Saturday, November 29, 2008

Epitafio o bautismo

Cuando la besé por última vez no había pena en mi voz rota. Nos miramos como se miran quienes no necesitan hablar. Estiramos las cervezas y los cigarrillos con desdén, con letanía. Nos perdonamos las cosas que no supimos darnos, pero secretamente nos congratulábamos por lo que logramos juntos. Porque lo logramos, no sé qué, pero lo logramos. Miré su porte a la distancia, su impecable gusto en el vestir y su silueta de estampita de posguerra. Qué mujer, pensé, qué mujer que camina hacia ese andén, qué historia de femineidad que no derrama lágrimas. Soy yo, el de la historia de llantos, el que no consigue contenerlas. Soy yo el que pone en canciones el peso del pasado reciente. Otro proyecto de amor se diluye u otra historia de amor inmortal nace, no lo sé.
Un pedazo de mí se va con ella, y está bien.

Wednesday, November 26, 2008

Qué bien te quedaba: segunda parte (Homenaje)

El atardecer viendote correr,
aferrandote a los libros.
Cambiar de pie en la formación.
En la clase nunca puse atención,
yo acechaba tus resquicios.
Tus pechos bien,
suspenso yo.
Pero lo mejor era el volleyball
yo me acuerdo y me derrito.
Ay, qué bien te quedaba
ese chorcito mi amor,
qué bien te quedaba.
Cuando lanzaste el balón
qué bien te quedaba.
Aquél futuro mejor
qué bien te quedaba.

Sábado en la playa
y tu pantalón arrugado y desteñido
cayó a tus pies... cómo cayó.
Todo era perfecto como ese sol
que doraba tus pechitos,
el mar violé con emoción.
Era transparente tu situación,
vacilante colectivo.
Ay, qué bien te quedaba
ese bikini mi amor,
qué bien te quedaba.
Que siempre hiciera calor
qué bien te quedaba,
hasta la Revolución
qué bien te quedaba.

Y anoché soñé contigo,
con la vida que se fue
y la dicha que tuvimos
llena mi corazón
cuando me acuerdo de tí.

Hace mucho tiempo
que eso pasó,
mi diploma está amarillo.
Fue como fue, todo cambió.
Te escribí poemas y una canción
pero nunca lo has oído,
nunca olvidé tu dirección.
Y el vestido aquél que te salpiqué
apretando en un campillo...
Ay, qué bien te quedaba
el socialismo, mi amor
qué bien te quedaba.
El grito del director,
qué bien te quedaba.
Decirme siempre que no,
qué bien te quedaba.
"¡Que no, que no,
papito, aquí no!":
qué bien te quedaba.
Bailando en la fiesta,
qué bien te quedaba
Los años ochenta
qué bien te quedaban.

There´s a girl dancing on my mind...


Gracias, Boris.

Despojos

"Me cago en todos, pero me cago con amor"
Simón Riestra Aedo

Hoy volví a pensar en Francisco, el de Asís. Siempre vuelvo a él cuando necesito confort espiritual. Miraba la nieve caer por la puerta que da a mi balcón y pensaba en el gran acto iniciático de Francisco, cuando se despojó de todas sus pertenencias terrenales y, apenas ataviado en una camisola, salió a al cruel invierno italiano a mendigar en nombre de Dios. Dicen que depositó el dinero que su padre le reclamaba, montó sus prendas en una pila y, ante su padre y el juez, susurró "desde hoy no soy más tu hijo, soy hijo de Dios". Qué tremendo acto de valentía el de ese hombre que sin pestañar hizo extrañas aquellas cosas que habían adornado y construido su vida. Porque los objetos no son solo objetos, nos reflejamos en ellos, encontramos nuestra identidad en sus formas, recordamos quiénes somos cuando acariciamos una camiseta que compramos en otro momento de nuestra vida, cuando doblamos gentilmente un pantalón o guardamos un libro. Ese hombre, apenas un hombre en aquél entonces pero iluminado ya por la fe, eligió reconocerse en la Naturaleza, ser uno con lo ajeno, existir en el momento eterno del ahora.
¿Quién puede hoy, en este mundo, dejar todo lo que tiene atrás y elegir ser simplemente lo que es?
¿Quién puede olvidarse del sentido de propiedad privada que nos inculcaron y ser tan sentimental como para eliminar la sentimentalidad que nos despiertan los objetos?
También Buda, lejano en el tiempo y en el espacio, se libró de todo lo que constituía su existencia en el mundo. También Buda, enfermo de la maladía de la posesión terrenal, priorizó el devenir y la expansión espiritual. Es innegable que hay un placer antiguo en caminar con todo lo que uno posee sin sentir ni un gramo de peso. La fe, como el amor, es difícil de conocer, prácticamente imposible de hallar. La fe de Francisco era fuerte como el hierro, sólida como una montaña. Así sobrellevó los dolores del monte Alvernia y toleró el ardor del fuego cuando sus ojos hiriveron bajo el peso de la vara flamígera. Cuentan que Francisco, sereno, se acercó al hierro y le rogó "hermano fuego, sé gentil conmigo", al igual que Buda soportó los pesares del mango envenenado que lo depositó en el Nirvana.
¿Podría yo también caminar por la nieve helada sin sentir su crudeza o entregar al azar mis pertenencias? Mientras enviaba un paquete de ropa y libros por el correo me invadía esa pregunta, aguda como la más filosa de las agujas. ¿Era necesario invertir tiempo y dinero en enviar mis objetos de una punta del mundo a la otra? Hubiese deseado ser libre, libre de verdad como para entregar mis prendas al viento, librarme de los recuerdos tangibles del ayer, esos que me ataban a personas y lugares, para ser uno con el Todo, para olvidarme en mí mismo y aferrarme a mis huesos y mi sangre como únicas pertenencias. Pero la fe no es para mí, tal vez; quizás soy apenas otro mortal destinado al credo y no a los milagros.
Sigo siendo un sentimental, sigo profesando pleitesía por aquello que fui.
La ordalía del despojo, el feliz desapego del mundo para entrar realmente en el mundo, el sacrificio de las perlas y diamantes en pos del saber mundano y la salvación espiritual: eso es lo que cada poro y cada milímetro de mi ser desean. Tomad de mi agua, comed de mi pan y cargad sobre vuestros hombros estas, mis pequeñas posesiones. Ayudadme a ser libre y yo os abriré las puertas de mi edén, del cual ni siquiera yo sé aún la extensión ni el sabor de sus frutos.

Monday, November 24, 2008

Madrigal

Mientras la ceniza quema prendo una vela por el niño que fui. Con un farol encendido y otro quemado por el tiempo recorro los senderos vírgenes de tierra húmeda y miro de reojo a los pasos que dejé. El viento cálido de la memoria no me es ingrato y me da calor en las noches de penumbra, cuando mi soledad huele a musgo y mis botas raídas me miran desde su calma sapiencia. Cuando suenen las gaitas y la señora venga a mi puerta tendré listo el equipaje y echaré a andar. No será tiempo de plegarias ni de promesas incompletas. Llamadme Sísifo cada vez que asciendo la colina. Llamadme Jorge cada vez que mato a un dragón. No me juzgueis por mis defectos sino por la experiencia y por los libros que escribí con la pluma de mi andar. Habré sido uno más, una luz que se apaga, una brisa silenciosa que de aliento a quienes preservan mi fina estampa. Los músculos tiesos de batallas humildes caerán rendidos en señal de paz y no habrá caballo, ni jinete oscuro, que temer.
Cuando el sol retorne a la pardera y el perdón llegue desde el monte, tendré mi espada lista para firmar mi rendición. Mis pantalones sucios, compañeros de osadías, serán mis testigos a la hora de dormir. Mi visado a todas partes, mis cuentas bien pagadas, un sobre con monedas y un bolsón de vino añejo, recuerdos y trofeos de un pasar sin porvenir. En el tiempo del retorno, sin virar ya nunca el rostro, de Orfeo una enseñanza y el Averno queda atrás. La rama que se mece no tiene que romperse, si la voluntad es grande para aguantar el temporal. Una espuela en los bolsillos, fruta seca bajo la manga, el color del alba y un amor que ha muerto ya. Pegad con sangre los resabios de esta imagen de buen porte, corred la voz que no habré de volver. Servid un vaso por todas mis ausencias y brindad con lágrimas por los sueños que quebré.
Dejo un cofre con polvo, una herencia de miserias y algunas migas de esperanza para quien ve oscuro el porvenir. No saco cuentas ni afeito ya mis barbas, que crezca el lazo que me unió a este lugar. Y si hace falta que comente mis fracasos, que narre una vez más la razón de mi existir, haced slencio un segundo, dejadme poner palabras a lo que no supe decir. Decesos y cuerdas dibujan en fino trazo los castigos que sufrí y las costillas que enmendé. Si he herido en estima a quienes me han beneficiado, que el destino los compense con los logros que marré. Aquí aparco mi barca, aquí echo ya el ancla, dejo un hatillo de ropa y una pipa de altamar. Fumad en tempestades de mis tabacos de oriente y unid en un solo humo mis deseos del ayer.
El verdugo está arribando, así transita la gloria del mundo y a mi padre y a mi madre, que me han cuidado bien, les regalo un soneto, una copla y una suite, para que alojen mis cenizas, mi armadura y mi revés.

Friday, November 14, 2008

Elegía a los bosques

Día tras día el ritual de los encuentros imprevistos, o no tan imprevistos, planeados en secreto y en silencio en lugares estratégicos, en bares de panadería proustiana, en cafeterías de sillones tapizados como antaño, en salones y reuniones previas a las Navidades. Ese sencillo renacer en una sonrisa de dientes torcidos, un suspiro de nostalgia adelantada y un beso compensatorio, un brillo extra en la mejilla apenas empolvada por el maquillaje, una manía descubierta, un descaro con premio. En fin, el devenir de las relaciones amorosas, una barrera que se rompe, nada de promesas esta vez. Una cierta madurez emocional, un cuidado bien cocinado por el hambre del otro, una cortesía verbal o una caricia honesta, nada más, alguna broma matrimonial por el hecho de jugar, la grata sorpresa de que el otro entiende, que no hace falta desmentir vilmente esas fantasías apenas trazadas, bosquejos fugaces con carbonos endebles de futuros compartidos en algún rincón del globo.
Qué fácil es cuando se pisa con ganas, cuando el camino es difuso pero siempre recto. ¿Qué error podría cometer si la cabeza ve más que los ojos, si encender un cigarrillo más o tomar otro vaso de Glogi caliente, con su aromático dejo de almendras y su espeso fluir rojizo, son las decisiones principales en la orden del día? El cortoplacismo agraciado de un bienestar mágico, un despertar constante de sabores y gestos, un saborear de mejillas y un apéndice de cielo en cada solapa. El Marruecos de los demás es mi San Petersburgo y la pesadilla hermosa de tardes en el Hermitage, sabiendo que la vida es frágil y fugaz en cada salón que no podré visitar. El tiempo es tirano, lo sé, pero qué más da cuando uno aprende a mirar del límite hacia adentro.
La súbita elegancia de Lasse, un autodidacta de la estilización, su herencia germánica rebosante de modales envidiables, sus preguntas retóricas y ronroneantes, su adicción a las radios vanguardistas en horas de la noche en que la ciudad duerme, entre gin tonics y vasos de ron. El inestable estiramiento de Anton, su nombre artístico entre cortinas, y ese rodete samurai que siempre contrasta con frases unívocas pero atípicas. ¿Quién le escribe el libreto a esta gente? Jan y su flematismo cortés, mezclado con sus arranques de ira silente, sus carteles en la cocina y sus llamados de cómica violencia a amigos en los bosques, agravando el miedo solitario de dormir entre árboles y fantasmas. Markus, el escocés errante, un atisbo de geólogo devenido filántropo, sus campañas contra el miedo y sus temores más sagrados, esa curvatura de la espalda como postura ante el mundo, un relajo y una risa estridente, un izquierdismo civil y utópico en cada bolsillo, diálogos en francés en la cocina, una gira de conciertos por la campiña inglesa, el marco de los anteojos perpetuamente torcido, ese caminar solo a casa oscultando el miedo a la misma soledad, la misma locura a media luz, el mismo color de los platos de la cocina cuando se los lava por enésima vez y se quita el pintoresquismo de los trozos de comida.
¿Qué pluma traza estas presencias? ¿De qué sueño salieron esas facciones y esos trastos, quién fue la inventiva mente que vistió de harapos a estos príncipes y dónde está la reina castradora que no nos deja ser libres? ¿En qué otro lugar la gente es tan gente, la infinita particularidad de las esencias construidas es tan pura y tan sencilla, tan impúdica en su inmediatez y en su verdad? ¿Debería cantar una oda a la transparencia de las instituciones formativas o simplemente percibir como un tesigo fugaz la intransigencia de los hombres de los bosques, sus cabelleras perpetuas y sus barbas de disfraz, esas caderas femeninas que se contornean al ritmo de un taconeo tan europeo, oh la la, tan europeo de prestado, que hasta es real?
No hay melancolía esta vez, no hay un mirar atrás con rencor o con tristeza, no se mira más que hacia adelante, hacia el porvenir. Tengo el fungi a lo Massera, calzo bota militar, me quedo donde me invitan y donde sobro también. La tarde es gris pastel, el agua es más agua cuando se adhiere a la brisa y en Helsinki me espera una chica, alguien a quien mirar y degustar y honrar cuando me llegue la hora y el avión me arranque de aquí.

Monday, November 10, 2008

Qué bien te quedaba

Soy como un galgo corriendo detrás de ese ideal mecánico. El conejito va muy rápido para mis pies, pero este barro que los mancha es mío. Menudo premio sería masticar las tuercas y los rulemanes para descubrir que sabe a óxido eso que yo tanto quería. El roce de los cuerpos tiene olor a carne, detrás de esas pestañas rizadas hay una superficie viscosa palpitante. El motor funciona más aceitado con la memoria, el dolor de ganar sabe peor que una buena derrota labrada con las propias manos. Para sudar, sudo solito. Qué linda eras cuando no conocía tu voz, qué bien te veías en la distancia, en la imposibilidad y en las oportunidades perdidas.
Decían por los pasillos que te gustaban mis aparatos. Yo no entiendo ahora cómo podía ser tan barroco. Yo no sé si es el cambio de década o las estratificación geológica de la adolescencia, pero miro las fotos y me causa espanto. Quiero decir, risa. En pocas palabras, nostalgia. Resumiendo, escepticismo. Yo te seguía como endemoniado, disimulaba un simulacro de persecusión. Siempre fui bueno en eso de ser discreto hasta el borde de lo imperceptible. Parece que mi pelo larguísimo y lacio te parecía bien, que mis anteojos rosas curvados hacia los lados no impedían mirarme a los ojos cuando yo miraba para otro lado. Yo pronunciaba tu apellido de sílaba en sílaba, de tres en tres, te esperaba en las pausas a contraturno, me quedaba más tiempo del debido para tener el privilegio de tu indiferencia, o de tu distracción en esos momentos que yo consideraba cruciales. La acción debía ser directa y personal, eso de los celulares no tenía aún vigencia y el contacto digital era sabidamente masturbatorio; conseguir robarte tiempo era un triunfo, pero a eso le seguían horas y horas de hablar de nimiedades sin mirarse a la cara, sin consensuar una cita, sin mover el pie antes de encontrar tierra firme. Al teléfono de la casa no se llamaba, siempre podía atender un padre iracundo, siempre podía existir un orden matriarcal fuerte y castrador que rompiera las escuetas chances de captar tu interés. El contestador mata las ilusiones cuando nos deja vulnerables, hablando solos, esperando que del otro lado haya algo más que vacío y fibra óptica.
Qué bien te quedaba el 21 de septiembre en Plaza Francia, los primeros días de diciembre en las escalinatas, las fiestas de los viernes en tugurios de Constitución, los encuentros furtivos en algún cine de Santa Fe y Callao, los saludos con la mano desde la vereda de enfrente de una calle angosta en la cual podemos comunicarnos todavía si te dieran ganas. Mejor no, dejémoslo ahí, que era tan bueno eso de callarse lo que uno piensa. Callar y quemarse no es ningún castigo, Federico, sino una bendición. Claro, siempre que se haya sabido amar de esa forma juvenil e irrepetible, esos amores de segunda década que de tanto pudor e inocencia saben a adrenalina. ¿Cuánto valía un beso nimio robado en una puerta de pasillo entonces y cuánto vale un revolcón ahora, que somos cínicos y materialistas, ahora que priorizamos la idea a la cosa y que no podemos esperar a acabar lo que empezamos porque tenemos que correr a contar nuestros triunfos en la ronda de amigos, ese foro de gladiadores mustios?
Hacía correr la voz que me iba, que no me esperaran hasta la segunda semana de agosto, tres semanas a Europa, sí, Europa, ese anhelo que había crecido dentro como un tumor benigno, el deseo de pertenecer a ese mundo aunque sea por unos instantes, de poder pasearme señorialmente por esas calles sin que notaran mi procedencia. Apenas otro sudaca conflictuado con su barbarie a cuestas, otra víctima de educación continental en tierras de masacres. ¿Habías escuchado mi ausencia, tenía algún efecto? ¿Podías realmente sentirte plena con esa falta de miradas y de gambetas, te comía por dentro la angustia de saber que de mí quedaría un rumor hasta la vuelta del invierno? Europa, las calles sucias de Londres, el aroma a humedad de París, un whisky iniciático en las praderas de Escocia, un té en las montañas para mi aniversario estival, un Mont Saint-Michel erguido incólumne sobre aridez y siglos de mareas que vienen y se van con el giro del tiempo. Sí, yo sabía que tu familia no era tan bien como la mía, que el dinero alcanzaba para saldar las deudas y para poner el pan en la mesa, pero a mí eso de las etiquetas mucho no me importaba. Las chicas de trenzas rubias me intrigaban como residuos de una infancia burguesa de círculos elitistas y modales británicos, pero ya entonces me chocaba su olor a dinero, su perfección ósea y su evolución genética, siempre tan pronunciada en la curva ascendente de la nariz; yo las miraba, yo las frecuentaba, yo me reía de sus chistes, pero ellas no tenían ese frenesí popular que tenía tu pelo oscuro, ese atrevimiento contestatario en la distancia entre tus ojos. ¿Qué sabían ellas de asambleas y cambios sociales? ¿Qué podían decirme de nuevo sobre la estructura del mundo, si apenas sabían reconocer el suelo sobre el que estaban paradas? Yo apenas estaba empezando, apenas había llegado a este mundo, yo tenía en mis ojos y en mis manos las ansias de saber de primera mano, de dejar una huella en cada retina, de pisar fuerte. Será por eso el terciopelo y los zapatos con plataforma, será por eso el ornamento y su manifiesto.
Qué bien te quedaba, mi amor, qué bien te quedaba. Las mañanas con antelación esperando verte, qué bien te quedaban; y el campo de deportes con su olor a tierra seca y a polvo que se mete en la ropa interior, qué bien te quedaba; y los viernes a la tarde, pensando en qué me pondría antes de emborracharme en una plaza, qué bien te quedaba; y los vómitos en callejones del centro, entre papeles de diarios y cirujas, y los partidos de fútbol de cada sábado con resaca, mirando de reojo para buscarte entre el público entusiasta, las tomas del colegio cuando la nueva ley de educación amenazaba a las instituciones públicas, los campamentos lapidarios en balnearios peronistas con oleadas de fideos pegados y bañados en vino denso, las noches sin sueño entre tormentas heladas. Qué bien te quedaban, mi amor, qué bien te quedaban.

Friday, November 07, 2008

K

Empezó el festival. Kuubalaisen elokuvan päivat. Me duelen los músculos, me crujen los dientes y tengo el pulso a la miseria. Pero voy a sobrevivir. Las piernas se mueven ya solas, los recorridos por la ciudad están trazados, las palabras salen de mi boca sin proceso de pensamiento previo. Me fijo en las cosas importantes, no pierdo tiempo con los agravios ni con las críticas, escucho solo a la pasada los elogios. Nada me distrae de mi tarea, de mi ocupación. Empecé a fumar con asiduidad y lo que empezó siendo una composición de personaje se convirtió en mí.
Yo soy yo en mis múltiples facetas. Mejor aún, yo soy yo en todo momento, este soy yo.
Estoy feliz en esta inmediatez de actividad constante. Tengo las respuestas que necesito tener. Duermo poco, pero bien. Tengo la conciencia tranquila. El futuro no me intranquiliza. Y las palabras me sobran.
La literatura puede esperar. Cuando las acciones mandan, las palabras sobran.

Monday, November 03, 2008

Tampere Jazz Happening: la gira interminable, la vida bohemia

Llega un momento en el que todo empieza a fluir. Un momento de única belleza, esquiva pero hermosa, en que todo cae su sitio. Y los autos pueden correr, y las luces pueden encandilar, y los teléfonos pueden sonar, pero son apenas un borrón lejano, un cuadro estático que no empaña la vida real. Y la vida real está ahí, al alcance de la mano, en ese vaso de cerveza, en ese silencio de sonrisas, en esa decisión acertada de quedarse un rato más, a ver qué pasa, sin prisa, sin sumarse a la monotonía urgente que victimiza, que oprime y no deja respirar.
Empecé el sábado con una inusual calma. Una calma de sol matinal, de dejar pasar las horas, de café prolongado mirando el cambio progresivo de las cosas. Hacia el mediodía tuve un momento de comunión con Jan, mi vecino, y me enseñó a tocar algunas canciones de Bob Dylan en su preciosa guitarra Ibanez lustrada. Alternamos las guitarras un rato, yo con la pequeña ("la que llevo a los viajes", me comentó), lo ayudé a reordenar su habitación - tarea viril, que implica el traslado de objetos pesados, el ceño fruncido, el agotamiento posterior - y después cociné un salmón con tomates. Llegó su amigo, el jugador profesional de pool, y los tres fumamos en silencio, mirando cómo se balanceaban los árboles. Los invité al sauna, pero el jugador se entregó al juego y Jan a practicar en el piano. Caminé hasta Píspala fumando y cantando a viva voz canciones de Leonard Cohen.
Píspala es uno de los saunas más antiguos de Finlandia, sino el más antiguo. De la zona es el único que no cuenta con la cercanía de un lago donde apagar el ardor post sauna, pero tiene una mística de la cual los otros carecen. Uno se mete allí desnudo y hombres y mujeres tienen compartimentos separados. Las paredes son de cal pelada y agrietada, la sala de estar es de madera pintada de verde y uno puede ver la foto del último tentu mientras sonríe, el honor de su cargo expuesto en cada facción, la gloria de siglos de tradición en sus espaldas, felizmente llevado. El tontu es el hombre que representa a los espíritus del sauna, quien echa el primer oulu - el agua que inunda las piedras, que es también el espíritu benigno que carga el aire, ese aire caliente que limpia el cuerpo y el espñiritu -, la persona que trae a los buenos espíritus al lugar sagrado y que asegura la civilidad y los buenos augurios. El sauna es para el finlandés medio una religión, una responsabilidad y, por sobre todas las cosas, un placer nacional.
Me quité todas las prendas y me senté allí con los demás hombres, tipos robustos de bigotes anchos y panzas cerveceras. Sudamos juntos durante minutos interminables. Ellos iniciaron algunas conversaciones, pero me mantuve al margen y ellos no atinaron a incluirme. Luego me eché agua tibia en el cuerpo, me envolví en la toalla y salí a respirar el aire helado junto a una pequeña estufa a leña. Cuando el frío empezó a calarme en los huesos de nuevo, me saqué la toalla y volví a la hoguera. Repetí este ritual varias veces, luego me vestí. Antes de partir, un obeso con aspecto de motoquero y sonrisa cómplice me dirigió la palabra. Le expliqué tímidamente que no hablo finlandés. El hombre de tamaño sideral arrastró entonces a un flacucho de bigotes de foca y le dio una orden. El flacucho se quedó estático y lo escuchó. El gordo dijo unas palabras, luego manoteó su camisa a cuadros y, finalmente, señaló a mi camisa, un modelo tradicional norteamericano de rayas cruzadas, de esos que se acompañan con denim. El flacucho tradujo:
- Dice que tienen el mismo estilo.
- Sí, dije, y sonreí por cortesía.
- Dice que quiere cambiarte la camisa.
Miré al mastodonte motorizado, sus enormes tetas femeninas, su panza de años de borracheras, sus ojos entrecerrados, su sonrisa de bondad y tosquedad.
- Pero... su camisa me va a quedar grande.
El flacucho tradujo. El gordo oyó todo con detenimiento, luego estalló en una carcajada tétrica, una risa circense y antigua como el sauna mismo. No hubo trueque, pero el gordo brindó por mí cuando salí. Caminé por el bosque colina arriba, miré al lago y al atardecer naranja desde la cima de Píspala y me dirigí a casa, parando solo para tomar un café mocha frío en el R-Kisoki de Pynikkintori.
Andrea había logrado acreditarse para el Tampere Jazz Happening. Emanaba una alegría juvenil y osada, había pasado el día en el sauna con los músicos del festival y ahora iría a los conciertos gratis. Estallé de furia y envidia. Me puse mis mejores prendas - una camisa mao blanca nítidamente planchada, un chaleco oscuro, sombrero de ala corta haciendo juego - y caminé hasta la oficina de prensa. Me presenté.
- Soy un periodista argentina, estoy trabajando en Helsinki y, en cuanto me enteré del evento, me tomé el primer tren y vine. Deseo acreditarme, ¿Estoy aún a tiempo, señorita?
- Oh, ¿Vive usted en Finlandia?
- Temporariamente.
- Déjeme preguntarle a mi supervisora.
Ya con credencial de MEDIA en mano, caminé hasta la exposición de fotos de graffitis. Apenas los miré, me tomé una cerveza, me serví una porción de cous cous y otra de fideos, me dejé presentar ante caras nuevas y me fui a escuchar a los conciertos del día.
Pakkahuone es el antiguo edificio aduanero, un enorme almacén reconvertido para conciertos. Llegamos cuando las masas ingresaban y volví a ver a las mujeres que me habían acreditado media hora antes. Inmediatamente notaron que mi historia no cuadraba del todo, que yo no era del todo extraño allí, que algo de la esencia de Tampere ya conocía. No me importó, ya estaba adentro. Me dediqué a beber una cerveza tras otra hasta que, puntualmente, comenzó The Zimology Quartet, un conjunto liderado por un negro pelado, gordo y grandote, con un traje que le quedaba dos tallas grande y una camisa blanca prontamente sudorosa. Sí, experimentación, líneas melódicas contrapuestas, cambios abruptos de tempo. En fin, mucho virtuosismo, pero terriblemente aburrido. Salí a tomar más cerveza.
Hacia las nueve y media se asomó al escenario Javiera, la dama de ceremonias, una pseudo chilena fino-parlante con autotraducción al inglés, que presentó a Omar Sosa and the Afreecanos. Yo me esperaba a otro cubano más que le dio por pegarse a sus raíces africanas para vender una imagen trillada de la negritud espitirual, en clave religión Yoruba, con pizcas de mestizaje elemental para públicos blancos de billeteras gordas. Pues no, lo contrario, un despliegue monumental de groove y encanto, un showman de primerísimo nivel gozando con cada gota de sudor de entretener a su público, de trasportarlo, de hacerlo jugar mientas suena el afro-jazz más perfecto que he escuchado en años, tal vez como nunca antes. Extasiados por el concierto, Andrea y yo corrimos tras bastidores con la manager de Omar, una italiana gatuna, un felino maduro que parece buscar guerra en cada diálogo, botas de cuero, tetas manufacturadas, sonrisa medida con olor a fellatio y a dinero.
Omar resultó un tipo de lo más gentil y sencillo, tras su corte de pelo estrafalario, sus anteojos de marco diminuto verde, su turbante espiralado blanco, su túnica tribal con vivos de seda. Le pedimos que presentara El Telón de Azúcar, películas que proyectamos durante las Jornadas de Cine Cubano, película para la cual él hizo la música. Sorpresivamente, se mostró sensible, conmovido, sus palabras fluyeron con naturalidad, con una cubaneidad sintetizada en sus últimas palabras.
- Es una película controversial, pero eso es Cuba también. Cuba es todo, Cuba es mañana, tarde y noche. Por eso es Cuba.
Andrea hizo buenas migas con el baterista de Omar, un cubano robusto pero calmo, de anteojos transparentes y boina beige, sonriente con insinuación, a la expectativa más que al ataque. Yo fui a escuchar a Steve Reid. Sí, muy bueno, sí, mucha experiencia, sí, mucho golpe de hi-hat y mucho saxo estridente, pero yo necesitaba aire. Aire y un cigarrillo, tal vez más birra, una pausa para los oídos, un pensamiento ligero y perdido sin la presencia de otros.
La acción seguía en Telakka. Entré para escuchar el comienzo de los Stance Brothers, un cuarteto de finlandeses guapos y altos, bastante cool y de un timming pasmoso, aunque algo predecibles. Bailables hasta el cansancio, dueños de un groove muy norteamericano, tradición de rythm and blues cruzado con algo de rockabilly y jazz más echado al lounge, música de medianoche para gatos desvelados, copa en mano, sombrero de ala ancha, zapatos bicolores. El humo se pegaba a las paredes dibujando siluetas y las chicas, con sus tiradores sueltos, buscaban algo, compañía, una rockola cercana, un vaso de algo que les hiciera subir la música a la cabeza. Yo bailé y bailé, tempo acelerado, una cortesía a la ropa de Antti y un aplauso a la predisposición de Lasse; luego un guiño a la fotógrafa italiana, pero dicen por ahí que es lesbiana, ¿Y quién soy yo para andar interrumpiendo la sexualidad de otros?
Otro cigarro, otra birra, las caras que van y vienen, una conversación a medio tener y, cuando quiero detenerme a ver, ya es casi la una y empieza Tony Allen y Charles, el productor musical francés, me dice ¿Te apuntas? Y yo claro que me apunto y nos vamos y Andrea queda atrás con la promesa de nos vemos luego y Antti dice podemos ir a mi casa en Píspala, pero se pierde y yo guau, guau, ¿Vamos? Pues sí, vamos, y Charles y yo caminamos los doscientos metros de Telakka a Klubi hablando de Huesca, de aceite de oliva, de salir de marcha un día de semana, de la sangre española que lo posee aunque él sea tan francés como el queso.
Tony Allen es un negro maduro pero febril, poseído por un swing brutal, una descarga percutiva de tribalismo. Su banda, un ensemble variopinto de mulatos pelilargos y de rastas, corre a su misma velocidad, carriles paralelos de fiesta, una invitación franca a africanizarse hasta perder el pudor. La invitación, regada en alcohol, se acepta. Me entrego al exorcismo del hombre, que cada tanto interrumpe a sus tambores para aleccionar en voz baja.
- Hoy no hay adentro y afuera, mis chicos. Hoy estamos todos adentro.
Todos adentro. Tiene razón. Veo aún los resabios de los setentas en su discurso, una Pantera Negra festiva que nos dice a todos: It´s gonna be alright, sonny. Y le da a los platillos y mira a sus músicos y todos batimos palmas. Jazz no snob, casi suena contradictorio. Pero no, me encuentro a un rastaman enorme que conocí una vez en mi terraza un domingo a la mañana, post borrachera. No me reconoce. Le muestro la totalidad de mi cara, sonrío, me saco el sombrero. Me abraza y juntos bailamos a los saltos.
- Te pido perdón por la otra vez - me dice finalmente - estaba muy borracho esa mañana. Ese no era yo.
- Sí - le digo - ese sí eras vos y estabas muy gracioso. No acepto las disculpas.
Me abraza de nuevo, bailamos, y luego se pierde por ahí. El concierto se acaba y me duelen las piernas. Mis palmas arden de aplaudir, miro alrededor buscando un punto de anclaje. Una niña rubia me pregunta si mi nombre es Tibo. Le digo que no, que yo soy yo. Me responde que yo me parezco a Tibo.
- No, Tibo debe parecerse a mí.
Un pelado que ocupa el espacio de dos personas se queda con ambos palitos de la batería de Tony Allen. Lo miro, me mira, me sonríe y me muestra su triunfo, pero elige no compartirlo. Mete los dos palillos en su bolsa, que milagrosamente está rota. Se cae uno de los palillos y yo, ni gentil ni perezoso, me lo guardo. Huyo con él y pienso es karma, es karma. Yo me lo merecía tanto como él y la repartición es justa. Charles aprecia mi triunfo, su mujer Maarit ensaya una cara de admiración y juntos bailamos, pero elijo salir porque el lugar comienza a vaciarse.
En la puerta me encuentro al escenógrafo contrariado y a su ex novia despechada. Han estado peleando toda la noche por viejos malentendidos y aún no entiendo si intentan arreglar las cosas o joderse más la vida. El parece un poco más cómodo con el mundo; ella, que tiene unos bellísimos rasgos indios pero una pésima postura, tiene un aspecto de asco y derrota. Le pregunto cómo está y no disimula sus escasas ganas de vivir. La siguiente vez que la veo ya no recuerda quién soy, no me lo tomo personal. Hablo con Antti del amor, del engaño, de lo que uno debe hacer y de lo que quiere hacer, de quedarse en un país por amor. Una turba de gente liderada por Javiera avanza a los gritos. Me sumo a ellos, hablo con dos africanos graciosos pero algo insolentes, y el grupo pronto se dispersa.
Solo, mareado y algo desorientado a medio camino entre Klubi y Telakka, miro a las dos únicas chicas a mis alrededor y les levanto las cejas.
- ¿Y ahora qué?, les pregunto.
- Ahora subimos al auto, responden. ¿Qué podía yo hacer más que seguirlas?
Pronto veo que somos seis. Hay unos hermanos finlandeses que se parecen a la mitad de los Hermanos Marx - me hablan del tecer miembro del grupo, curiosamente llamado Seppo, que se ha perdido en el camino de Helsinki a Tampere - y también se encuentra en el grupo un artista belga que vive en Tampere con su mujer e hijos, un tipo alegre y relajado que pinta paisajes abstractos en papel de arroz japonés. Tiene un sombrero bastante amanerado irlandés, pero queda bien con su barba rala y le da un aspecto bohemio que lo beneficia. No veo pose en su andar, el tipo es auténticamente raro. Nadie está en condiciones de manejar, ofrezco mis servicios y demuestro que no estoy ebrio. Aceptan. Manejo a mínima velocidad desde el centro hasta Píspala y, cuando damos el primer patinazo por la incipiente nieve en la ruta, los tranquilizo y estaciono. Vamos todos al departamento del belga hasta entrada la mañana, bebiendo birra y fumando. Cuando anuncio que me voy, llega Seppo y las dos chicas eligen seguirme. Camino por ellas hasta Pynikki y los tres analizamos el color celeste azulado de la escarcha sobre las hojas, me hablan de la nieve a fines de Enero, pero no llegaré a verla y cambiamos de tema.
En la casa de Katri, una de las dos, la más sonriente y expresiva, comemos brie, camembert, uvas y tomamos vino tinto. Le digo que nuestra merienda es muy francesa y me cuenta que vivió en Paris por dos años. Le pregunto por qué volvió.
- París es genial pero los parisinos no tanto.
La otra chica, una morocha de pequeña estatura y ojos de un celeste grisáceo, vive en Helsinki, pero ha vivido un tiempo en Barcelona. Ambas chicas comparten un cosmopolitismo que las separa de muchos de los franceses y la complicidad entre los tres se vuelve asombrosa. Me pregunto si debería elegir o si debería intentar acostarme con ambas simultáneamente, pero luego pienso que son amigas - eso siempre dificulta los proyectos ambiciosos que implican cierta intimidad - y que, si me sincero, me duele el cuerpo y no tengo en mí ni un gramo de deseo sexual. Juego con el gato, como queso hasta sentir la pesadez grasosa en el intestino y me quedo dormido. Me despierto algo perdido, incapaz de hilvanar dos ideas. Katri me invita a dormir; un impulso de soledad me hace declinar la invitación y me despido de forma un tanto inconsistente, balbuceando.
El frío de la mañana y la brisa descomponen la imagen de la catedral y acaricio las tumbas, sobrias y de un color opaco verdoso, con nombres en sueco. El ruido seco y agrietado de las piedritas bajo mis suelas me acompaña y pronto me encuentro frente a la valla de madera que bordea al viejo hospital que he convertido en mi guarida. Me siento en la cama cuando los primeros rayos del sol entran por mi ventana. Me doy cuenta que va a ser una mañana hermosa, pero no hay nada que pueda hacer para evitar el sueño y caigo, caigo, caigo por el agujero del conejo.
Al despertar la luz es tenue y enfermiza. Son las cuatro de la tarde y el festival ha retomado su curso. Elijo tomarme las cosas con calma. Me como unas alitas de pollo a las apuradas, llego a tiempo para escuchar al cuarteto de Michel Portal - una especie de Julio César francés, estrafalario, gritón pero ameno, un viejito de aires gangsteriles o de bajos fondos marselleses. El baterista parece transportado de los años sesenta, pantalones ajustados y remera ceñida escote en V, una cadena de metal suspendida de su cuello delicado; lleva el ritmo en el cuerpo, me hace acordar a Shaggy de Scooby Doo, es gay hasta el extremo del exhibicionismo. El pianista es un freak que me recuerda a Thom Yorke, mientras se inclina deformemente sobre el teclado para golpear con furia o para vibrar las cuerdas interiores. El contrabajista es sobrio, una figura inclinada de cabello plateado, una nota neutra en un orgasmo de color. Presto atención hasta promediando el concierto, luego me pierdo en mis ideas y vuelvo para el aplauso final.
Comemos más quesoy curry con los músicos, tomamos vino blanco, algunas castañas y albóndigas sueltas. Llega Silvia, la madre de Javiera, y hablamos de Chile, del exilio político, del pasado, de la violencia que mancha la historia latinoamericana. Nos explica que los niños chilenos vienen cargados de una cierta violencia que es resultado de su sociedad de origen. Seré trasandino, pero la entiendo. Los niños chilenos no se adaptan en Finlandia, golpean a los demás. Sonrío, pero no tengo nada para decir. Las horas pasan, toca un norteamericano de origen japonés llamado Dana Leong, virtuoso con el trombón y el cello. Hace un jazz hiphopeado de mensaje new age que pronto me aburre, pero no le pido nada. No le pido a nadie nada, que me dejen bailar tranquilo. Bailo hasta no tener más fuerzas, me tomo un Fernet con coca por la Madre Patria, hablo con los músicos sobre Buenos Aires y Nueva York y sobre las giras y sobre las herramientas que uno usa para lograr lo que quiere.
Después me invitan al Gobi Desert a escuchar Blues, otra gente me dice si quiero ir a Doris a bailar. Nada de eso me apetece, entonces camino con Katri la distancia que nos separa de Klubi hasta Pynikki. Hablamos de todo, también del cansancio físico y mental. Llegamos al punto de separarnos y, cuando me acerco a la distancia de besarla, la abrazo. No quiero entrar en ese juego de nuevo, ese juego de prometer lo que no quiero dar. Prefiero una cierta distancia, reconocer mis pequeñas fobias antes que disimularlas como elecciones.
Camino a casa. Al día siguiente será lunes. El festival habrá terminado y, con él, la fantasía de la vida bohemia. Habrá empezado otra cosa que aún no sé reconocer.

Saturday, November 01, 2008

Fedra

- ¿Entiendes lo que quiero decir?, preguntó ella, los ojos al borde de caer del contorno de su rostro, convulsionados, una mueca atractiva.
Claro que entendía de qué hablaba, a pesar del abismo que los separaba, de no compartir género, ni país, ni pasado ni idioma. La matriz básica de la existencia. Entendía que había algo de la experiencia común que los había afectado de modos similares y que ella lo había percibido con esa manera tan femenina de percibir antes de que alguien mencione la primera palabra.
- El teatro es mi vida, yo vivo a través del teatro - continuó ella, sin reducir ni un instante la convicción, las imágenes sucediéndose abstractas en sus ojos azules -. La primera semana llego a los ensayos y me parece todo una mierda, pero a la segunda semana estoy inmersa en el mundo que es la obra y me siento viva, compartiendo con esa gente todo mi día, y profundizando en un tema, quiero decir, realmente hablando de ese tema, agotándolo. Pero después llego a casa con mi marido y mi hijo y me pregunto, ¿Esta es la vida?
Yo no entiendo nada de eso, pensó él, pero aún así siento una enorme empatía hacia esta mujer, entiendo lo que le pasa, entiendo lo que es buscar la vida en algo, invertir la totalidad del tiempo en una cosa que arrebate todo, que tome todo y no de nada a cambio más que intensidad. Sintió una mezcla de admiración y envidia, pero no permitió que su imaginación lo llevara demasiado lejos de esa mesa. Esa mujer rubia que navegaba por sus treintas con la confusión intacta tenía algo para decir.
- Y ahora estoy aquí, ¿entiendes? Sin dudas estoy aquí ahora. Pero en mi casa... muchas veces sentí que tenía que abandonar mi casa, me pregunté ¿Qué hago yo aquí, con este hombre, por qué sigo aquí? Luego entendí que si uno cambia todo el tiempo no resuleve nada. Si uno huye cada vez que el otro lo cansa, no resuelve nada. Yo elegí quedarme esta vez, dejar que las cosas pasen, intentar resolverlo. No me gusta, pero yo me quedo.
Mientras terminaba de rolar un cigarrillo, habiendo perdido la cuenta, habiendo fumado más de lo que hubiese pensado posible, entregado al maridaje de cerveza y tabaco - más por el placer de la idea que por el acto, fetichistamente gozando con su propia imagen en el espejo más que con el humo espeso que expulsaba -, pensó qué decir. Nada, mejor no decir nada, mejor no arruinarlo con palabras necias. Porque sus palabras serían necias, porque él no tenía ninguna equivalencia en su vida con qué comparar y porque ella necesitaba hablar, ser escuchada, no para recibir una devolución o un consejo, sino para desahogarse, para sentir que no estaba volviéndose loca en la maraña en que se había convertido su vida.
Y mientras él salía a fumar su cigarro en mangas de camisa, dejándose impactar por el frío de la noche sin protejerse, una bocanada de humo y lluvia gélida, llegó el marido. El apenas lo vio entrar y recién a su vuelta, unos minutos más tarde, supo que ese hombre de gran talla y cara gentil pero neutra era el marido en cuestión, el hombre de camisas a rayas que bebía en pubs irlandeses mientras ella se entregaba a la vida bohemia en antros de madera e iluminación de velas. La pareja despareja, la vieja historia del hombre bueno y sacrificado que había salvado a la mujer perdida de una perdición aún peor, un amor trabajado y pulido pero sin estridencias, un arreglo civilizado y real como el matrimonio entre un príncipe y la princesa del país vecino; un acuerdo territorial, una convención. ¿Era eso amor? Por supuesto que sí, ese amor pegajoso y legal, ese amor que funda sociedad y que rompe endogamias, un amor terrenal y sin vuelo que echa raíces y se construye con silencios, con compras en el supermercado, con viajes a los bosques planeados con antelación suficiente como para no arruinar los arreglos de la casa o las reuniones de él con amigos a mirar hockey sobre hielo o el día estipulado para llevar al niño al parque o a la casa de la abuela.
En la mesa vecina, la mesa de los actores, la mesa de los vinos compartidos sin vasos y de los secretos a voces, estaba el tercero en discordia. El hombre-niño, el soñador de voz labrada en misterio, de barba rala y cabellos sueltos, el hombre de piernas cruzadas en pantalones de corderoy marrón y de pañuelos al cuello, que recurre a la filosofía cuando la vida se vuelve demasiado personal y que se entrega al vino cuando los viernes a la noche recuerda que una parte de sí mismo se perdió en el pasado y que otro tanto fue invertido en amores baladíes de los que goza sufriendo. Y ella, sentada junto a él pero sin mirarlo, y un marido de por medio mirando sin mirar, eligiendo no mirar por miedo a ver demasiado. Y entre ellos, en el inmenso teatro de la vida, la estaticidad, la mirada expectante de un extranjero que quiere captarlo todo.
Y así, con la excusa de hablar de teatro, ella se acercó a la mesa, el hombre-niño-soñador cambió el cruce de piernas -un obvio gesto de nerviosismo y antelación -, ella improvisó una sonrisa destinada a nadie en particular pero para él, y la mesa dio lugar a un cuarteto. Cuatro personas, varias historias cruzadas, un narrador imparcial pero implicado y la comedia del desencanto.
El narrador, tal vez apresuradamente, tal vez siemplemente por vivir a través de los otros lo que le faltaba a su vida, eligió precipitar los hechos. Como si filosofara para nadie, pero colocando con precisión los dardos de sus ojos, propuso el tema a seguir, el tópico para que el cuarteto comenzara a rodar el debate, la certeza absoluta de que en esa mesa había tela suficiente como para tramar un golpe a lo conveniente, a lo debido.
- El amor es lo que no podemos manejar, lo que no podemos prever, lo que aparece sin que lo busquemos. El amor trae consigo un caos que da vuelta nuestras vidas y eso es lo que lo hace maravilloso.
Los ojos de ella, los ojos de él, las miradas de los cuatro, los recuerdos de la segunda mujer, otra extranjera en ese concierto de voces, su propio dolor convertido en discurso o en ausencia o en vacío que se llena con palabras. Un silencio, una risa, un cambio de tema, por supuesto, introducido por ella.
- Tenemos que ir a los bosques, dijo al narrador.
- Yo quiero ir a los bosques.
- ¿Cuándo vamos a los bosques?
- Pronto. Deseo que me lleven. Un par de días, un fin de semana, lo que sea. Sin electricidad, sin computadora, sin teléfonos.
- Yo te voy a llevar a los bosques.
El narrador, atento a la espuma decadente de su cerveza, miró luego al hombre-niño, cuya miarada estaba perdida entre los fondos opacos y la luz reflejada en el contorno rubio de ella.
- ¿Y tú, vienes a los bosques?
- No, él no viene, se adelantó a responder ella.
- No, creo que no, completó él.
- ¿Por qué no?
- Porque no estoy invitado.
- Lo tienes que merecer, supongo, completó el narrador.
- Nadie tiene que mercer nada, dijo ella, finalmente, y miró por primera vez con franqueza al hombre-niño.
Luego se levantó, caminó hasta la mesa vecina, se sentó junto al marido y volvió a la vida, esa que no es comparable con el teatro, esa vida de esperas y de paciencias, ese teatro con iluminación más pobre, personajes con menos matices y circunstancias tan jugosas que aseguran un conflicto encantador para el espectador pero doloroso y desolador como para gozar con la representación.
En el teatro de la vida, los papeles se eligen de forma azarosamente cruel, todos acaban haciendo el personaje opuesto a lo que soñaban. Todos, claro, menos el narrador, que observa, apunta y narra, que vive a través de los otros.