Saturday, March 28, 2009

Le cinéma, mon Dieu

Estoy de vuelta inmerso en el Bafici. Años atrás me quitaba el sueño su llegada, lo anticipaba con ansias y bastante de angustia. Hoy no. Hoy trabajo en él, hoy percibo un sueldo. Hoy miro con recelo a todas esas personas que hicieron algo. Mierda, digamos que es mierda, digamos que muchos de ellos - los argentinos - hacen películas de jóvenes con pulóveres de abuelo que quieren decir pero no dicen, muy Palermo. Aún así (y no todas son malas, exagero, pero esa es mi plusvalía de resentimiento), produjeron algo. Donde había eter ahora hay... una película, que también es eter, pero con forma de experiencia, de tiempo. Miro películas ininterrumpidamente, a veces en forma patológica, a veces con desmesura. Cinco, seis por día, fragmentos, arrancadas, enteras, con siesta en el medio. Devoro cine y pienso, al mismo tiempo, que creo que el cine mucho no me gusta, o tal vez sí. No sé. A veces me parece un medio limitado, alejado de lo sagrado. A veces no, a veces un gesto o una línea de diálogo me hacen el día, me colman de una alegría súbita, infantil. Muy pocas veces el cine hace que la vida valga la pena, o que sea mejor, o que se vea diferente. Ayer pensaba que debería intentar hacer películas sobre cosas que deseo filmar y no sobre cosas que pienso que gustarán a otros. Estoy muy pendiente de gustar a los otros, tengo un deseo ciego de aprobación. Me gustaría ser un poco más autónomo, más independiente de la mirada ajena. Siento que hasta ahora filmé para otros, a veces para mí. Pero, ¿quién soy yo? La pregunta es universal, no por eso menos angustiante. A veces siento que soy una cáscara, que detrás no hay nada. Una muerte en la familia y no derrocho una lágrima, no siento nada, siento un hueco en el pecho. Y veo películas, películas, que no son nada, que son aire y que me parecen poca cosa cuando escucho buena música o cuando leo un buen libro.
Siento que me miran y piensan que soy poca cosa. O que soy un desperdicio. Ese chico, es tan inteligente y habla tan bien inglés, es una pena que sea tan cagón. Yo me siento superlativo, siento que debería poder seducir a todos (si Thom Yorke, que es horrible, lo logra con actitud, ¿por qué yo no?), que ellos ocupan puestos que yo podría hacer mejor. Pero me temen, nunca me llaman porque creen que soy una amenaza. Son cordiales, pero me temen. Nos conocemos hace más de seis años. ¿Cambia eso algo? No, jamás me muestran su verdad, jamás me palmean el hombro. Mantienen distancia.
Hacer películas para ser querido, eso quiero a veces. Hacer películas para viajar, para estar en contacto con el mundo al cual considero que pertenezco. Ayer me hablaron de una chica que tiene un tatuaje que dice Buenos Aires en forma de rejas. La entiendo: esta ciudad es un encierro, una cárcel. También es maravillosa... a veces.
Hacer algo, algo. Una obra de teatro, una novela, una película, inventar una forma de expresión nueva, huir a los bosques a vivir con nada, decorar mi casa según la última moda, algo. Tener un amor y no chicas, tener una casa y no un habitáculo, tener algo que pueda gritar que es mío y no solo manipular objetos.
Hacer. Ser libre. Vivir. Dormir tranquilo. Disfrutar del tiempo que se va.

Thursday, March 26, 2009

Te miro a la cara, no bajes los ojos

Cuando me hacen mal, cuando me ignoran, cuando se ríen de mí cándidamente, ¿Adónde estás? ¿Y cuándo dicen que me quieren bien y luego mienten, y cuando me agreden con palabras y silencios y violencia discreta y sutil como una aguja? ¿Adónde estás? Te pregunto y vuelvo a preguntar, no porque vayas a enmendar tanta miseria, ni porque puedas (aún si quisieras) hacer que este mundo cobarde sea más noble, o más sincero. Te pregunto porque no veo salida, porque estas heridas no se van a cerrar, porque cada día que pasa todo se vuelve más oscuro, más nefasto, más cómico dentro de las gamas de dolor que conozco.
¿Por qué esta espera infinita, qué te detiene? ¿Es miedo, acaso se llama miedo eso que te estanca en un lugar lejano, al que no tengo acceso? ¿Miedo a qué, a mí? Si yo soy una pluma, soy una pizca de especia confitada, soy un gorrión con la pata chamuscada por las mordidas incestantes de los lobos...
¿Adónde estás?, te pregunto. ¿Adónde estabas mientras me colgaban de una cruz y pretendían que yo no existía? ¿Adónde estabas cuando necesitaba aliados, y prosélitos, y fieles, y cortejos, y funerales, y recuerdos?
¿Adónde estabas entonces y adónde estás ahora?
Quisiera creer que no estás bailando con ellos.
El disco está rayado, ¿No escuchás? El disco salta.
Y cada vez que chirría la púa vieja ellos ríen.
¡No rías también! ¡No hagas una farsa de lo que es verdadero!
Pero hay algo que no pueden tocar. Hay algo de la esencia que es solo mío, que se mantiene virgen, ingenuo, puro, lejos de las manos de cemento.
Yo me muero con mi idea y con mi principio. Duele y arde, pero me muero con lo que es mío. ¿Vas a estar ahí para enterrarme o debo seguir pensando que serás una ausencia, una mancha de tinta en mi testamento maldito?

Tuesday, March 24, 2009

Distorsión propia, de uno mismo

Y yo que pensé que, exponiéndome del todo, iba a entender algo.
Pues no, entiendo menos, o nada, que el resto de ustedes.
Veo figuras, siluetas y colores, pero el sentido que les doy es completamente arbitrario.
Soy apenas un transmisor de ideas, nada más.
Mis creencias y mis valores son el producto de asociaciones más o menos lógicas, de conjunciones establecidas en abstracto.
Mi verdad más oculta y mi frivolidad más insostenible tienen el mismo peso.
¿Y mis palabras? Están hechas de aire, como las tuyas.
Entonces, tenemos diferencias. Vos decís "ah", yo digo "uh". Y nos peleamos, pero compartimos una "h".
Cuando pienso que los otros entienden yo me pregunto si no me enchufaron en una modalidad ajena.

Monday, March 23, 2009

Fábula

Desde la rama del árbol el mundo no es tan feo. Uno asciende, se estira para llegar más alto y no piensa en cómo carajo va a bajar, eso viene después. La cuestión es subir, es pisar firme donde no debería y quedarse ahí hasta que la rama se ponga demasiado segura. Entonces, uno cuelga el pie en el aire, o se hace un poco el loco, o se manda un saltito a la siguiente rama, para sentir un poco el cosquilleo en el estómago, o el olorcito a huesos rotos, que te mantiene un poco vivo.
Yo estaba en una de las ramas intermedias, saboreando mi aislamiento. Atenazado a la rama con los pies, como un émulo de gorila, me armé el último cigarrillo del paquete. Abajo apareció una cara, una musculosa, algunos pelos: una persona. Me pidió tabaco, era Dani, yo dije que no tenía, que lo podíamos compartir. Lo hicimos, le pasé el cigarro por entre mis piernas cruzadas, fue y vino varias veces.
Las siluetas bailaron, celestes y naranjas, contra la arboleda.
Luego vinieron y me rindieron pleitesía y yo les dije que se las tomaran, que no adoraran a dioses paganos ni a gigantes de pies de barro. No escucharon, como nunca escuchan, hicieron lo que quisieron, creo que hasta prendieron fuego a una aldea. Decidí quedarme para siempre en mi árbol (para no ver a todos mis amores muertos, eternizados como arrugas en las caras de ancianas de barrio), después me arrepentí y me hice varios raspones en brazos y torso, para no olvidar de cómo se sentía estar allá arriba. Dani ya no estaba, menos aún los fieles.
En la cocina había una cara nueva. Curioso, pensé, yo ya las tenía contadas. Como era una mujer, a los treinta segundos tenía ya un séquito de moscas viriles. Le olían el culo, como a los perros, le buscaban la sangre del celo y ella se reía, se ponía los anteojos negros y buscaba algo que tomar. Dijo que un patovica la había hecho echar de un cumpleaños en el que estaba porque ella lo había rechazado. Aparentemente, y todo en ella era "aparentemente", él le había preguntado a ella qué pretendía de él - como la Coca con músculos, asumo - y ella lo había llamado paranoico. Claro, a un tipo que tomo esteroides no lo llamás paranoico.
Mis rituales con el árbol se repitieron intercaladamente. A veces me iba al fondo, donde el pasto estaba húmedo y las palmeras oscilaban contra un cielo de ocre. Me suspendí del arco oxidado de fútbol, colgué las patas como un mico, improvisé unos movimientos de taikuondo y hasta pegué unos gritos. Entre el terruño la ví venir a la mujer-séquito. Acababa de descubrir que el jardín era ilimitado. Me avergonzó que mi ritual de sangre no fuera privado. Le pregunté qué quería. Su respuesta fue difusa. Le expliqué por qué era necesario un sector posterior de vegetación salvaje, pero jamás perdí el tono marcial. Yo venía de los árboles, into the wild, como decía Pablo, into the wild. Raspones y magulladuras, sangre y tierra, pelos en pecho y gritos tribales.
Una puta barata me preguntó por qué no me rasuraba el pecho con cinta aislante. A vos te voy a aislar pero del mundo, de tus cosas más queridas, de tu careta de nena bien. Si te calienta mi pelo en pecho hacéte cargo, no te hagas las asquerosita, la té-de-la-tarde, la Highlands o Northlands o la No-man´s-land.
La mujer séquito, desprendida de las moscas, hacía preguntas que no entendí. Le dije que me iba a buscar Fernet y, en cuanto salimos al claro, una mosca le preguntó adónde había ido. Luego otro abejorro se la llevó del brazo y un tercero le preguntó si no era una noche maravillosa para tirarse en el pasto.
Robé una copa, canté un villancico y bailé una conga al ritmo de los parlantes.
Después vi fotos, alegres y sabios encuentros, atroces desencuentros y escenas de cabaret sazonadas con licores. Vi sonámbulos, peces de arbusto, reuniones de áreas maderosas y tugurios, cuarteles, encrucijadas y luciérnagas apagadas.
La mujer-séquito había tejido su telaraña. Todas las moscas estaban pegadas y desamparadas, diciendo incoherencias, gritando que la habían conquistado mientras ella se los comía. Mientras arrastraba botellas de plático hacia mi árbol para completar mi nido, mi guarida hasta el fin de los tiempos, la ví dormida, en soledad contra un almohadón almidonado. Tenía las piernas recogidas sobre sí misma y un gesto tenue, de pájaro herido. Me escondí en el dintel de la puerta, y esperé. Saborée el momento, esperando a ver cómo sacaba las pinzas de la tráquea para comerse a la próxima víctima. Yo, el de los bosques, el mono de la oscuridad, estaba del lado de ella: cómelos, cómelos, no dejes ni una tripa...
Al tipo tampoco lo había visto antes. Era alto, elegante, una sombra aún con las luces del alba. Iba suelto de cuerpo, era difícil distinguir donde empezaba una extremidad y dónde la otra, todo era una sola cosa, un movimiento encarnado. Me impresionó como impresionan las pesadillas o los dioses egipcios. La araña no se movió, ni siquiera lo oyó venir. El viento hacía más ruido que él al moverse. La miró, espió a su alrededor - no me vio, gracias a Alá no me vio - y se arrodilló frente a ella. Suavemente, mientras ella dormia, le dio un beso en la comusira del labio. Los ojos de ella se abrieron súbitamente, pero sin temor, apenas con desconcierto. Luego empezó a reir.
- Por un momento no supe donde estaba...
- Qué cara, dijo el tipo sin rostro.
Después la besó de nuevo y ella se lo comió, pero dejándolo entero. Duró apenas unos segundos, luego él se levantó, la besó de nuevo, y la miró por última vez.
- Hay mucho por hacer todavía.
Ella lo vio salir y, en ese instante, me vio a mí. Huí, como una presa fácil huí, salté entre los rosales, me escondí entre los jazmines y luego me elevé, hasta alcanzar la rama superior de mi árbol. Mientras los fieles abandonaban el predio, lo vi salir, primero al hombre-sombra, luego a la mujer-araña, finalmente a los carruajes. Uno a uno fueron abandonando el campo hasta dejarme solo, solo con el musgo, con las chicharras y con las moscas, pegadas muertas contra la tela avejentada.
Después me hice savia y me quedé, adentro y latente.

Saturday, March 21, 2009

La maraña

Pim-pim-pim un sonido agudo agudísimo, el milnovecientos no sé gin tonic. La mezcla es perfecta: el gin y el hielo y la tónica son uno. "Lo más lindo que le pasó al mundo", dice el doctor. Suena una música que va a las tripas, electro-no-sé, debe ser holandés. Sol sostenido, dice Juanfa, e insiste: sostenélo, el resto se hace con los botones.
¿En qué mundo estoy viviendo?
El amor descompuesto en partículas, ella cree que no hay nada detrás de las llamadas que yo no contesto. Hay un vacío, que solo se llena cuando yo (él) se pierde tras la arboleda con una de vestido rosa. Pero si da lo mismo, hombre, que si ella va a pensar que... y yo voy a decir que...
Paki habla de Cuba y yo pienso que yo no vi eso. Qué ví es la puta pregunta, la que me merodea los labios y se cae del lado de afuera. Los discípulos hacen películas y los maestros escuchan.
It´s burning, I mean, flames coming out of the machine like fire into the sky. The men, sitting quietly by the table, drowning their pain into the void of colloquial conversation, such as might be held by gentlement over a bottle of port. Darkness in upon them, all oblivion of sour noise, an inarticulate madness of unheard shrieks, an obscure - yet fair, rather pale - extention of his inner soul.
I have now entered into the next stage, into a rioting awkwardness.
I have now lost every meaning, every sign and every precise data regarding my current position.
Miren cómo me rio a gritos, encerrado en una máscara.

Sunday, March 15, 2009

Pasillos en sombra

Debía tener unos sesenta y cinco años, tal vez menos pero muy mal llevados. Había llegado a trabajar a la casa en los albores de la década del noventa y se había asentado como una imagen recurrente dentro de los inmensos salones. Se mimetizaba con el mobiliario y, cuando tomaba mate, quieta y firme sobre un taburete, se intuía su presencia por el sonido de la radio, para siempre eternizada en alguna estación AM.
Alguna vez había usado delantal, pero hacía varios años que trabajaba en ropa de calle, algún jogging viejo o descartes que la dueña de casa le daba. Las remeras que recibía y que habían llegado a su estadío terminal eran prontamente convertidas en trapos. Se teñía el pelo de un tono borravino apagado; la tintura no era buena, el color no era uniforme, apenas si cubría las canas y regalaba unos mechones negros. A veces llevaba anteojos de marco amplio y circular, otras no llevaba nada. Daba besos en la mejilla con sonido agudo pero sin saliva.
Una de las hijas decía quererla. Cuando la joven viajó a Estados Unidos para continuar sus estudios y llamaba a la casa para hablar con sus padres, ella solía atenderla y hablaban un rato antes de que la chica pidiera hablar con su madre. La charla era informal, de poca consistencia. Algunas bromas menores, la inevitable referencia a la añoranza de la casa familiar y el elogio, nunca ausente, a la tortilla de cebolla que la mujer cocinaba con una destreza que le era propia.
El café con leche le salía exquisito. No era una mera suma de ingredientes, sino una síntesis perfecta. El hijo menor de la familia era el principal beneficiario. Lo requería infatigablemente cuando volvía del colegio, entre las cuatro y las cinco de la tarde. Marcaba el interno de la cocina desde su habitación en la planta alta y ella atendía. El solicitaba el café con dos tostadas y ella prontamente lo preparaba. Luego lo subía hasta la habitación del chico, preparado en una bandeja verde o en una blanca y más amplia, con diseños de animales marinos.
De día, cuando nadie más habitaba la casa, llevaba a cabo sus rituales de limpieza y cocina. Cuando acababa, se encerraba en el cuarto del fondo, el que está alejado de la casa, y miraba televisión por varias horas, en la penumbra. Cuando era llamada abandonaba su retiro y acudía como un soldado, sin quejarse, sin siquiera emitir palabra. Parecía haber asumido completamente la posición de sumisión que el trabajo le demandaba y se contentaba con eso. Estaba preocupada por su hijo, que aparentemente había estado en la cárcel y tenía el hábito, una vez cada tanto, de dejar embarazadas a chicas por las cuales no sentía ningún interés. Con la ayuda de la señora de la casa, el chico había logrado encaminar un poco su vida y había podido dejar su puesto de cajero en un supermercado para trabajar en una panadería, horneando el pan. Ella se mostraba agradecida hacia la señora y cada tanto cocinaba algún plato especial sin que se lo pidieran u ofrecía una atención que los miembros de la familia recibían con una sonrisa y con cierta frialdad.
Otras mujeres habían trabajado en la casa y con todas había convivido pacíficamente. No le gustaban los problemas, no los buscaba ni los fomentaba. Debía coexistir con ellas y lo hacía. No era extraño verlas a ella y a la otra, quienquiera que fuese, sentadas juntas, almorzando. Comían arroz, tal vez ravioles, muy pocas veces carne. Las gaseosas le caían mal y el alcohol no le gustaba. Luis, su marido, o ex marido - nadie en la familia lo sabía bien - era alcohólico. No había tenido suerte en el amor, aunque sí varios hijos, y el amor que desplegaba era más bien maternal, incluso con los hijos de la familia, quienes le mostraban un afecto parco, como el que se tiene con una mascota o como el que, dado el caso, se puede fingir. Podían compartir el espacio o comer los mismos alimentos, pero no dejaba de ser la mucama, aún si nadie jamás en la casa usara ese apelativo.
Una vez encontró un test de embarazo en un cajón de las chicas e incluso tuvo el infortunio de entrar a una habitación y de encontrar al hijo menor masturbándose. El disimuló, tapándose torpemente, emitiendo un grito seco de humillación. Ella pretendió no haber visto, procuró no emitir sonido y nunca mencionó nada del asunto, ni siquiera a su propia familia.
Siempre había sido frágil y se mostraba escéptica ante el poder de la medicina. Tomaba sus medicamentos religiosamente, pero no confiaba en la cura. Cargaba su cruz con resignación. La noticia de la operación no le causó ninguna gracia. Perdió el sueño durante varios días e, incluso, lloró. En una actitud que luego juzgó estúpida y excesiva, le comentó al joven dueño de casa que debía someterse al bisturí. Hubo un silencio, el chico murmuró que eso era una mala noticia y fingió una cierta empatía. Luego la incitó al optimismo y se alejó hacia el cuarto de la computadora. Con las hijas no cometió el mismo error. Con los padres, la cuestión fue más bien profesional: informó su parte médico y sus empleadores tuvieron el gesto de pagar por los medicamentos y por la operación, aunque, por lo bajo, se lamentaban de tener que cargar con una mujer mayor que lentamente perdería su eficiencia.
La operación trajo una leve mejoría y sendas recaídas. En la casa comenzó a trabajar Gracia, que era peruana y muy silenciosa, tímida hasta la exasperación. Gracia era maquinalmente eficiente, no revelaba nada de sí misma por fuera de sus tareas. Cuando ella intentó entablar una charla sincera con Gracia, se sintió cortésmente rechazada. A los pocos días, tuvo que ausentarse del trabajo con mayor frecuencia, luego comenzó a trabajar apenas dos días a la semana y finalmente dejó de venir. Nadie preguntó qué había pasado.
Un día, la madre, sentada con sus hijos en la mesa del comedor, les comunicó la noticia.
- Norma está entubada. Parece que es terminal. Se va a morir.
En los rostros de todos se dibujó una mueca infame. No era pena lo que sentían, o tristeza, sino más bien desagrado. No por ella, que tan servicial había sido, sino por la sensación de que se había estropeado el desayuno, que las tostadas no tenían un buen sabor o que el café - café que había preparado una máquina, no ella, y, por lo tanto, infinitamente inferior - estaba agrio. Una de las hijas se tomó la cara y se volvió pálida, la otra miró hacia la ventana y el hijo apenás si murmuró algo, luego buscó la sección deportiva del diario y hojeó desganadamente los resultados de los partidos jugados en Europa.
A continuación, la madre le mostró a sus hijas la última cartera que una amiga le había traido de Hong Kong y el hijo subió a su habitación.
- También la trajo en rojo y en azúl, dijo la madre, con una sonrisa grotesca y bastante forzada.

Mediodia, resaca y mama esta insoportable

- ¿Qué te pasa? Tenés mala cara.
- Nada, estoy cansada.
- ¿Saliste ayer?
- Sí.
- ¿Te acostaste tarde?
- Más o menos, no sé. A eso de las cinco.
- Ah, bastante. ¿Con quién saliste?
- Con Federico.
- ¿Quién?
- Federico.
- Ese es nuevo, ¿no? ¿Desde hace mucho?
- Dos semanas, no sé.
- ¿Y te gusta?
- Sí, está bien.
- ¿Cuándo lo vas a traer?
- Basta, mamá. No es mi novio.
- ¿Y qué hicieron?
- Fuimos al cumpleaños de un amigo de él.
- ¿Se divirtieron?
- Sí, estuvo bien.
- ¿Tomaste mucho?
- Basta, mamá, no tengo quince años.
- No, digo, con la cara que tenés...
- Tengo la cara que tengo para un domingo al mediodía. Nada más.
- No, digo, porque siempre te quejás de que...
- ¿Siempre qué? No me rompas las bolas.
- Está bien, yo solo decía. ¿Te duele la cabeza?
- Sí, un poco.
- Tomáte un Ibupirac.
- No, ya se me va a pasar.
- ¿Por qué no? Si te duele...
- Porque no me gusta tomar pastillas. Prefiero la solución natural.
- Bueno. ¿Y en la fiesta, qué hicieron? ¿Bailaron?
- Sí, un rato. Pero la música era una mierda.
- ¿Y los amigos, qué tal?
- Mucho no hablé. Más o menos.
- ¿Divertidos?
- Ni idea.
- ¿Cómo ni idea? ¿No hablaste con ellos?
- Sí, mamá, pero hablamos de boludeces y la música estaba muy fuerte y ellos se esforzaban demasiado por caerme bien y al final me puso mal.
- ¿Mal? ¿Te puso mal que te trataran bien? La verdad que no te entiendo, no sé a quién salís.
- A vos no, por suerte.
- Qué dura que sos. ¿Hace falta que me hables así?
- Y, si me quemás la cabeza, te hablo mal. Jodéte.
- Soy tu mamá, no soy tu amiguita.
- No, mis amigas por suerte no me hacen tantas preguntas.
- Y el chico este Federico, ¿Cómo se portó delante de los amigos con vos?
- Bien, no sé qué decirte. Se tocan, se pegan, se dicen puto, qué sé yo, esas cosas que hacen los tipos.
- ¿Pero... bien?
- Sí, no sé.
- ¿Qué pasó?
- Nada, me jodió un poco que... no sé, sentí que en un momento me estaba mostrando.
- ¿Mostrando a quién?
- A los amigos, que me estaba paseando como su conquista.
- Bueno, eso no está mal. Quiere decir que le gustás.
- No, mamá, quiere decir que entre una muñeca inflable y yo no hay ninguna diferencia.
- Qué exagerada que sos.
- Sí, soy exagerada, ¿Y qué? ¿Por qué todo tiene que ser amable y correcto y normal? Me cago en lo normal, me da por el quinto forro de las pelotas que todo sea... no sé, tibio.
- ¿Tibio? Es una relación, no una comida.
- ¿Qué sos, graciosa?
- No, pero así los tipos te van a dejar.
- ¿Por qué no te callás un poco la boca? No me puede dejar porque no estamos saliendo, y si me deja - como vos decís - me da igual.
- ¿En serio te da igual? ¿Y para qué lo ves?
- Para coger, mamá. Para que me cojan,
- Bajá la voz, querés.
- No, no quiero. ¿Qué tiene de malo? Quiero que me la pongan cada tanto, tengo derecho.
- ¿Pero no lo querés ni un poquito?
- Sí, qué sé yo, no es mi ideal, pero está bien.
- ¿Y quién es tu ideal?
- No existe. La palabra ideal da a entender eso, que es una idea.
- Bueno, pero de las ideas solo no se vive.
- Sí, mamá, tenés razón.
- ¿Adónde vas?
- Al baño. Pedí la cuenta.
- ¿No querés un café?
- No, me duele la panza.
- Ves, eso es porque tomás mucho. Hacéme caso, tomáte un Ibupirac.
- No me rompas más las bolas.

Friday, March 13, 2009

Bromas

Jajaja... es tan graci...no pued...jaja... trato de... ajiajiaji... esperá...
Dáme una pausa. Pará. Pará que... que junto el aire.
Ay, ay, ay.... aja... aja... ajajaja... jajajajajajajajajaja...
La conch... tumá... jejejejiijjijijajaja... me vas a mat...jaja...
no pued...r... ay, ay, oy... uf...uf....uf
Pará, un minuto, en serio, pará.
No, no empieces de nuevo... no...n...jeje---uf-.--je...ahhhh.
Uf.
Uf.
Ah.
Uf.
Aaaahhh, me vas a matar.
Cuando decis cosas como esas. Me mata.
Y a veces hasta pienso que hablás en serio.

Wednesday, March 11, 2009

Canción pop sin estribillo

Sábado a la noche,
chicas sentadas
en rodillas sólidas
de chicos sonrientes,
se hablan rozándose
pero sin mirarse,
él mira a la ventana
dice algo que ella
no está escuchando
porque sonríe,
y espera
a que él termine
de hablar
para darle un beso.
Viajan en colectivos
repletos
y sudorosos
hacia destinos inciertos,
sin saber,
o sabiendo de sobra
pero postergando
que también es incierta
la noche,
el roce,
el aire,
y todas las flores
perfumadas
que inundan desde afuera
el espacio interior
del vehículo
donde los cuerpos se
acumulan
como vacas
camino al matadero
que se miran,
se huelen,
quieren decir algo
y, bajo el peso del martillo,
perecen.

(Solo de guitarra. Redoblante de batería. Variación en la línea de bajo y percusión acorde. Final a todo trapo, con cierre descendente y más bien meloso, acaramelado, atenuando las implicancias de la letra)

Monday, March 09, 2009

Tres veces loco

Miré hacia arriba, en dirección al techo entreabierto. Constaté dos cosas: que el día estaba hermoso y que la vecinita me iba a hacer imposible la permanencia en mi casa, cantando a los gritos mientras miraba una película a todo volumen. Todo indicaba que tenía que salir del encierro cavernoso de mi casa.
Afuera constaté que el cielo relucía en un celeste impoluto y que la temperatura había amainado en relación a días anteriores. Se olía el domingo en el aire. El vagabundo que tiene pelos en la nariz dormía en su colchón de siempre, delante de la empresa de catering. Noté que el tipo tenía un sistema muy preciso para acomodar todas sus pertenencias móviles y que incluso había diseñado una cuerda fácil de extraer para colgar a secar sus prendas.
Domingo, nada que hacer, resabios lejanos de dos noches seguidas de borracheras. Una sensación perpetua de no tener adónde ir, de tener los designios del destino en las propias manos y de pecar de indiferencia.
Caminé hacia la estación Colegiales. Hacia el Norte, apenas una idea de qué hacer. Hasta Bartolomé Mitre, después vemos. Tal vez engancho y sigo viaje hasta el Tigre, buscando pastizales, agua de algún color, torsos desnudos.
Me puse a leer a Kipling en el andén. El tren llegó demasiado rápido según el estándar habitual, me subí sin mirar insignias, me senté. Retomé la lectura en el capítulo 2 de Kim, por la parte en que el niño deja al lama en la casa de una mujer y sale a notificar al caballero inglés que el caballo blanco que le envió Mahbub Ali tiene pedigree.
Un par de estaciones adelante levanté la cabeza y me fallaron las coordenadas. Leí un cartel azulado con el nombre de la calle pero no pude hacerme la imagen mental en el catastro. Calles de tierra, niños jugando al fútbol descalzos, fábricas ultramodernas cercadas y bordeadas con extensiones de un verde calculado, enfrentadas a villas miserias monstruosas, de suelos barrosos, de caños oxidados, de latón.
¿Qué era ese lugar? Hice memoria. No puedo decir que conozca a la línea Mitre de memoria, hay varias estaciones en el medio que se me vienen a la memoria opacas, desdibujadas. Sin embargo, de tener que definir, diría que es un ramal más bien clase media, con algunas paradas de estrato aún más alto (la eterna beldad de Belgrano R, la revalorización de Coghlan, la ecuestre dignidad de Florida o la parca sobriedad de Saavedra); lo que mis ojos se encontraban delante era otro panorama: desolación, fraccionamiento, otredad. Ni un solo cartel dentro del vagón o allá afuera. En una estación, logré vislumbrar unas letras de beige, de perfil gótico y sucio: Malaver. ¿Malaver? Esa calle me suena, ¿Pero la estación? ¿Dónde estaba?
Empecé a sentirme como en un capítulo de la Dimensión Desconocida. A stop at Willoughby, pero al revés. Me dejé llevar. Es domingo, repetí, ¿Qué tengo que hacer mejor que descubrir lugares nuevos?
Llegamos a una estación. Todos empezaron a bajar. Quedé solo en mi asiento, ni siquiera un guarda o un borracho rezagado. Subieron cuatro señoras de rasgos exactamente idénticos, sus cabelleras rigurosamente delineadas en una copa de rizos naranja opaco, anteojos de ver con tinte marrón, remeras con marca o con la cara de algún dibujo animado de los setenta. Las acompañaban unas niñas de cabellos azabaches, sus sucesoras en el proyecto de comunidad que cada día debían construir para protejerse de los embistes de la vida capitalina. Atiné a hablarles.
- Discúlpenme, ¿Cómo voy de acá a Mitre?
- ¿Adónde?
- A la estación Mitre, donde termina la línea.
- Ah, no, ni idea.
- Por acá no es.
- ¿Mitre? ¿Mitre? No me suena, eh...
En medio del debate colegiado subió un tipo y, de todo el vagón vacío, vino a sentarse enfrente mío. Era retacón y de rasgo adusto, cara de pocos amigos y más de un tajo alrededor de los ojos. Me sorprendió la planicie de sus orejas y las manchas grises dispersas en su pelo uniformemente negro. A las señoras ni las miró, me habló directamente a mí, emanando un vaho sudoroso de vino tinto con gusto a mugre de estante.
- ¿Usted adónde va?
- A Mitre.
- ¿Mitre y qué?
- Estación Mitre
- A ver, sea más específico. ¿Mitre y qué?
- Estación Mitre, donde termina la línea, en Vicente López.
- ¿Vicente López y qué? Hable claro. Si quiere que lo ayude, diga las cosas como son.
- Más claro no lo puedo decir, acabé diciendo, algo enervado, empezando a creer que se estaba burlando de mí.
Un chico un tanto tímido con aros en las cejas se reía por lo bajo y captó mi atención.
- Quedáte en este tren y bajáte en Belgrano, ahí enganchás el otro tren y listo, dijo, susurrando.
- Ah, a Bartolomé Mitre vas vos, me dijo el borrachín, como si le hubiesen arruinado el chiste. Entonces bajáte en Retiro y tomáte el que va a Tigre. Te bajás en Vicente López. Eso sí, te vas a comer como cuarenta y cinco minutos, mínimo. ¿Y todo por qué? Por pelotudo, por venir pelotudeando.
Me sentí invitado a la insolencia. No parecía más que un borracho inofensivo y yo no andaba con ánimo de ser paseado. Estaba encendido, y cuando me enciendo no pienso. Hablo. Y ataco.
- Estaba leyendo, no miré. ¿Qué quiere que haga?
- ¿Te hacés el gracioso? ¿Sabés qué es esto? Esto es José León Suárez. No viniste nunca acá, ¿no?
Tenía razón, nunca había pisado ese lugar y se me notaba a la legua que estaba tan desencajado en ese lugar como un camello en el Polo. El repentino tono informal era casi una marca territorial. Hay cosas que no se pueden disimular.
- Tenés suerte de que es domingo y está tranquilo, sino acá a vos no te dejan nada, te sacan hasta los documentos.
- Y... voy a intentar de que no me saquen nada, dije, intentado ser gracioso y fallando miserablemente.
- ¿Intentar? No hay que intentar nada. Hay que hacer las cosas bien, pero la gente se caga en eso. Yo sí, yo hago las cosas bien, yo soy un tipo legal.
Me echó una mirada de arriba abajo, para confirmar lo que decía y para medir que sus dichos me habían impactado en el centro de mi bienestar social.
- ¿Qué edad tenés, pibe? - preguntó, apelándome súbitamente. El chico tímido se había encerrado en su música, las señoras habían decidido ignorar a ese hombre insoportable. El único que seguía atado a su elusiva línea de diálogo era yo. Extrañamente, no sentí con él ninguna incomodidad. Me entregué mansamente a sus desvaríos.
- Veinticinco, dije, con la voz entrecortada.
- ¿Qué dijiste? ¡Mentís! ¡Quien susurra en vez de hablar en voz alta miente!
- No, juro que no miento.
- ¿Sabes cuántos tengo yo? Sesenta y uno. ¿Cuántos decís que tengo?
- Me lo acabás de decir: sesenta y uno.
- No, quiero decir cuánto me das.
- No sé, pero seguro que menos de eso.
- Y claro, mirá, mirá mi documento.
Extrajo un fajo de papeles y de entre ellos me alcanzó su DNI. Verifiqué sin interés la fecha: 1948. Se lo entregué de vuelta.
- Yo soy militar de carrera. Mi mujer también es militar. Pero mis hijos no quiero que sean militares.
- ¿Y ellos quieren?, le pregunté, tratando de ser corajudo.
- Sí, pero yo no quiero. Es una vida de mierda. Imagináte: yo pelée en Malvinas. Yo maté gente.
No era un mero borracho, el perfil que me hice de él se modificó. Había algo más. Buscaba impresionarme, tal vez asustarme, pero no me dejé amedrentar. No sentí miedo, sino interés. Le dí a entender que estaba atento a cada palabra. Supe que estaba fuera de riesgo.
- Pero ahora no llevo más arma. ¿Y sabés qué? Sin arma soy mucho más peligroso. A mí me llaman El 66. No el 22, sino el 66, ¿Entendés? Tres veces loco. A mis hijos no les gusta que me digan así, pero ellos no saben nada de esa época. ¿Sabés quiénes me llaman así? Los oficiales, los que tienen más tiras acá en el brazo. Esos estuvieron conmigo allá abajo y saben.
Me reí, con un gesto de aprobación. El 66 río conmigo. Nada dije, esperé. Se desabrochó un botón más de la camisa hasta dejarla abierta hasta la mitad y prosiguió.
- Yo fui al Sur, viejo. Y los tipos que fueron conmigo al Sur no son mis amigos, son mis hermanos. Cuando te jugás la vida juntos, pasás a ser hermanos. Ahora andan metidos en quilombo, pero igual los quiero. Por eso, aunque no estaba de acuerdo, igual fui y firmé en el Ministerio.
- ¿Qué hicieron?
- No, nada... dejá. Pero fui y firmé por ellos, ahí, en el Ministerio de Defensa. Ahora están adentro, y yo los puedo ir a sacar, pero elegí dejarlos un mes más adentro. Para que aprendan. Dentro de un mes, cuando sea mi cumpleaños, el mismo día de mi cumpleaños, voy a ir y los voy a sacar. Con una patada en el culo los voy a sacar, para que aprendan.
Dudé si insistir con la pregunta, temí generar una tensión desmedida. Las imágenes en mi cabeza eran fugaces, flashes visuales apenas. ¿Qué habían hecho, habían matado, habían robado, era la guerra la causa de lo que sea que hubiesen hecho? Quise mencionarle el libro de Fogwill, Los Pichiciegos. Después pensé que era una muestra absurda de mi pertenencia de clase, una ostentación burda de quien nada sabe ni sabrá jamás de un conflicto armado. El 66 volvió a arrancar solito, sin que le diera cuerda.
- Ahora trabajo en seguridad. El arma la llevo porque la tengo que tener, pero yo nunca le disparo a nadie. ¿Sabés qué es lo que uso?
Hice un ademán de no saber, dándole el entre para que me dijera. Pero no fueron palabras lo que me ofreció. Apenas cortó el aire con un movimiento transversal del brazo derecho y se lo llevó al cuello.
- Juanita, Juanita es el amor de mi vida. Mirála, mirála y decíme.
Del bolsillo del pantalón sacó un sevillana de mango de madera envuelta en un estuche verde. No tenía ni una mancha, ni un raspón.
- Abríla. Tocále el filo, sentí que dulce que es Juanita, sentí qué gentil que es.
Apreté el botón, sentí el filo de la cuchilla. No pude evitar admirar con ingenuidad la belleza del arma. El 66 sonreía orgulloso.
- Yo no te mato, te corto con esa donde quiero y te dejo vivo. Te hago un tajo en el estómago y te dejo sufriendo. También tengo a la hermana de Juanita, que es igual de linda. Y si quiero te disparo al milímetro con la 22 o con un calibre largo y te mato - hizo una pausa, esperó ver el horror en mis ojos, pero solo le ofrecí un silencio respetuoso, no carente de divertimento -. Yo soy un tipo legal. ¿Sabés qué quiere decir? Que lo que digo lo hago. Por eso nadie jode conmigo. Uno de los muchachos que vino a Malvinas conmigo, un guacho alto, lindo, se me hizo el guapo. ¿Sabés qué le dije? Le dije: vení que te parto la boca de un beso, puto, vení que te muerdo los labios. Y lo hago, eh. Yo lo hacía. Te juro por mis hijos que lo hacía.
De esta última parte no supe qué pensar. ¿Me estaba confesando algo, se me estaba insinuando, o era una cuestión de códigos que yo no manejaba? Una vez más callé, lo dejé seguir.
- Con todos los faloperos que andan de noche, y toda la gente pesada que da vueltas. ¿Vos te creés que alguien jode conmigo? No, porque saben que no salen. El otro vino un falopero y se me hizo el loco. Le dije: te hacés el loco, te muerdo la boca y te mato, ¿Entendés? Y lo hice, le encajé un beso y le grité puto de mierda. No volvió más.
El 66 miró con resignación hacia la ventana. Estaba sentado erguido, patriarcal, pero había en sus ojos un dejo de tristeza, incluso de soledad.
- Yo nunca traicioné a nadie. Ni siquiera a la bandera, ni siquiera a la Patria. Fijáte vos. A nadie. Ni a mi mujer, que la amo más que a nada en el mundo. A su hermano no, ese flor de hijo de puta estafó a dos bancos y cagó a su propio viejo. Ese se merecía que lo matara. Un día le tiré un tiro. Le puse el arma en la frente, después subí un poco la mirilla y le dije: "Hijo de puta, para que veas que no se jode, te voy a peinar". Y le puse un tiro nomás, le arranqué un mechón de pelo. Después el boludo se murió de forma estúpìda, se peleó con un vecino porque no le dejaba estacionar en la puerta de la casa y quedó duro empujando el auto.
- ¿Un paro al corazón?, dije, para demostrar que seguía escuchando.
- Sí, ese boludo se merecía que lo mate... A mi mujer también le disparé una vez. Es que estaba muy enojado, ¿Sabés? Muy enojado...
El 66 miró hacia afuera, hacia las calles de tierra, hacia los primeros vestigios de asfalto, hacia un pasado de dolor que solo él conocía y con el cual cargaba en cada surco de la cara. Se tomó su tiempo, lo vi imaginando algo que no quiso contarme.
- A mí suegra sí que la quiero, esa vieja de mierda es de fierro. ¿Sabés quién llevaba a mi mujer cuando se iba a bailar rocanrrol al Deportivo San Andrés? La mamá la llevaba. ¿Podés creer? La vieja amorosa la dejaba y la pasaba a buscar en una chata, a las cuatro de la mañana. Mis hijos la adoran, yo les digo que es una vieja de mierda y Ramiro y Rodrigo saltan a defenderla, no se lo pueden bancar. Y los boludos quieren ser militares, pero yo no quiero... ¿Vos qué hacés?
- Yo trabajo en cine.
- ¿En cine qué, qué hacés?
- En temas de producción, dije, evasivamente, temeroso de que me dijera que era una profesión de putos y que intentara besarme. En cambio, bajó la mirada y luego me miró con respeto, asintiendo muy levemente.
- Esa es una buena profesión. Tiene saber, tiene técnica. Es otra línea de laburo. Yo a veces me paso dos días sin dormir. Dos días seguidos... el otro día mi compañero tuvo familia, y el gil en vez de avisarle a la empresa me lo dice a mí. Es un PF el tipo ese, un PF.
- ¿Un PF?, le pregunté. ¿Qué es un PF? - Por algún motivo sentí que diría "Policía Federal" y que luego me regañaría por no haberlo asumido.
- Un PF. Un profiláctico, el pelotudo es un profiláctico.
Estuve a punto de reír, pero noté que él seguía muy serio y apenas asentí.
- La mujer tuvo familia y él se fue corriendo a Santiago del Estero. Y alguien lo tiene que cubrir. Dos turnos seguidos me comí. Sabés qué, cuando volvió casi le pongo un tiro, así - apretó su dedo índice contra la tibia de mi pierna izquierda -, no lo mato pero aprende. Hay que tener coherencia, ¿Entendés? Hay que ser coherente. Y no hay que ser buchón, ni alcahuete. Si vos sabés algo, no digas nada, así te ahorras problemas. Ciego, sordo y mudo. A mí mis amigos me dicen: Raúl, vos sos un fantasma. Te vemos pero no te vemos, te escuchamos pero no te escuchamos. Y es así: hay que matar a los alcahuetes, hay gente que desde que nació no sirve para nada y siempre van a ser así. El otro día la agarré a la mujer de mi cuñado, que es teniente en la Policía, cogiendo con mi sobrino. Yo a Franco, el marido, lo conozco mucho. Y ella me vio que la descubrí, la vi saliendo de la casa de mi sobrino. Pero ella sabe que yo no digo nada, y se cagaba de risa. ¿Sabés por qué no digo nada? Porque sé que Franco también tiene sus movidas. Entonces, no hay que ser buchón. No hay que ser alcahuete y siempre hay que mirar a los ojos, y hablar en voz alta y claro.
Raúl. El 66, como él mismo se había definido, se llamaba en realidad Raúl. Lo miré y tomé distancia, sentí hacia él un cariño atípico, casi filial. Lo ví golpeado, herido, casi épico. Lo ví vencido por la vida y sin embargo estoico, empeñado en darme lecciones de vida que seguramente sus hijos (Ramiro y Rodrigo, omnipresentes pero carentes en sus menciones de rasgos o matices) se habían negado a escuchar.
Me estaba contando algo relacionado a la profesión de su cuñada, que también era militar o policía, cuando el chico tímido de los auriculares me dijo que la siguiente era Belgrano. Me dio pena interrumpirlo, y hasta temí ser víctima de un rapto de violencia, producto de abandonarlo en mitad de la anécdota. Me puse de pie y él conmigo, su sonrisa amplia y generosa. Le estiré la mano y me la apretó corajudamente, como se hace en las pulseadas, con todo el cuerpo.
- Bueno, loco... - empecé a decir, sin saber bien cuál era el mensaje.
- Un gustazo, amigo. Que te vaya bien. Te acordás de todo lo que te dije, ¿no?
- ¡De todo!
- ¡No te olvides!
Le dediqué un último saludo con la palma de la mano antes de pisar el andén y, cuando la turba empezó a llenar los huecos que se habían formado por el descenso de gente, escuché el último resquicio de su voz, dirigida a mí, un grito seco, lleno de una tristeza jovial.
- ¡No te mueras nunca!
Raúl, El 66, el tres veces loco, el de Suárez, se perdió para siempre, desde un laberinto de trenes que no van a ninguna parte.

Tuesday, March 03, 2009

El umbral

"No eres tú, juro que no eres tú. De serlo, créeme, te hubiese avisado con antelación"
John William Garrison, La balada de Mary Sue y Doctor Forster

Desde el borde de la puerta, antes de llegar al patio - como hesitando, como si dudara de abandonar el ámbito donde estaba con ella - terminó el cigarrillo. Apagó la colilla contra el cenicerito de cerámica quebrado, sobre la mesita prestada de madera pulida, y se giró sin modificar la rectitud de su pecho.
Ella dormía, o estaba inmóvil. Juraría que estaba a gusto, pero las mujeres, como los gatos, son virtuosas en el arte del engaño. Estaba explayada sobre las sábanas, un pie al descubierto, el otro apenas insinuado (brutalmente insinuado) detrás de una frazada ocre. La única luz: una lámpara mal ubicada, condenada a la soledad impúdica de un rincón.
Cuando ella volteó sobre su eje, a modo de acomodar el cuerpo, de entregarse al placer pleno de la comodidad radicalizada, él pensó que se despertaría. ¿Qué le diría, en caso de que amaneciera y caminara hacia él, con su aliento de sueños absurdos, de atroces pesadillas donde él era otro, o ni siquiera aparecía, donde ella se trenzaba en aventuras orgiásticas con seres atroces, seres que no eran él? Su mano trepidó. Necesitó con imperativo un cigarrillo. Se encontró inestable desde el abismo de la puerta mariposa, la puerta de madera que daba al patio, otro ámbito donde lo que pesaba - porque pesa, juro que pesa - era la soledad, fragmentada en muebles, derramada en plantas marrones que nunca ven la luz.
La deseaba con un dolor ciego. La había tenido, y la tendría muchas veces más, pero difícilmente se puede llamar a eso saciarse. El rey de las conquistas discursivas hablando solo, convenciéndose a sí mismo - una vez más - de que... ¿De qué? ¿De que estaba preparado para las tormentas, de que lo mismo daba decir sí o decir no?
No se atrevió a llamarse cobarde. Prefirió la palabra prudente. Para aliviar la tensión con la lluvia de polvo del patio, para mirar de afuera al teatro de las personas, donde un nombre se vuelve carne y la carne afecto, y los afectos goce, y algo de penumbra, y todas esas cosas que aburre nominar.
Las ficciones de correspondencia cósmica mienten. Nadie llega en simultáneo al punto de encuentro; quien no niega, esconde; quien no dice, calla; quien elige... corre el riesgo de perder.
Una serie de pasos indistintos, meticulosamente silenciosos, lo depositó en el rincón, donde la lámpara temblaba de angustia y estallaba contra las grietas de humedad. La apagó, tropezó una y más veces con las prendas desparramadas sobre la pinotea y se acostó en los milímetros de espacio que encontró.
Después dudó, eligió irse, se quedó, lo postergo para el día siguiente y se durmió, al lado de ella, escuchando el ritmo dulce de su respiración.

El instante crepuscular

Impulso y reacción, camarada. La respiración va hacia abajo - así, desde el vientre - y sube en chistidos álgidos. La pose de Buda, las piernas abiertas, un solo hilo desde la zona genital hasta la tráquea. Si vas a decir, no pienses; no vaya a ser que la lengua quede trabada por adelantarte a las consecuencias. Ella en la penumbra es irreal y eterna; es también una mujer, como tu madre, pero su intensidad es deífica. Una luz marrón le ilumina los pómulos de tierra, la huesuda silueta de un axioma lunar.
Tu taburete, tu carnoso taburete de ramas de algarrobo, donde se aposenta tu luchador de sumo interior. Cada sílaba y su recuerdo, sonido de campanas en el precipicio de tus labios, para no decir, para apenas entonar un canto cíclico, reiterativo, de poesía material. Ella mira, escucha, asiente, aprueba. Ella sabe. Y ese saber viene del vientre, es un intelecto parco, tal vez inmanente. Ella leyó pero aún antes de leer aprendió a conectar.
Los ojos a la cortina, a sus espaldas, donde un viento urbano hace aguas de tela. En los pliegues, te dice, los ojos en los pliegues, la lengua contra los dientes, el silbido de tus entrañas y el del soplido del mundo, unificados por la música de las esferas celestes. En el centro, un sol de membrillo, una luna de chocolate. Polvo de amores perdidos en bibliotecas prestadas, en trompetas desafinadas, en vestidos regionales.
Te haces pequeño y ella se hace grande. Le cantas unas gracias moderadas y te arranca una carcajada de efluvios rojos, sin parches, sin memoria ni futuro. Juntos se ríen de la tragedia silenciosa, juntos descubren que el velorio era falso: lo que había muerto era el desamparo.
Eres real y también lo es el árbol gris de hojas sucias. También lo es el asfalto, aunque se derrita bajo las llamas; también es real el niño que se atraganta con pastillas cuando la madre no mira, y su sonrisa desdentada y balbuceante, festiva, que anuncia la gloria de su fatal aventura. Lo único que no es real, en tanto que no es tangible ni obsequiable, es el intercambio.
En el éter ha quedado, en el intersticio y en la punta de la falange, el fruto de las horas. Las palabras, los sonidos, los instantes, la penumbra, todo ha quedado guardado en tu mente y en la suya, cofres únicos, irrepetibles.
Tu eres real. ¿También lo es ella?