brazos de ella y del tipo que la acompañaba, un morocho de barba apenas crecida que se debatía entre huir ante la intromisión y jugar ese rol de macho protector.
- ¿Te puedo sacar ese vaso?, preguntó Pablo a la chica, que estaba explicando al morochito en extenso detalle qué planes tenía cuando llegara a Frankfurt y cuáles al llegar a Dublín y que era prácticamente imposible de eso de conocer gente en los hostels con la cual compartir un viaje mágico por toda Europa.
- ¡No!, gritó horrorizada la chica.
- Yo venía pensando lo mismo, con las ganas que tengo de tomar..., dijo el morochito, apuntando a la complicidad con una risa nerviosa, atragantada entre los maxilares y los molares.
- ¡Estoy tan solo!, anunció Pablo, mirándome apenas un segundo, luego al vacío o a la pared de piedra. No tengo amigos, no tengo nada, no quiero hablar con nadie. Me encierro en mi casa y no tengo interés en que nadie me diga nada, ¿Entendés? Solo quiero un compañero de bebida, para sentarme a tomar. No quiero un amigo.
- Te propongo algo, le dije. Todos los miércoles acá, a esta hora, nos sentamos, tomamos y hablamos.
- No, no sé, puede ser. No sé.
En ese momento llegó Augusta. Tenía un saco de terciopelo azúl oscuro, casi se lo quemo con la punta del cuarto cigarrillo que le había sacado a Pablo. No se ofendió, se notaba que venía de días extraños. Fuimos adentro del bar a buscar algo de tomar. Me encontré con un ex compañero del colegio primario, que estaba acompañado de una rubia de aspecto más bien neutro, de esas mujeres que se buscan por mandato de la condición social más que por placer sin medida. Mancio, el tipo corpulento en cuestión, exhibía sus músculos a través de la camiseta rosa a rombos, los abdominales marcados por un pasado de rugbier, me insistió en que me pidiera una jarra de gin tonic. Augusta estaba de acuerdo y, al llegar la jarra, le hablé de Pablo, de que era importante que lo conociera.
- ¿Qué, un borracho? No, no me lleves ahí.
- Pero es el tipo más interesante del lugar, tenés que hablar con él.
Salimos a la mesa con Pablo, que estaba masticando odio y tenía los ojos inyectados de sangre. Le presenté a Augusta.
- ¿Ustedes están juntos?
- No, dijo ella.
- ¿Y qué hacen que no están juntos? Mírense, son hermosos.
- Estamos más allá de la mierda, somos amigos.
- A mí me gustaba él hace seis años, dijo Augusta.
- Ah, entonces todavía te gusta, aclamó Pablo con sorna.
Ambos reímos pero nada acotamos. Pablo miró fijo a Augusta e inició con profesionalismo el despliegue escénico que antes había montado para mí. Estaba claro que era un performer de primera línea, un clown público que bastardeaba a su audiorio para darle a entender cuánto lo necesitaba.
- Mi amor, yo soy malo. Malo en serio, tengo dentro al demonio.
- El también tiene adentro el demonio, dijo Augusta señalándome.
- ¿El?, preguntó Pablo. El no tiene idea lo que es el demonio.
Seguimos bebiendo los tres y hablando del amor, del desamor, de los caminos de la vida. ¡Psicóloga!, dijo entre risas sardónicas Pablo cuando Augusta le contó qué había estudiado, y la misma risa exhibió cuando ella le preguntó si no tenía merca.
- ¡Nena, no hay nada más fácil que pegar merca en esta ciudad! Hay que levantar el teléfono nomás.
Ella explicó que Citraya, su íntima amiga, acababa de separarse, y que todo era un mar de flores muertas, centenares de lágrimas agrias que nunca parecían llegar a su fin.
- A mí, cuando me dejó mi mujer, me hizo mierda por dentro. Ya estoy viejo, viejo. Cuarenta. Mírense a ustedes, qué jóvenes que son. Vos no me caés mal, nena, pero él me cae mejor. Yo acá sobro, me voy, me las tomo.
Nos abrazamos y nos deseamos suerte, sabiendo que probablemente no volveríamos a vernos. Quise seguir tomando, pero Augusta desistió y me pidió que nos fuéramos. Algo me gritaron los tipos de la mesa de al lado, algo les expliqué, pero nos subimos al auto y desaparecimos.
En casa encontré a Tracio, que seguía ahí con la gorda ruluda y con Bieler, comiendo brownies de marihuana. Recordé que no había cenado, pero el motor de la mente seguía a mil revoluciones, entonces me comí medio, jugué con los gatos hasta quedar rendido, leí el comienzo de Transatlántico, de Gombrowicz, y pensé de nuevo en Pablo. Los golpeados, los caídos, los apaleados, siempre estaré más cómodo del lado de los derrotados de este mundo, siempre pongo mi oído para los que vienen a contar el lado oscuro de las cosas. No sé por qué, no sé qué dice eso de mí, pero me hace sentir más humano, más real, como si el dolor fuera lo que nos mantiene vivos, preámbulo a la dicha o antesala al infierno.

Tuesday, October 20, 2009

El cuartel de aspirantes

Harto de mí mismo, intento disimular esta angustia de querer ser otro y ser siempre yo mismo. Sin miedo a ser banal, vuelvo a repetir los mismos lamentos, que arrastro hace décadas, hace siglos. Hago la fuerza de cien elefantes para salir de este corset y me quedo siempre dentro, como si fuera una elección, un castigo autoinfligido. El mundo está ahí afuera, lo presiento, pero no logro establecer contacto. Todo vínculo es una ilusión, todo amor es una fantasía unilateral, todo éxito es en realidad una lectura triunfalista cuya realidad es inaccesible.
Me engancho a la felicidad de los otros como un parásito. Quiero producir y solo alcanzo a mirar por la ventana. No encuentro belleza en la lluvia que cae. Soy un gran mentiroso, eso sí: engaño hasta al más entusiasta. Mi devenir plano es venerado y galardonado por las altas esferas de la burguesía urbana. ¡Qué estable que es el hijo de esa auténtica familia de profesionales! Soy yo también un profesional, pero mi destino no es producto de mi propia pluma. Soy hijo de las circunstancias, soy una hoja seca arrastrada por oleadas que pasan cerca. Cada vez que pienso que estoy eligiendo la vida soy en realidad un resutado, una ecuación, una estadística levemente diferente del resto.
¿Hay límite entre la gente comun y la gente excepcional o son todos gente? Es siempre una cuestión de dinero, de saber prescindir del dinero. Decir no es sutil pero es terapéutico. Tal vez el completo abandono de las pretensiones estéticas sea el triunfo absoluto de la estética pura. Hago una banalidad sabiendo que en el fondo será sublime. Hacer es el verbo de moda, el verbo de la vida, el verbo que da vida para generar más vida. Pensar es estático, es el verbo de la sumisión, de la muerte, pensar es morir dentro del propio cuerpo. Pensar y hacer es morir para luego vivir, pero pensar solo, pensar, pensar, encerrarse en el pensamiento, hacer de la filosofía un ataúd... días y días que se suceden como ramas quemadas en el fuego fatuo, la pedantería de pensar - siempre pensar - que uno puede cambiar al mundo con una idea, sin mover ni una sola uña...
Las infinitas posibilidades de mi ser me comen el hígado. Siempre yo, cortando el césped y escribiendo un tratado. Siempre yo. El se ve diferente, él parece capitán de su destino, ningún mártir sino un martirizador, un sátiro alegre. Mis dientes no se ven nunca si no hay droga de por medio; no soy feliz sin narcosis, apenas narcolepsia. Me duermo, me duermo, y así muero, o vivo de prestado...
Algún día llegará el instante absurdo en corra un riesgo inequívoco, en que me encuentre preguntándome qué carajo hago en esa puerta, a esa hora, haciendo eso, sin saber el resultado. Algún día podré escribir una palabra y sentir que no es mía, sino del mundo, que eso no es producto de un intelecto sino de la entraña de la tierra. A eso llamo yo libertad: a hacer sin saber que se hace, a sentir que lo que uno le entrega al mundo debía ser entregado y que fue la alineación de los astros lo que permitió que sea una el privilegiado, no el descenlace de las decisiones tomadas a lo largo del tiempo. No es la simple voluntad, sino el azar, la circunstancia, tiene que haber algo más. Quisiera arrancarme de ese pasado de feliz infancia en una familia media con economía holgada, quisiera no haber sido fruto de una cuna mimada, quisiera haber vivido en carne propia la necesidad de dinero, el desencanto de las calles, y haber visto brotar en las entrañas ese anhelo ciego de ser aceptado, de ser alguien en el mundo. Es trágico se alguien para alguien a tan temprana edad, algo falló, algo no estaba donde debía estar. El destino se forja en un microsegundo, la gloria o el fracaso dependen de un silencio, de una mirada, todo se juega - los años, los futuros, los finales - en el detalle más olvidable que nadie registró que llevaría todo hacia mal puerto.
Asco de mí mismo, un asco enfermo que no se cura con logros, un repudio por uno mismo, por las propias ideas, los propios principios, las propias decadencias, la imposibilidad de ser quien uno quería ser ya desde la más tierna edad. ¿De dónde brota ese pesimismo pútrido, ese afán por autodestruirse, ese desgano parásito que derroca cada intento de construirse? Los libros nunca te protegieron, solo te dieron un marco de referencia. Las mentiras, las calumnias, los lamentos sin fin, sin comienzos, los lamentos ajenos hechos carne.
No se puede oscilar como un equilibrista mareado entre la catarsis y la poesía, uno no es suficiente para hacer literatura y a la vez ponerse confesional para salvar su propia sanidad mental. ¿Para quién se escriben los diarios íntimos? Siempre se escribe para alguien, siempre existe la pretensión de comunicar. Pero sin vida intensa no hay escritura intensa. ¿Verdad que es así? No me citen a Emily Dickinson, basta de la anciana escribiendo poemas en la penumbra de su habitación, soñando un mundo que no ve. No soy Proust, al menos no por ahora. Tal vez necesite del destino - por favor, destino, por favor - una homosexualidad súbita, un enfermedad terminal que me postre entre sábanas siempre sudorosas del mismo espanto que uno emana. Ruego a los dioses de la insanía que me acaricien, a las enfermedades terminales que me ataquen, a los cometas que me quemen. ¡Pero que pase algo! No puedo escribir como yo quisiera siendo tan poca cosa, tan convencional, tan poco dandy. Me lo alaban los de al lado, pero ellos qué saben. Tengo que viajar, tengo que perderme más en islas, tengo que sentarme en un café de París a tomar un vasito de absynthe o de anís con Perrier, y escribir en una moleskine las ideas fugitivas de relatos que nunca llegaré a escribir, como Hawthorne. Lo que queda, somos lo que queda. Lanzamos fuerzas al vacío, esperando una respuesta, un haz de luz tenue que nos devuelva la vida que hay allí dentro.
Conspiración, miedo, falanges rotas de dedos y de cuerdas vocales. No hay tacto ni visión, entre el sueño y el entorno hay un océano de mierda. ¡Una tarántula en los pastizales de Porto Alegre me arruina la infancia, cuando apenas soy un niño ingenuo que corre al corral de los cerdos, donde la chancha madre acaba de dar a luz! ¡La inmensa colección de Playboys brasileñas que el degenerado de Luiz Carlos no ocultó, como no ocultaba nada, ni a su amante ni a su impúdico infarto, ni a su pobreza a cuestas que tapa con llamados de feliz cumpleaños una vez al año! Todo va tan atrás en el tiempo, todo se esfuma en la memoria consumida por el ácido y la merca del fin de semana, gracias a Dios por la droga, gracias a Dios por el polvo que queda atravesado en la garganta y que aún siento la mañana siguiente, con esa mujer que deseo olvidar, eliminar, hacer perecer...
Quedo en deuda contigo, madre, padre, quedo en deuda con lo que planearon para mí. Soy un deudor infinito de esas caricias, de esos planes. Me querrán sea lo que sea, pero es poco, padre, es poco, madre, acaso no ven que soy tan poca cosa, tan persona, tan limitado en mi forma de amar, de crear, de estar más cerca de Dios. Quisiera estar días en esta marisma, jornadas sin sangre de arena con la lapicera en la mano como un puñal en una playa del pasado, redactando sin desvíos los motivos del fracaso pasado para construir, ya sin lamentos y sin asco por los propios poros, un nuevo yo, que no le debe nada a nadie, que no se debe nada a sí mismo, que ama hasta al pan de la mañana por estar hecho de copos de aire, por estar hecho de la sustancia de la vida, que parece tan bella cuando me sube el polvo por el orificio nasal, y tan plena cuando succiono el cartoncito, y tan amable cuando acabo la botella, parece tantas cosas que no puedo describir de tanta belleza, y luego llega la mañana, y soy de nuevo yo, de nuevo poco, de nuevo nada, traqueteo de ideas y poco movimiento...

Tuesday, October 13, 2009

Sobres sin huellas

Debe ser hermoso poder hacerlo sin esperar respuestas. Como tirar una piedra contra las paredes enmohecidas de un muelle desvencijado. Hacer cosas en soledad, desbordado por el olor de la noche, sabiendo que todos los que me rodeen serán apenas un reflejo de mi memoria o el destello de mi imaginación, liberada por la impunidad del silencio. Masturbarse entre los pastizales bajo la luna en una noche de verano, mear en la orilla del río en un miércoles perdido en una escapada al Uruguay, quemar papeles en algún depósito que huele a estiercol o a maquinaria pesada y oxidada por el paso de las estaciones. A todo eso me refiero, a cometer con alevosía una acción completamente innecesaria, que uno hace para entregarse al placer obsceno e infantil, a la autosatisfacción intelectual. Jamás es una acción productiva, jamás busca recomponer la tela rota del mundo o aportar al bienestar general de la comunidad, sino más bien lo contrario: deshacer el tejido ficcional de todas las cosas, romper un orden o un esquema, trizar con saña todo lo que a alguien le llevó mucho tiempo construir, por el hecho trivial de hacerlo. Uno sueña con el descubrimiento tardío de algún encargado, de algún policía o de ese tipo que pensó que uno era su amigo por el solo motivo de que en la pausa del café uno hizo un comentario que dio la impresión de ser íntimo. Eso es la libertad, romper sin pedir disculpas, deshacerse de las consecuencias aún antes de formularlas, ser consecuente con el propio capricho. Poder alzarse y gritar, sin la menor necesidad de levantar la voz: Yo soy, yo fui, yo lo hice. Lo hice y lo volvería a hacer, lo hice porque estaba a mi alcance y porque no podría vivir con la pregunta en la cabeza, con la duda ferviente de cómo se siente. Lo hice porque en ese instante no pensé, y no quise pensar, y aún ahora elijo no pensar, en qué podía pasar o a quién o qué hace falta, en caso de ser posible, para enmendar el daño que produje, el desequilibrio, el malestar que late en la pupila del ojo de ese hombre mayor que sufre cuando descubre que ya no tiene la juventud o el poder para dar rienda suelta a su odio.
Una roca en el fondo del mar, un graffiti en un galpón abandonado, la sangre lavada de una camiseta laboral que hay que volver a usar al día siguiente. Nadie jamás sabrá. Quedará grabado en el recuerdo para nunca ser compartido, para ser atesorado como un trauma o como un instante mágico en el tiempo en el que las partes fueron una sola cosa. La unidad, cuerpo y alma, idea y cosa, medio y fin. La rana disecada en el escritorio de roble opaco, el último trago de la botella escatimado a escondidas, el botón del cajón que uno no debía tocar por el riesgo a pincharse con las agujas gordas.
Dicho y hecho, todo se va a pique. Una vez hecho, no hay nada más que hacer. Ya no es lo mismo, las cosas saben amargas. Y no se arregla así nomás, porque se puede comer como un glotón, y ahogarse en alcoholes baratos, acabar atado tras atado de la misma línea de cigarrillos ultra fuertes, todo es parte de la misma esencia, la mismidad misma, la cura fallida para una angustia galopante sencillamente natural después de acometer ese residuo que flotaba en los sueños. Horas de azúcar impalpable, barajadas en vano en un manoseo cruel de la materia de los sueños, ajada la cosa de tanto frotarla, desfigurada ese mujer, esa fechoría, ese éxito tan arduamente delineado en servilletas de bar. Ahora está hecho, se puede decir, y no significa ya nada. Solo queda subir de nivel, apuntar a la luna. Detenerse en el medio de la carretera en la noche más oscura del mundo y proferir todos los insultos del mundo de una sola vez, con la bragueta baja y ambas manos sobre el glande, tanteando que sigue ahí, que no ha sido rebanado por el último auto, que pasó un tanto más deprisa que los anteriores pero con menor precisión.
Mañana seré padre. Mañana seré un uno dividido en dos, tal vez en tres. Y ese cuerpo, tendido en una camilla, me será cercano y a la vez extraño, habré atravesado el círculo completo. La calma no me acompaña, tampoco el hambre. Sigo solo en la pendiente de un pasillo donde no transita nadie más que mi halo mágico. Miro en la oscuridad junto a la maceta con el helecho y toco sin fin las cortinas celestes y hostiles al tacto, esperando oír ese grito seco, grito que es mi propio grito y a la vez robado, robado a vientres milenarios que antes cumplieron esta misma función, la de esperar y generar, la de recomponer y proponer formas, siluetas, modelos versátiles de un mismo molde. Somos nosotros, hija mía, madre de mi criatura, somos dos esferas concéntricas que chocan en los bordes. Somos espejos de una misma destrucción, el eterno milagro de crear caos. Voy a salir con mi bate y voy a golpear a un par de personas, voy a golpearlos de amor, voy a amarlos a golpes, voy a marcar todo este linaje en las líneas del pavimento y cimentar estas nupcias en los frentes corrugados de las casas antiguas donde los viejos amores persisten en el aire pero no en la carne.
Somos todo, soy el faro para los muertos que regresan, yo doy luz a las últimas cosas. Solo, en el crepúsculo sanitario, peleando a ciegas contra las fuerzas de lo críptico, testificando en mi nombre sin libros y sin lágrimas. Me siento bíblico hoy, mi amor, me siento enfermo y moral. Hagámoslo, no nos detengamos, hagámoslo. Que vengan a decirnos que aquí no se puede, que hemos roto los códigos. Que nos digan. Que me digan. Que nos digan. Que digan algo. Poco, pero que digan.

Friday, October 09, 2009

18.

Era una deuda del pasado, una deuda mal pagada. Yo venía de malas hacía ya dos semanas, nos miraban feo cuando pedíamos cigarrillos de cualquier marca en la estación de tren de La Plata. Nos tomábamos el tren en la mitad de la tarde, mirábamos a los verdes de los yuyos salvajes, los amarillos y azúles del tren en el andén seis, el que da al aire libre. A mí me daba sueño justo en el momento en que estaba por decir algo maravilloso, y me quedaba echado sobre las mochilas hinchadas, con un buñuelo en el bolsillo del saco. En las bolsas siempre teníamos migas de panes robadas, baguettes rebosantes de semillas y ciabattas que esparcían polvo de estrellas sobre los fondos agujereados. Nos acurrucábamos y dormíamos días enteros Junto al parador, al fondo, cerca de la pared corrugada donde alguien escribió que ya no ama a alguien.

Thursday, October 08, 2009

Tapiz

Corredores con trajes fosforescentes recorren las plazas a toda velocidad, tragando saliva, cubriéndose los ojos con anteojos de cromo y no con las manos, como querrían, por tenerlas ocupadas con paquetes que deben entregar con igual premura antes de que cierren las oficinas, donde los esperan altos empresarios que reinan el mundo con llamadas veloces y órdenes imperativas para toda una estructura que se sostiene pujantemente en la prepotencia de sus deseos infantiles. Ancianas de tranco corto y vestidos longevos que pasean a sus perros sin ojos y patas gastadas de tanto recorrer las mismas plazas, los mismos canteros, el mismo orín pastel de décadas y el mismo aliento de hastío junto a ese mismo cuerpo humano demolido por la crianza de una progenie cruel, que no supo recordar onomásticos ni aniversarios. La música trina en el puesto de manzanas asadas y el pochoclo hierve como las adolescentes ancladas a ese banco con los clavos al rojo vivo de tanto estar al sol, las niñas efervescentes que quisieran ser clausuradas entre brazos velludos, o son los bíceps de hombre frustrado los que crujen al ver esas piernitas a cuadrillé, y todo es un silencio salvo esa música de cabaret mudo o de troupe circense, la rueda del mundo en miniatura, los pequeños diálogos indiscretos que nadie quiere que se sepan pero se saben, porque el monaguillo detrás de la cortina estaba atento sin querer estarlo y no puede contenter ese deseo de acné de contarlo todo aún si le exigieron hermetismo. Las palomas siguen la marcha idiota, el avance sin destino del movimiento perpetuo como la suerte, defecan pus y barro sobre los límites marginales de un maletín de cuerina amarga que se reposa rebosante de papelería en las rendijas de un cantero, y el propietario nada sabe, perdida la mirada en un niño de remera a rayas blancas y rojas que tiene el pene colgando de una mano y que orina con fervor unas petunias mientras se ríe ante la observación aprobatoria, o indiferente, no se sabe desde esa distancia, de la madre. El hombre maletineado y trajeado, ajustado contra su sombra y aferrado a su propio cuello, piensa qué fue de esa imprudencia hermosa, dónde quedó ese ajetreo en la nada misma, ese relinchar y patalear y tomarse la libertad de ofender la mirada de los otros, sus ojos perdidos en unas gotas míseras de pis mientras una puta paloma le caga los papeles inmaculados que debe entregar esa misma tarde ante el tribunal. Un aleteo, un correteo generalizado, tres estruendos, algunas gotas de agua que lavan la hemoglobina sobre el césped, cae un corredor, se derrama una colegiala, la vieja solita se va, sin que la toque la indigna puñalada o el toque de queda, un especimen de cada grupo completa el magma de caídos y pringados, el ruido es menos, son pinceladas, roza la perfección de tan impreciso que es. Cae la gracia, cae el musgo de algunos canteros dormidos, cae el tufillo agrio de la media tarde bajo el sol de otoño y cae el telón, polvoriento, mustio, proverbial como esos libros que solo abren sus hojas para decir que es el fin de todos los sueños, que mañana ya es tarde.

Tuesday, October 06, 2009

Indefinid-d-do

Se toma todo en serio y así se hace polvo antes de que acabe la mañana. Le clavan los dientes en el muslo y él cree que es un mosquito que se adelantó al verano. Esa mujer, amigo mío, esa mujer no es solo un incentivo para los ojos. Es una promesa de cosas mejores. No pidas permiso al hipotálamo, arrebátala.
Ella sueña con noches húmedas mientras compra toallas al por mayor en Arredo. Las liquidaciones alimentan sus alacenas. Su mejor amiga consiguió pasajes con descuento para irse a cualquier lugar que no sea ese.
¿Y juntos? No, juntos nunca. Tampoco separados. Nunca el mismo espacio, nunca una palabra pensada en simultáneo, siempre lo mismo pero pintado de colores diferentes, lo cual hace pensar en diferentes finales que siempre saben agrio, como la leche vencida.

Monday, October 05, 2009

Escape interior

Terminal era la estación y terminal era la enfermedad. De una salía un tren y de la otra no salía - ni entraba - nada. Era una verdadera pena, porque estaba empezando a tomarle cariño, y porque las noches eran cada vez más frías en el castillo. Yo no estaba preparado para obtener lo que siempre había deseado. Los muslos cálidos entre las sábanas me despertaban abruptamente en el tufillo blanco de la noche y corría escaleras abajo. Pasaban unos buenos minutos antes de que pudiera reaccionar y entender lo ocurrido. Pronto se acabará todo eso, y no puedo evitar sentir cierta extrañeza. Mientras lo que pasó se corporiza, lo que ya no será arrebata con ímpetu el centro de la escena.
En la cocina habían empezado a cocinar pasteles florales de vegetales cuyo sabor me era ajeno. No había sido mi decisión, mi mundo tiene fronteras muy precisas. Nunca fui bueno en salirme de la senda. Las cocineras empezaron a pedir mi opinión cuando ella ya no estaba y yo me frotaba la barbilla, esperando que finalmente entendieran que estaban solas en esto, que yo no podía más que poner la lengua y decir lo primero que me viniera al seso. Dolidas y abaondonadas a su suerte, comenzaron a deshabitar el ala sur del castillo sin aviso previo. Sus servicios se repartieron por todo el condado, y nada quedó de mi cocina de élite más que cenizas de viejos flambés y migajas de budines reales. Acabé comiendo legumbres y hongos secos, líquenes melancólicos que robé de viejos libros de fauna marina.
Y así pasó la gloria del mundo, los siglos de resaca y las noches en vela. Los trenes continuaron su marcha hasta el fin del mundo, y no volvió a exisitir otra como ella. Los demás muslos eran fríos, tenían olor a muerte, se humedecían en todas las zonas erróneas y no lograban quitarme el sueño. Prefería contemplar a las telas de araña hasta bien entrado el alba. Una vez dialogué con un ratón, que se alejó, espantado por mi cinismo. Ninguno de los ratones de los agujeros ocultos volvió a dirigirme la palabra, jamás. Me dejaron solo con mi recuerdo de sirvientes. Los huesos del ama de llaves se esfumaron hacia cementerios mejores. Los mayordomos resignaron finalmente la etiqueta para descansar en el fondo del lago.
Cuando llamé, nadie vino. Nadie oyó, nadie hizo preguntas. En los huecos de las banquetas, organicé el nido, colgué al jaguar de las patas y recé una última plegaria, terminal como la enfermedad, terminal como los trenes.
Los tres, ella, mi recuerdo de ella y yo, nos ahogamos en el caldo. Caldo de bruja, espuma de algas, ojos sacros de bestia inmunda que ve pasar los años y se pregunta cuándo será que su cuerpo y el cuerpo del mundo coincidan sin ser la misma cosa.